A lo
largo de la vida necesitamos una pizca de ilusión con un punto de magia. Creer
en algo. Tener sueños y conseguir, algún día, que se hagan realidad. El mío
siempre fue el mismo. Ver lobos en libertad.
Al
cabo de los años, en una reunión de amigos de la universidad, me enteré que algunos
viajarían a Zamora. Habían organizado un avistamiento lobero. Me apunté de
inmediato. Preparé cuatro cosas y lista para la aventura.
El
plan era dormir en pleno monte, en una zona de acampada. Lejos del paso de los
animales y así, no influir en su actividad.
Dejamos
el coche en el pueblo. Y comenzamos la marcha. Antes del ocaso conseguimos
llegar al campamento. Se instaló un teleobjetivo de largo alcance en la zona más
elevada y, a esperar. El silencio era sepulcral. Tan solo roto por algún
susurro cuando veíamos movimientos extraños entre los matorrales. Al anochecer,
creí escuchar aullidos lejanos pero eran más las ganas que otra cosa. Antes del
alba y abrigados hasta las orejas nos preparamos de nuevo. No hubo suerte. Pero
aquella noche, entrada la madrugada, les oímos aullar. Era tan excitante
escuchar sus aullidos que quedaron grabados en mi memoria durante mucho tiempo.
A la
mañana siguiente me cuesta abrir los ojos. Me duele todo el cuerpo. Dormir en
el suelo, a pesar del aislante, es agotador. Me incorporo para desperezarme
poco a poco. Mis ojos, lentos aún, no dan crédito. Estoy sola. Y el resto, ¿han
desaparecido? Si es una broma, maldita la gracia que me hace. Espero un tiempo
pero nadie aparece. Un momento, pienso, este sitio no es el mismo de la
acampada. Ahora tengo una arboleda a un lado y oigo la corriente de un río
cercano. Estoy soñando, me digo.
Veo
que algo se mueve entre los árboles. Un precioso animal asoma su cabeza y me
observa. Su mirada ambarina me deja sin habla, como si de un encantamiento se
tratara. No muevo ni un músculo.
Para
mi asombro, no viene solo. Uno de los adultos, el de menor tamaño, se dirige
hacia mí. Es una hembra. De pronto, se para. Parece esperar una señal o una
llamada… En ese momento, sin saber cómo ni por qué, pronuncio un nombre. Ámbar.
Se acerca con sumo cuidado. Abre la boca y cogiéndome del brazo, tira despacio,
como invitándome a seguirla. Es hora de partir.
A
velocidad de trote lobero llegamos a una cueva que, con toda seguridad, se
trata de su guarida. Desde el exterior no se distingue la entrada pero la
hembra permanece quieta, para señalarme el lugar. Una vez en el interior cada
uno se acomoda en un rincón, excepto el vigía, que se queda en la boca de la
lobera. Me siento al lado de Ámbar. Los lobeznos se entretienen jugando con mi
pulsera de colores. Por fin, cansados, se adormecen entre mis piernas. No hay
apenas claridad dentro pero la suficiente para contemplar embelesada la belleza
de aquellos animales.
Los
días se suceden con rapidez. Durante ese tiempo aprendo qué puesto ocupa cada
individúo en la manada. El macho dominante pone orden al menor problema, sobre
todo a los cachorros, que solo quieren juego y diversión. Más de un mordisco en
las patas se llevan. Pero, Ámbar es toda dulzura. Les lame, les mordisquea los
morritos con suavidad, les permite que suban encima, que jueguen con su cola…
Es
un placer convivir con la manada y aprender con ellos. Ámbar y yo comenzamos a
entendernos a la perfección, con gestos y pequeños gruñidos por su parte y con palabras
cortas por la mía. Y a veces ni eso, sólo basta una mirada y todo cobra sentido.
En
la tarde de mi décimo día con la manada, Ámbar, se acerca a mí. Yo sentada en
el suelo, me quedo quieta. Apoya su cabeza sobre la mía y emite un suave
quejido que me estremece. Es la primera vez que acaricio su pelaje. Esa noche, mi
sueño es inquieto.
Unas
voces me sobresaltaron. Abrí los ojos y me di cuenta que todo había sido un
sueño. Mis amigos recogían el campamento. Yo debía hacerlo también. Entonces me
fijé en la ropa. Los pantalones, la camiseta, las zapatillas…todo parecía
gastado y sucio, como si llevara más de dos días con ella puesta.
Había
salido el sol cuando emprendimos el regreso. Acortamos por una pista forestal
de tierra húmeda y plagada de huellas. Algunos hacían fotos entusiasmados. Sin
embargo, yo volvía cabizbaja con pasos desganados. De pronto, una voz gritó
¡quietos! y nos paramos. No sabía qué ocurría. Alcé la mirada. A unos veinte
metros, una manada de lobos cruzaba la pista. Me asomé emocionada. No podía
apartar la vista. Uno de sus miembros se detuvo y nos miró. Después siguió su
camino. Al llegar al lugar del paso de la manada algo, en el suelo, llamó mi
atención. Sobre una huella de lobo había una pulsera de colores. Me miré la
muñeca. No la tenía. Sonreí emocionada.
Bien, el argumento es bonito. La entrada , la presentacion del relato me gusta.
ResponderEliminarEl resto tambien. Sigue así