Siempre
pensé que ella lo adornó de trama y movió los hilos a conveniencia. Se la veía
suelta en su papel. Lo que me hizo sospechar, después de meses, que no era la
primera vez. Que sus dotes de actriz eran fruto de la experiencia. Parecía norma
para los de su clase. Quizá desde la infancia, les enseñaban a subir cada
peldaño pisando a los de abajo. Al menos, fue la sensación que me dio al oír
los comentarios sobre los suyos. No lo sé. No podría asegurarlo. Pero a este
lado del océano, lo puso en marcha sin remilgos.
Para
mí todo formó parte de un teatro. Una representación a ritmo de drama repleta
de maestría y digna de cualquier diva de la época. Aunque la escena final no
aparecía en el guión.
Todo
comenzó con un equipo de tres miembros, todas mujeres, que duraba ya más de
diez años. Y que a pesar de la distinción de cargo, asumimos un pacto de
convivencia no escrito para que la actividad transcurriera sin problemas. Además
nos debíamos a un público exigente que también agradecía el empeño mostrado por
nuestra parte. Pero llegó un momento en que el trabajo nos superó y tras una
charla con la jefa, contrató más personal.
Otras dos mujeres, una de ellas titulada como yo.
Con
su incorporación, hubo cierto relajo en cada jornada. Lo que antes eran carreras
por atender merecidamente al cliente de turno, se convirtió en una calma sin
demora con algún minuto de descanso.
Aunque
el estado de equilibrio se quebró en cuanto la nueva facultativa desplegó sus
armas de dominio. No lo vi venir. Fue mi compañera de inicio quien me hizo la
reflexión. No te das cuenta que está invadiendo tu terreno ─me dijo una tarde
con gesto de enfado─. Hace unos días le tuve que parar los pies ─continuó─,
porque yo no soy licenciada como vosotras, pero las faltas de respeto no las
aguanto.
Una
alarma se activó en mi cabeza. Y observé en silencio. Así comprobé que todo el
esfuerzo realizado durante años, lo borró de un plumazo una arpía con nombre y
apellidos. Por supuesto bajo el beneplácito de la directora y el apoyo servil de
la otra auxiliar.
La
mecha se prendió. Y la explosión llegó una mañana con un acto de prepotencia
sobre mi antigüedad e incluso la autoridad del negocio. Pero su orgullo quedó
hecho trizas. La batalla por el estrellato comenzó.
Si
yo buscaba algún encargo que me pedían en el momento, no aparecía. Ella, con
descaro, soltaba la puyita con un comentario envenenado. Y ante mis narices,
sonreía con mirada de odio y el cliente, que con paciencia esperaba su producto,
movía la cabeza de un lado a otro al ver mis ojos humedecidos por la situación.
A
pesar de mis quejas y llamadas de atención a la responsable, nada cambió. Todo
eran parabienes con ella por la entrega y la profesionalidad de la que hacía
gala. ¡Qué estupidez, lo que me faltaba por oír! Hasta una sanción me encontré
a la vuelta del verano.
Recuerdo
esa tarde de septiembre. Sentada dentro del coche y con la hoja de castigo en
el asiento de al lado. Apoyé la cabeza en los brazos que rodeaban el volante.
Por un segundo, al juntar mis párpados, imaginé un cartel de grandes
dimensiones encima de la puerta y sujeto a la fachada. En aquel lugar que había
formado parte de mi vida casi dos décadas. Un rótulo, como un anuncio de
tragedia, cuyo título leía con claridad. Vendetta. Pero al levantar la vista solo
apareció, de forma intermitente y con luz verde, una copa con un reptil
enroscado, la fecha y hora y la temperatura ambiente. En aquel momento, la odié.
La decisión comenzó a tomar forma.
Aunque
pasé el trance de la penalización hubo un momento de gloria. Cuando llegó, a
manos de la jefa, una petición por desacuerdo en el trato de los últimos meses.
Su cara lo decía todo. Y yo, por dentro, reía con ganas.
A
mediados de abril y algo más tranquila, entregué mi renuncia. Mi voz permaneció
firme, sin fisuras. No era una rendición. Solo pasar página.
El
último día tuve una sensación agridulce pero sonreí a cada cliente. Tal vez,
por sentirme en poco tiempo fuera de aquella trama de mentiras. A media mañana,
como de costumbre, me tomé mi tentempié. Fui la primera en hacerlo. Me dejaron
a mi aire y sin interrupciones. Era mi momento. Cuando faltaba poco más de una
hora para el cierre, la diva comenzó con mareos. El sudor empapaba su ropa
dejando al descubierto su extrema delgadez. Tenía la cara blanca a juego con la
indumentaria. Sus visitas al baño eran continuas. Incluso hubo un amago de
desmayo. Ante la agitación, la jefa llamó al servicio de urgencias mientras la
auxiliar entusiasta de la enferma, la vigilaba de cerca. Yo seguía los
movimientos de las tres sin inmutarme. Miré el reloj. Faltaba un minuto para la
salida. Me acerqué a la puerta y bajé la persiana hasta la mitad. Recogí sin
prisa mis pertenencias. Al salir, cubrí mis ojos con las gafas de sol y con
paso firme me alejé de aquel escenario.