domingo, 19 de abril de 2015

A mil metros del suelo

Recuerdo aquel fin de semana de otoño. Mi madre decidió visitar a la abuela. Intentó convencerme para que me quedara en casa, con mi padre. Y dije que no. ¿Con mi padre? Pero si en un mes le había visto dos veces y, una de ellas, él entraba por la puerta y yo subía a dormir. Ahora eso sí, dejar mensajes, lo bordaba ¿Con mi padre? Ni hablar del tema.
─Luego te quejas porque no pasa tiempo contigo. No te entiendo, Alicia.
─Pues deberías hacerlo, mamá. Desde hace un año, apenas nos vemos. ¿Qué ha cambiado desde entonces?
Aquello la molestó. Desvió la mirada y noté un brillo raro en sus ojos. Pero no pregunté.
─Como quieras, tú ganas ─dijo con la voz entrecortada─. Prepara algo de ropa. Salimos en media hora.
Tenía la mochila lista pero me callé. Unas camisetas, un par de pantalones, ropa interior, el cepillo de dientes y las zapatillas de correr. Era suficiente.

Durante el viaje, mi madre impuso un mutismo incómodo. Intenté iniciar alguna conversación pero no hubo forma de que hablara. Parecía tener su mente en otro lugar. Me dediqué a mirar el paisaje. En esa época del año era un espectáculo. La magia de colores y aromas cautivaban.
Llegamos antes del ocaso. La visión del caserón sobrecogía. La piedra ceniza, las vigas de castaño, el bosque que la rodeaba…parecía una casa encantada de cuento de hadas.
Me acosté casi sin cenar. Ellas se quedaron en la cocina conversando hasta bien entrada la madrugada. Desde mi cuarto, oía un susurro lejano como un arrullo infantil para dormir.
Desperté con el sol. Dejé una nota encima de la mesa pero al salir, mi madre, me llamó.
─Alicia, espera.
Se acercó y me abrazó. Sentí un cuerpo frágil como si fuera a romperse de un momento a otro. No me había dado cuenta hasta ese momento. No sé por qué no dije nada. Tan solo me limité a sonreír.
─¡Ten cuidado! Y ven antes del anochecer.
─Claro que sí, mamá.
Cerré la puerta sin ruido e inicié la carrera.
Al principio, comencé por el sendero pero giré a la derecha y me metí en la arboleda. Sentí los pies hundirse en la hojarasca hasta el tobillo, el crujir de las ramas caídas con cada paso. Evité oquedades escondidas del terreno y troncos tumbados por el viento o alguna tormenta perdida. Escuché el canto de una avecilla reclamando su territorio. Respiré la esencia del rocío y la madera. Y durante unos instantes fui parte del bosque.
Al avistar el mirador aceleré el paso. El panorama que se extendía ante mí me cautivó. No era la primera vez que subía pero siempre descubría algo nuevo. Allí, los sentidos se apoderaban de ti. La cabeza despejada, los brazos relajados y las piernas ligeras.

Me acordé de la primera vez. Subí con mi padre. ¡Cómo me gustaban aquellas excursiones! Me sentía protegida con él. Pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Aumentó las horas de trabajo y dejamos de hacer cosas juntos. Se alejó de mí o tal vez fui yo quien se distanció de él, como siempre decía mi madre.
Con todo ese remolino de emociones se echó la hora encima. El sol rozaba la linde del monte.

