El
vehículo paró en un camino de tierra. Permanecía oculto de miradas nocturnas.
El conductor echó un vistazo al reloj. Su cita de medianoche se retrasaba. Dos
luces se aproximaron en dirección contraria. Los dos conductores se saludaron
con presteza.
─¿Has
traído lo que te pedí?
─Aquí
lo tienes ¿Nos vemos?
─Sí,
en el sitio de siempre.
No
hubo testigos. Ningún rastro. Sólo la noche.
El
hombre, tumbado sobre la hojarasca del suelo, intentó incorporarse. Apoyado
sobre las manos y con aparente esfuerzo, consiguió ponerse de pie. Pestañeó con
prisa, quizá con la intención de mejorar su visión. Los pasos, vacilantes y
lentos, igual que los de un bebé cuando aprende a caminar. Sujetó la cabeza,
entre las manos, como si fuera a desprenderse del tronco de un momento a otro.
Parecía afectado por algo desconocido.
Era
corriente, con rasgos vulgares. Vestía camisa y pantalón color tierra con
multitud de bolsillos. En la cintura, una tira de cuero grueso, abrazaba su
abultado abdomen, a modo de cinturón.
Una serie de oquedades, ahora vacías, decoraban la delantera. Unas
fuertes botas de suela con rugosidades completaba el conjunto.
Se
mantuvo durante unos segundos apoyado sobre un tronco ojeando los aledaños. De
pronto, un sonido idéntico al de un enjambre de abejas al acercarse, recorrió
el arbolado. Su reacción fue inesperada. Se agachó, casi rozando el suelo y, se
tapó con fuerza los oídos. La sombra de un ave gigante atravesó las copas de
los árboles. Tras su paso, el ruido cesó. No hubo un momento de sosiego. Oyó
una detonación y, al instante, un grito desgarrador irrumpió en el silencio del
bosque. Movió los labios con rapidez. Debo irme de aquí, exclamó con voz
temblorosa.
Miró
a su alrededor, con recelo y confusión, sin decidir qué dirección tomar.
Primero caminó de frente pero minutos más tarde, giró a la derecha. Le pareció
escuchar algo detrás y se volvió. Todo estaba en calma e inició la marcha de
nuevo.
Después
de un rato de caminata, se detuvo. El movimiento de unos matorrales próximos le
puso en guardia. Un gruñido, a pocos metros, le erizó los pelos. El miedo se
apoderó de él. Su andar dudoso se convirtió en una huída de furia sin control.
Corría sin rumbo, sin mirar atrás. El ramaje dañaba su cara, las raíces
impedían que avanzara con velocidad, el sudor del esfuerzo cegaba sus ojos…
Pronto comenzó a jadear.
Se
detuvo un momento para tomar resuello. Estaba al límite del agotamiento. Se
llevó la mano al pecho y la mueca de dolor le delató. Tras una breve
recuperación decidió mover los pies con calma, sin prisa. Poco a poco sus
pisadas adquirieron seguridad y firmeza. Se atrevió a sonreír con descaro.
La
tranquilidad del hombre fue corta. El zumbido volvió de improviso y con mayor
intensidad. No se detuvo, ni miró, sólo escapó. Sus zancadas pesadas y lentas,
por el cansancio acumulado, no le permitían moverse con soltura. Sollozó con
impotencia al verse perseguido por algo misterioso e invisible.
Su
vista fija hacia delante no le dejó ver entre las hojas del suelo. Los pies
quedaron atrapados. El cuerpo suspendido en el aire se mecía como un columpio. Intentó
zafarse del cautiverio sin éxito. La situación empeoró y su cráneo impactó con
brusquedad contra el terreno boscoso quedando teñido de rojo oscuro. Su
respiración se volvió lenta como si no existiera. El cuerpo tumbado sin
movimiento y la mirada vacía casi sin vida.
Sus
párpados, con un gesto de pesadez, se cerraron.
Escuchó
un crujir de ramas. Alguien se acercaba a su posición. Entreabrió los ojos y
vio a un extraño con gorra, de visera larga, que le cubría parcialmente el
rostro pintado de negro. En su mano derecha portaba una escopeta.
─¿Qué
se siente cuando tú eres la presa?
El
hombre recordó todas las ocasiones en que había estado de pie, cerca de sus
trofeos, sin tener en cuenta el sufrimiento generado sobre ellos. En ese
momento supo que no habría clemencia para él. El disparo fue la confirmación.
R.U.
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