Nunca
imaginé que después de tanto tiempo, me atrevería a escribirte. Tal vez debí
hacerlo entonces pero no pude. La realidad me superó y perdí la noción del
tiempo. Me hundía, día a día, en un
estado de tristeza y desesperación incapaz de hablar o moverme. Quería estar sola y llorar. Y olvidarme. No
pensar. ¡Te echaba tanto de menos!
Siempre
recordaré aquel momento en que nos sentimos por primera vez. Tú, en el interior
de mi refugio unido a la pared protectora siendo fuerte por los dos. Y yo rodeada
de un ambiente de excelencia por la ocasión, te hice partícipe de ello. Y desde
ese instante, nos necesitamos.
Pero aquella madrugada de mediados de septiembre, cuando mis ojos despertaron en una pesadilla de dolor punzante que me partía en dos, supe que te perdía. Y solo me importabas tú. Comprendí que nuestro nexo se había quebrado. Que tu lucha contra corriente te había dejado sin energía. Y la situación se escapaba de nuestras manos porque no dependía de nosotros. Ya no había solución. La naturaleza seguía su curso y nosotros estábamos fuera de él. No era posible.
Lo
que hubiera dado por alargar el tiempo y conocerte.
Tuve
miedo por ti. Estabas solo y desprotegido. Te alejarías, poco a poco, y no
notarías mi latido de bombeo. Deseaba que no tuvieras dolor, ni temor a lo
desconocido.
Apenas
transcurrieron unas semanas pero seguirás viviendo en mi memoria. Porque ella,
cariño mío, nunca desaparecerá.