Regresaré por la vereda para acortar, pensé. Pero a pocos metros de la marcha, me detuve. Al verle, comencé a temblar. El miedo se apoderó de mí. Los pies clavados en el suelo como una estatua de piedra sin movilidad, ni vida.
Al llegar a casa de la abuela, no pronuncié palabra. Solo me senté. Mi mente estaba lejos, volaba aturdida, a mil metros del suelo
─Alicia, ¿nos cuentas qué has visto?
Miré a la abuela. ¿Cómo sabía qué había visto algo? 
─¿Era un animal con un aspecto…especial?
Moví la cabeza de arriba a bajo. Las palabras surgieron sin querer.
─He estado en el mirador del Águila. De vuelta, un animal me ha cortado el camino. Era un ciervo joven, una cría, blanco. Su mirada transmitía sosiego pero no podía moverme. El animal se acercó. El tiempo se había parado. Extendí la mano. Él apoyó el morro en ella y después desapareció.
La abuela se sentó a mi lado y, sonriéndome, empezó a relatarme una historia. Una leyenda que hablaba de mujeres sabias que poseían dones. La visión era uno de ellos. Rendían culto a la Madre Tierra y usaban símbolos como parte de sus ritos.
 ─¿Dones? ¿Símbolos? Pero ¿de qué me estás hablando? Ese animal, ¿qué tiene que ver conmigo? No lo entiendo.  
─¡Para, para Alicia! Lo que has visto es el maoisich geal, la cierva blanca. Se dice que quien la ve sufrirá una transformación, precedida de la decisión de vida. Es un mensaje. No hay nada que temer.
Tenía la sensación de que aquella visión no formaba parte de una leyenda sino de algo real. No pude dormir. Daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Surgían preguntas pero desconocía las respuestas.
Al día siguiente evitamos hablar del tema. Al despedirnos, mi madre se acercó a la abuela. No hubo palabras entre ellas. Pero sus miradas lo decían todo.
Comenzamos el regreso en silencio. Pensaba en la historia de la tarde anterior. Mi madre se mantuvo al margen y eso me inquietaba. Me removí en el asiento, ¿me ocultaba algo?
El estallido del neumático fue inesperado. El descontrol se adueñó del coche. Tras el impacto, se detuvo. La oscuridad irrumpió con violencia.

Mis pasos eran suaves, sin dejar huella, sin ruido ni prisa. Flotaba como un globo lleno de gas que busca el camino. Llegué a un espacio en penumbra dónde seis sombras de luz me rodearon. Y del centro, surgió la séptima.
─Te esperábamos, Alicia.
─¿Quienes sois?
Una de las sombras se acercó. Vi su rostro.
─¿Eres mi madre?
─Lo fui en el pasado.
Me sentía confusa. Empecé a notar mis pies.
─Tenemos que irnos. Debes decidir. Busca en tu interior. La respuesta está ahí.
Mis pies conectaron con las piernas, las manos con los brazos y la cabeza con el cuello. Después encajaron a la perfección en el tronco. Un movimiento de retorno me alejó de allí.

Noto mi mano sujeta con una delicadeza familiar. Mis ojos no se atreven a despertar. Por una rendija, entre los párpados, veo a mi padre adormilado junto a mi cama. Muevo levemente el brazo. Él, con gesto de sorpresa, me sonríe.

