jueves, 19 de enero de 2017

Arena

El camión avanza con prisa por el asfalto. Uno de los prisioneros intenta revolverse en la jaula. Apenas puede levantar la cabeza. Lleva horas sin beber ni tomar una brizna de alimento. Un olor desagradable impregna la trasera del vehículo. Se acerca a un resquicio y aspira por la nariz. Abre la boca y lo intenta de nuevo. Mueve su cuerpo unos centímetros y golpea con fuerza contra el suelo. Se oye un quejido y en segundos, estalla el caos. Los barrotes se clavan en su costillar. Lanza berridos de dolor. Tal vez sea un presagio de su destino marcado desde el nacimiento.
Algunas horas antes, una mujer pasada la cincuentena esperaba en el lateral de un camino de tierra. Con un dedo subió la visera de la gorra y miró el reloj. Las doce y media. Alargó el brazo hasta el asiento del acompañante. La quinta vez en pocos minutos que realizaba el mismo gesto. Dos luces se aproximaron en dirección contraria. Era su cita de medianoche. Caló la gorra hasta los ojos y salió del vehículo. Un conductor joven, con aspecto desaliñado, se acercaba con calma mirando de reojo a los lados. En su mano derecha sostenía una linterna.
─Tú, siempre tarde.
─¡No te pases que casi me pillan! ─exclamó con voz entrecortada─. He tenido que dar una vuelta del copón ─giró la cabeza hacia atrás─. Bueno, ¿lo has traído?
─Aquí tienes ─una caja de metal del tamaño de una cajetilla de tabaco apareció en la palma de su mano─. No la abras hasta que estés preparado e inyéctalo rápidamente ─informó al joven─. Cuando acabes, no debe quedar ningún rastro.
─Descuida ─levantó el pulgar. Deslizó la cremallera de la cazadora hacia abajo y guardó el objeto en el bolsillo interior─. ¿Crees que funcionará?
─Supongo que habrás leído en la prensa “el accidente” en la montería…─remarcó cada palabra. Dio unos pasos hacia atrás hasta tocar con la espalda en el coche. Un soplido salió de su boca y de improviso, comenzó a reír─. El de la escopeta tenía la cara desencajada. Yo apunté al animal, balbuceaba como un bebé. ¡Qué patético!
─¿Estabas allí? ─se asombró el joven.
─Claro, debía asegurarme ─se quitó la gorra. Su corta melena le cubrió el cuello─Tuve que asistir a otras dos. No sabíamos cuando sucedería, hacía meses que lo inoculamos ─hizo una pausa─. La verdad es que tuve mis dudas cuando me hablaron de esta tecnología. Si cuantificar el sufrimiento ya es complicado, la transformación final parecía…imposible. Pero todo salió perfecto.
─¡Un zas en la boca!─sonrió el joven.  
─Ahora, mentir ante miles de testigos será complicado, ¿no crees? ─preguntó con ironía.
Los dos callaron un instante. Todo permanecía en silencio. La luna llena asomó por encima de la arboleda.
─Tengo que dejarte ─el joven miró su muñeca─. Por cierto, ¿quién se encargará de la muestra?
─Tranquilo ─dio una palmada en el hombro al joven─, en la mesa de mi sala, mando yo.
Se abrazaron a modo de despedida. Subieron a los vehículos y antes de partir, bajaron las ventanillas.
─¡Por ellos! ─exclamó el joven con entusiasmo.
─Ten cuidado ─replicó la mujer. Su vehículo se perdió en dirección a la carretera.


A pesar de los nubarrones que avanzan desde poniente, la capital recibe a los presos con la calidez típica de mayo. El ambiente parece más relajado. Hoy es el patrón de la ciudad. Por las aceras, la gente se agolpa en los aledaños de la plaza. En los bares, algunos rezagados apuran su consumición antes del espectáculo. El trajín del tráfico mitiga las campanadas del reloj en una iglesia cercana. La fiesta ha comenzado.
Los presos se suceden en su suerte entre clarines y tambores. Ya solo queda el zaino en el corral. El sexto de la tarde. Al parecer, y según reza el cartel de la entrada principal, lleva por nombre Embrujado. En su piel, resaltan las cicatrices de humillación marcadas con hierro candente. Se aproxima a la pared del chiquero. La testuz casi en tierra, sin mover un músculo.
Ante el clamor y aplausos del gentío, alza la cabeza. Ha llegado su hora. Un individuo le azuza con una vara desde lo alto. Muge. Arrastra sus patas hasta un corredor estrecho y en penumbra. Un trompetín da la señal.
La puerta se abre. Arranca a la carrera y golpea las maderas con la cornamenta. Desde el otro extremo, un grito llama su atención. Se vuelve. Una figura, con traje ajustado azul y plata, agita un capote entre sus manos. Sus bufidos aumentan en cada pase. Se detiene. Choca la pezuña contra el suelo. Un jinete aparece por el lateral. Vuelve a tomar impulso y arremete contra la cabalgadura. Como respuesta, un objeto punzante se hunde en su cuello. Tres picadas seguidas que disminuyen sus movimientos. Por la herida abierta, la sangre emerge a borbotones y tiñe de rojo la arena. El clarín vuelve a sonar. Seis arpones desgarran su piel. La agonía es evidente. Saca la lengua en un intento de respirar. Se tambalea. El ambiente se ha oscurecido. La tormenta amenaza el festejo. Anuncian el último tercio. En pocos minutos, su pecho se parte en dos. Separa los belfos pero el aire no llega. Dobla las rodillas, el morro roza el suelo y se desploma. La ovación del público es unánime. Las gradas se llenan de pañuelos blancos. Esperan con expectación el permiso de la autoridad para premiar al matador.
─¡Buena faena, maestro! ─exclama el subalterno mientras se agacha con un arma cortante junto al zaino.
Un sonido atronador recorre la plaza. El tiempo parece detenerse. De pronto, una serie de convulsiones extrañas se suceden en el cuerpo del animal. Y en pocos minutos, el desconcierto inunda el ruedo. Unos corren con desesperación, otros se llevan las manos a la frente e incluso algunos se desmayan. También se escuchan llantos de angustia. Los artífices de ajusticiar al sexto de la tarde permanecen quietos, como clavados al suelo. En el lugar del zaino, yace un muchacho cerca de la veintena. Su cuerpo sin vestiduras deja a la vista seis arpones clavados en la espalda. El rostro con magulladuras recientes. Los labios entreabiertos. Las muñecas y tobillos con fracturas imposibles de imaginar. Y sobre la nuca, asoma un acero que se pierde hacia el interior.
La plaza queda desierta. Comienza a llover.