sábado, 18 de abril de 2015

Ausencia



El vehículo paró en un camino de tierra. Permanecía oculto de miradas nocturnas. El conductor echó un vistazo al reloj. Su cita de medianoche se retrasaba. Dos luces se aproximaron en dirección contraria. Los dos conductores se saludaron con presteza.
─¿Has traído lo que te pedí?
─Aquí lo tienes ¿Nos vemos?
─Sí, en el sitio de siempre.
No hubo testigos. Ningún rastro. Sólo la noche.
El hombre, tumbado sobre la hojarasca del suelo, intentó incorporarse. Apoyado sobre las manos y con aparente esfuerzo, consiguió ponerse de pie. Pestañeó con prisa, quizá con la intención de mejorar su visión. Los pasos, vacilantes y lentos, igual que los de un bebé cuando aprende a caminar. Sujetó la cabeza, entre las manos, como si fuera a desprenderse del tronco de un momento a otro. Parecía afectado por algo desconocido.
Era corriente, con rasgos vulgares. Vestía camisa y pantalón color tierra con multitud de bolsillos. En la cintura, una tira de cuero grueso, abrazaba su abultado abdomen, a modo de cinturón.  Una serie de oquedades, ahora vacías, decoraban la delantera. Unas fuertes botas de suela con rugosidades completaba el conjunto.
Se mantuvo durante unos segundos apoyado sobre un tronco ojeando los aledaños. De pronto, un sonido idéntico al de un enjambre de abejas al acercarse, recorrió el arbolado. Su reacción fue inesperada. Se agachó, casi rozando el suelo y, se tapó con fuerza los oídos. La sombra de un ave gigante atravesó las copas de los árboles. Tras su paso, el ruido cesó. No hubo un momento de sosiego. Oyó una detonación y, al instante, un grito desgarrador irrumpió en el silencio del bosque. Movió los labios con rapidez. Debo irme de aquí, exclamó con voz temblorosa.
Miró a su alrededor, con recelo y confusión, sin decidir qué dirección tomar. Primero caminó de frente pero minutos más tarde, giró a la derecha. Le pareció escuchar algo detrás y se volvió. Todo estaba en calma e inició la marcha de nuevo.
Después de un rato de caminata, se detuvo. El movimiento de unos matorrales próximos le puso en guardia. Un gruñido, a pocos metros, le erizó los pelos. El miedo se apoderó de él. Su andar dudoso se convirtió en una huída de furia sin control. Corría sin rumbo, sin mirar atrás. El ramaje dañaba su cara, las raíces impedían que avanzara con velocidad, el sudor del esfuerzo cegaba sus ojos… Pronto comenzó a jadear.
Se detuvo un momento para tomar resuello. Estaba al límite del agotamiento. Se llevó la mano al pecho y la mueca de dolor le delató. Tras una breve recuperación decidió mover los pies con calma, sin prisa. Poco a poco sus pisadas adquirieron seguridad y firmeza. Se atrevió a sonreír con descaro.


La tranquilidad del hombre fue corta. El zumbido volvió de improviso y con mayor intensidad. No se detuvo, ni miró, sólo escapó. Sus zancadas pesadas y lentas, por el cansancio acumulado, no le permitían moverse con soltura. Sollozó con impotencia al verse perseguido por algo misterioso e invisible.
Su vista fija hacia delante no le dejó ver entre las hojas del suelo. Los pies quedaron atrapados. El cuerpo suspendido en el aire se mecía como un columpio. Intentó zafarse del cautiverio sin éxito. La situación empeoró y su cráneo impactó con brusquedad contra el terreno boscoso quedando teñido de rojo oscuro. Su respiración se volvió lenta como si no existiera. El cuerpo tumbado sin movimiento y la mirada vacía casi sin vida.
Sus párpados, con un gesto de pesadez, se cerraron.
Escuchó un crujir de ramas. Alguien se acercaba a su posición. Entreabrió los ojos y vio a un extraño con gorra, de visera larga, que le cubría parcialmente el rostro pintado de negro. En su mano derecha portaba una escopeta.
─¿Qué se siente cuando tú eres la presa?
El hombre recordó todas las ocasiones en que había estado de pie, cerca de sus trofeos, sin tener en cuenta el sufrimiento generado sobre ellos. En ese momento supo que no habría clemencia para él. El disparo fue la confirmación.




R.U.

sábado, 11 de abril de 2015

Ámbar

A lo largo de la vida necesitamos una pizca de ilusión con un punto de magia. Creer en algo. Tener sueños y conseguir, algún día, que se hagan realidad. El mío siempre fue el mismo. Ver lobos en libertad.
Al cabo de los años, en una reunión de amigos de la universidad, me enteré que algunos viajarían a Zamora. Habían organizado un avistamiento lobero. Me apunté de inmediato. Preparé cuatro cosas y lista para la aventura.

El plan era dormir en pleno monte, en una zona de acampada. Lejos del paso de los animales y así, no influir en su actividad.
Dejamos el coche en el pueblo. Y comenzamos la marcha. Antes del ocaso conseguimos llegar al campamento. Se instaló un teleobjetivo de largo alcance en la zona más elevada y, a esperar. El silencio era sepulcral. Tan solo roto por algún susurro cuando veíamos movimientos extraños entre los matorrales. Al anochecer, creí escuchar aullidos lejanos pero eran más las ganas que otra cosa. Antes del alba y abrigados hasta las orejas nos preparamos de nuevo. No hubo suerte. Pero aquella noche, entrada la madrugada, les oímos aullar. Era tan excitante escuchar sus aullidos que quedaron grabados en mi memoria durante mucho tiempo.

A la mañana siguiente me cuesta abrir los ojos. Me duele todo el cuerpo. Dormir en el suelo, a pesar del aislante, es agotador. Me incorporo para desperezarme poco a poco. Mis ojos, lentos aún, no dan crédito. Estoy sola. Y el resto, ¿han desaparecido? Si es una broma, maldita la gracia que me hace. Espero un tiempo pero nadie aparece. Un momento, pienso, este sitio no es el mismo de la acampada. Ahora tengo una arboleda a un lado y oigo la corriente de un río cercano. Estoy soñando, me digo.
Veo que algo se mueve entre los árboles. Un precioso animal asoma su cabeza y me observa. Su mirada ambarina me deja sin habla, como si de un encantamiento se tratara.  No muevo ni un músculo.
Para mi asombro, no viene solo. Uno de los adultos, el de menor tamaño, se dirige hacia mí. Es una hembra. De pronto, se para. Parece esperar una señal o una llamada… En ese momento, sin saber cómo ni por qué, pronuncio un nombre. Ámbar. Se acerca con sumo cuidado. Abre la boca y cogiéndome del brazo, tira despacio, como invitándome a seguirla. Es hora de partir.
A velocidad de trote lobero llegamos a una cueva que, con toda seguridad, se trata de su guarida. Desde el exterior no se distingue la entrada pero la hembra permanece quieta, para señalarme el lugar. Una vez en el interior cada uno se acomoda en un rincón, excepto el vigía, que se queda en la boca de la lobera. Me siento al lado de Ámbar. Los lobeznos se entretienen jugando con mi pulsera de colores. Por fin, cansados, se adormecen entre mis piernas. No hay apenas claridad dentro pero la suficiente para contemplar embelesada la belleza de aquellos animales.
Los días se suceden con rapidez. Durante ese tiempo aprendo qué puesto ocupa cada individúo en la manada. El macho dominante pone orden al menor problema, sobre todo a los cachorros, que solo quieren juego y diversión. Más de un mordisco en las patas se llevan. Pero, Ámbar es toda dulzura. Les lame, les mordisquea los morritos con suavidad, les permite que suban encima, que jueguen con su cola…

Es un placer convivir con la manada y aprender con ellos. Ámbar y yo comenzamos a entendernos a la perfección, con gestos y pequeños gruñidos por su parte y con palabras cortas por la mía. Y a veces ni eso, sólo basta una mirada y todo cobra sentido.
En la tarde de mi décimo día con la manada, Ámbar, se acerca a mí. Yo sentada en el suelo, me quedo quieta. Apoya su cabeza sobre la mía y emite un suave quejido que me estremece. Es la primera vez que acaricio su pelaje. Esa noche, mi sueño es inquieto.
Unas voces me sobresaltaron. Abrí los ojos y me di cuenta que todo había sido un sueño. Mis amigos recogían el campamento. Yo debía hacerlo también. Entonces me fijé en la ropa. Los pantalones, la camiseta, las zapatillas…todo parecía gastado y sucio, como si llevara más de dos días con ella puesta.




Había salido el sol cuando emprendimos el regreso. Acortamos por una pista forestal de tierra húmeda y plagada de huellas. Algunos hacían fotos entusiasmados. Sin embargo, yo volvía cabizbaja con pasos desganados. De pronto, una voz gritó ¡quietos! y nos paramos. No sabía qué ocurría. Alcé la mirada. A unos veinte metros, una manada de lobos cruzaba la pista. Me asomé emocionada. No podía apartar la vista. Uno de sus miembros se detuvo y nos miró. Después siguió su camino. Al llegar al lugar del paso de la manada algo, en el suelo, llamó mi atención. Sobre una huella de lobo había una pulsera de colores. Me miré la muñeca.  No la tenía. Sonreí emocionada.







La vida cambia en un instante

Aquel veinte de mayo, Rubén cayó en un estado de silencio y vacío. Dos años de mirada ausente por el dolor y la confusión.
A pesar de la inseguridad que llenó nuestra vida siempre confié en su recuperación. Que algún día esta pesadilla formaría parte del pasado.
Tenía un encanto singular. Llamaba la atención allí donde estuviera.  

Recuerdo los paseos por el parque cerca de casa. Lanzaba grititos, a modo de saludo, a cada perro que se acercaba a olisquear. Aceptaban sus caricias como uno más del grupo. Era una relación perfecta.
Con tres años, casi cuatro, visitamos el zoológico. Creí que le agradaría ver a tantos animales. Durante el recorrido, permaneció callado. Sin una sonrisa. Solo miraba.
─Mamá, ¿por qué están tristes los animales?
Enmudecí sin saber qué contestar. Le abracé y nos fuimos. Nunca hablamos de ello. Su opinión quedó clara aquel día.
En el colegio aprendía con rapidez. Devoraba los cuentos que caían entre sus manos. Pasaba horas dibujando animales como los dos gatos callejeros que venían a diario.

Un fin de semana visitamos a unos amigos en su casa de campo. En un corralón descansaban una yegua con su potro. Rubén se metió entre las tablas. La yegua, seguida por la cría, cruzó el cercado. Bajó su testuz y él se acercó a su oreja. Ella retrocedió unos metros y esperó.
─Mamá, Estrella quiere pasear conmigo, ¿puedo ir?
─Pero no te alejes demasiado ─le advertí.
Miré de reojo al anfitrión. Su gesto lo decía todo. Los ojos abiertos, sin pestañear. En su boca, una sonrisa de asombro e incredulidad. Ver a un niño escoltado por una yegua y su potro causaba expectación. En el viaje de regreso pregunté a Rubén cómo supo el nombre de la yegua.
─Ella me lo dijo ─contestó mientras miraba por la ventanilla.
Una tarde, poco antes de su cumpleaños, llamaron a la puerta. Era el vecino de enfrente. Su perra había tenido cachorros y pensó que a Rubén, le gustaría quedarse con el más pequeño.
─¿Conoces a mi hijo? Nunca me ha dicho nada…
─Quien le conoce es Dama, mi perra. Son buenos amigos.
─¡Este crío me sorprende!
Durante la cena hablé con Rubén. Chico estará bien aquí, dijo con una sonrisa. Fue suficiente para mí. Por supuesto, no pregunté por la elección del nombre.
La mañana de su cumpleaños sonó el timbre. Rubén corrió hacia la puerta. Era Miguel, el dueño del cachorro.
─Te presento al hijo de Dama. Ella también quería venir y no he podido negarme.
Rubén miró al cachorro y le acarició. Bajó el escalón y se acercó a la madre.
─Tranquila, cuidaré de él.
Desde ese momento, Rubén y Chico, se convirtieron en dos amigos inseparables. 


Pero todo cambió aquel veinte de mayo. La tragedia se apoderó de nuestra familia y me arrebató a mi hijo. Se sumió en un mundo vacío de palabras. Y él perdió a su mejor amigo. Su vida cambió en un instante. Pasó de ser un niño con ilusiones a un estado lleno de soledad. La ausencia de mirada, el dolor en su gesto, la contracción de las manos, la lentitud de movimientos, la pausa en su caminar…le definían.
Estuvo semanas en su cuarto, sin salir. Era su refugio, su protección frente al exterior.
Después de un año regresó al colegio. Reanudó sus visitas a Dama. Volvió a sus juegos infantiles con sus compañeros felinos. Todo en silencio. Al inicio del segundo año las ausencias comenzaron a espaciarse. Poco a poco, su conducta se normalizó. El parque de perros se había convertido en una cita obligada en sus paseos con Dama y Miguel.
Una tarde apareció un perro solitario con aspecto desaliñado. La conexión con Rubén fue inmediata. El animal olisqueó un rato e intentó unirse al grupo canino. Entonces sucedió lo inesperado. Un desconocido intentó coger con violencia al callejero. Sus aullidos alertaron a mi hijo. De pronto, Rubén, de un salto, corrió hacia el centro del recinto.
─¡Deja en paz al perro!
─¡Cállate niñato!  Largo de aquí.
Con el jaleo, Miguel levantó la mirada pero no llegó a tiempo. Rubén, lleno de furia, se abalanzó sobre aquel tipo, que desprevenido por la reacción, cayó al suelo.
─¡A este no le vas a matar!
El caos estalló con rapidez. Las personas intentaban sujetar a los perros que habían rodeado al individuo tumbado en el suelo.
─Tranquilo, hijo ─intentó calmarle, Miguel.
─¡Él mató a mi amigo…mató a Chico!
Una llamada en el móvil me alertó de lo ocurrido. Por fin, Rubén había roto su silencio.


Unas horas más tarde volvimos a casa. En la puerta, alguien esperaba.
─Mamá, este es Lanas, ¿puede quedarse con nosotros?
─Claro, hijo. ¿Lanas? Mejor no pregunto…






.

El chico del parque

Por fin, unos días libres. Tres semanas enredado con el dichoso reportaje. He hecho horas extra para aburrir y no voy a cobrar ni la mitad. Al menos me han publicado dos fotos con mi nombre. Es todo un detalle por su parte, la del diario para el que trabajo, me refiero. A menudo tengo que "pelearme" para que lo hagan.
Cuando comencé con la fotografía creí que sería pan comido pero para nada. El hacerse un sitio dentro de este mundillo es de locos. Aunque, a veces, uno tiene suerte y le dan una palmadita en el hombro en forma de premio. Es más importante el reconocimiento de tu trabajo que el importe económico que te dan. El evento lo convocaba Mundo Natura. La verdad es que fue algo inesperado.
Alguien me preguntó como había conseguido la imagen premiada, de pura chiripa le dije. Cuando salgo, por la ciudad o fuera de ella, siempre llevo la cámara conmigo. Nunca se sabe en qué momento podría captar la imagen de mi vida. Y en esta ocasión así fue. En la foto aparece un tipo con escopeta en ristre apuntando a un grupo de excursionistas. La toma se hizo en un parque nacional durante una montería. Por supuesto se publicó en el periódico para el que trabajo.


Hay que ver lo que he cambiado en estos últimos años. Este trabajo es lo que tiene. Hay que tener atrevimiento y una pizca de cara dura. Si me viera mi madre se sentiría orgullosa. Ella siempre decía que mis silencios no me llevarían muy lejos. Pero es que no tenía nada que decir. Prefería irme al parque del Este en mis ratos libres. Me sentaba durante horas, siempre en el mismo banco, a observar lo que ocurría a mi alrededor. Inventaba historias sobre la gente que veía. Mi madre decía que tenía pájaros en la cabeza y no le faltaba razón.


Recuerdo a un hombre, aunque no su cara, con el que coincidí varias veces. Él se sentaba en un banco casi enfrente de mí. Le pillé en varias ocasiones mirándome pero nunca dijo nada. Supongo que también observaba a su alrededor e inventaba historias. A veces tenía la sensación de que quería decirme algo pero nunca lo hizo. Era una situación extraña o al menos eso me parecía. Siempre me iba yo antes que él. Luego dejé de verle, bueno, en realidad, fui yo quien dejó de ir al parque.


Hubo un incendio en el edificio donde vivía. Todos los vecinos consiguieron salir pero mi madre dormía y se intoxicó con el humo. No pudieron salvarla. Si hubiera estado esa tarde con ella, ahora estaría viva. Tras el incendio me fui a vivir con mis padrinos. Eran los únicos familiares. Mi padre nos había abandonado a los pocos meses de nacer yo. Me iba lejos del parque y aquello provocó que mis silencios fueran más largos de lo que era normal en mí.
La fotografía me ayudó en ese sentido. Esos silencios de los que hablaba mi madre se fueron convirtiendo en palabras. Y es que no hay nada como moverte de un lugar a otro y conocer gente para abrirte al mundo. Ahora observo e imagino historias de forma diferente. 
Las fotografías es lo que tienen. Cuentan la historia de un momento concreto en un lugar determinado. Es la historia de una instantánea.



Tanto hablar de fotografía y de imágenes me trae a la memoria una caja que descubrí hace poco en un armario. Al abrirla encontré fotos de cuando vivía en mi antiguo barrio al lado del parque. En algunas estoy con mi madre. Las he mirado y remirado varias veces y no me canso de hacerlo. No sé si serán las fotos o ver a mi madre en ellas lo que me ha hecho pensar en mi niñez. En los ratos en el parque sentado solo en aquel banco. Y ese hombre, enfrente, mirando y con intención de acercarse. Sentí otra vez esa sensación… Creo que ha llegado el momento de volver al barrio. Solo quiero verlo y pasear por él. Mañana mismo me acercaré.
Hoy he estado en el barrio. Llegué a media mañana. No ha cambiado mucho. El edificio donde vivía está reformado pero se parece al antiguo. Han pintado la fachada y arreglado el portal. Cuando pasé por delante, la puerta estaba abierta, como de costumbre, y he echado un vistazo. En ese momento, alguien salía y no quería que sospechara de mí. He seguido hasta el parque. 

Al llegar, busqué mi banco pero me he llevado una sorpresa. No estaba vacío. Había un chaval sentado en él. Me ha dado coraje pero me he conformado y me he sentado enfrente. No hacía más que mirar al muchacho. Había algo en el chico que me resultaba familiar. No sé, algo. Y de pronto he sentido un escalofrío. No podía ser. No, no…eso no puede ocurrir. He cerrado los ojos un momento. No, no…es imposible. Después de unos minutos he podido relajarme un poco. Tenía que hablar con él. No perdía nada, solo que me tomara por loco. Me he levantado con decisión.
− Hola, ¿puedo sentarme?
− Bueno. Hay sitio suficiente.
− Hacía mucho que no venía por aquí.
− Yo, todos los días.
− ¿Tú solo?
− Sí. Me gusta observar a la gente e imaginar historias.
El corazón me latía de forma incontrolada. Tenía que decírselo ya.
− No me he presentado. Mi nombre es….
− No importa. Yo tampoco te he dicho el mío.
− Tienes razón. Y, ¿te importaría decírmelo?
− Daniel.
Cada comentario confirmaba aquello, que ni yo mismo podía creer.
− Vaya, qué casualidad. Nos llamamos igual. Escucha Daniel. Hace un momento has comentado que pasas mucho tiempo en el parque.
− Y, ¿qué pasa por eso?
− No pasa nada, solo que…quizá…haya alguien en casa que le gustaría pasar más tiempo contigo.
− Puede ser. Mi madre dice algunas veces que me quede con ella. Que le cuente esas historias que imagino sobre la gente que observo en el parque. Puede ser…
− Seguro que ella estaría encantada si lo hicieses.
− Lo pensaré. Ahora me tengo que ir.
Me he quedado mirando como desaparecía por el camino. Si se quedara en casa…Si me hubiera quedado yo…
No he podido quitarme de la cabeza el “encuentro” con Daniel. Puede que mañana, al despertar, me de cuenta que todo ha sido un sueño.













Después de una noche inquieta, mientras tomaba un café y repasaba las noticias en el periódico, me ha llamado la atención un titular: Gran incendio en un bloque de casas en el centro de la ciudad. Sentía curiosidad y me he puesto a leer la noticia. Al ver la dirección del bloque incendiado no podía creerlo. Ha sonado el teléfono y he descolgado.
− ¿Quién es?
− ¿Daniel…? Soy mamá.