jueves, 14 de mayo de 2015

Yo también me lo pregunto a veces

Quisiera tener una respuesta. Una real, la que se ajuste a la verdad. Y no la que sueltas a alguien que la hace sin interés, para salir del paso. Y respondes de igual forma. Pero insisten y vuelven a la carga y me oigo decir, escribo porque sí. Aunque, de vez en cuando, das con personas que entienden el porqué. Quizá ellas comparten la misma afición o saben que disfrutas haciéndolo.

Siempre me ha encantando leer. Recuerdo uno de mis primeros libros. Las aventuras de Pipi Calzaslargas. Una niña con una imaginación desbordante que vivía con su caballo de lunares y su mono tití. Hacía cosas un tanto peculiares pero muy divertidas. Aún lo conservo.
Luego llegó la adolescencia y con ella la revolución. La mejor herramienta que tenía a mano era la escritura. Escribir todo. Ideas, pensamientos, desacuerdos, inconformismos, cambios de ánimo, todo. No eran historias pero podrían haber formado parte de una. No lo guardé y se perdieron en el tiempo. Sólo quedaron algunas. Las reunidas en un diario  que guardaba bajo siete llaves y creía a salvo de miradas indiscretas. Y me equivoqué.


Después la vida se complica. Estudios, familia, trabajo… y la escritura se quedó en segundo plano. No me olvidaba pero las horas del día se agotaban y ahí estaba, en espera.
Tuve momentos en que acudí a ella. Esos necesarios para liberarme de la monotonía diaria. Aquellos en los que hablar no solucionaba y pensar menos todavía. Y escribía. En hojas en blanco, en una libreta, en un trozo de papel o en la pared si hubiera sido preciso. Pero no me decidía a crear algo serio. Con personajes, escenarios y conflictos. Me sentía incapaz de narrar una historia, un cuento o un relato. Me engañaba con disculpas del estilo… es difícil o no tengo tiempo.

Y los días se convirtieron en meses e incluso años. Y al fin llegó el momento. El mío. Ese en que me olvidé de excusas absurdas y me senté frente a una pantalla blanca de ordenador y comencé a escribir. Me asustaba, no lo voy a negar, pero fui a por todas. Sin saber pero con imaginación y un firme propósito, llegar hasta el final. Y salió un cuento. Uno de buenos y malos. Me veía narrándolo delante de un grupo de críos de corta edad, con gestos de manos y pies y voces diferentes para cada personaje. Me divertí tanto que quise más. Pero antes debía aprender, al menos lo básico. La búsqueda no fue fácil. Hasta que un día vi  algo que me llamó la atención. Era más de lo que esperaba pero me atreví y en ello sigo. Casi al final pero encantada. Ahora no puedo parar.

Si alguien me preguntara en este instante, ¿por qué escribo? Tengo la respuesta real, la de verdad. Escribo porque tengo historias que contar y quiero hacerlo. Porque lo llevo dentro y forma parte de mí. Y seguir es la única opción que necesito.

lunes, 11 de mayo de 2015

Gas

El día de su nacimiento no hubo fiesta ni fanfarria. Tampoco enhorabuenas ni bienvenidas. No hubo saludos ni abrazos. El día que nació Gas fue como otro cualquiera. Uno más en el calendario. Tan sólo su paso por la sala de montaje, la de pruebas y el transporte al salón de exposición. Sin más.


Comenzó a deslizar las ruedas con suavidad por el suelo. Parecía practicar el derrape en pista. Su faro con una intermitencia de apagado y encendido, igual que un parpadeo con ritmo. Los espejos retrovisores iniciaron un juego semejante al escondite. Ahora me veo ahora no, ahora de frente ahora de lado. El depósito emitió un sonido de desagüe vacío, un glu glu glu de lástima. Dio un leve salto.
─¡Quieres dejar de hacer el chorra! Me ponen de las bujías estas novatas…
Gas notó una vibración molesta. Cesó su movimiento y permaneció quieta.
El aburrimiento se instaló en la sala. El vendedor, miró el reloj. Hora de cerrar, dijo con indiferencia. Apagó las luces y se marchó.
─¡Por fin! Creía que no se iría ¿Y tú de qué vas, novata?
Gas giró su faro sorprendida.
─¿Me ruges a mí?
─No, a la CBR del fondo, no te gripa ésta. Pero, ¿a ti te han instalado circuitos normales?
─Siempre tan amable. Eres única para animar a las nuevas.
─No te metas en esta vuelta que no tienes invitación. Más te valdría ponerte un carenado y no enseñar los interiores por ahí.
Naked dejó de rugir y se desconectó. 
─¡Te has pasado tres curvas, Crossrunner!
─¿Qué yo me he pasado? Y esta máquina tonta ¿qué?
Gas empezaba a notar chispas en sus circuitos.
─No sé qué clase de aceite usas pero, yo que tú, cambiaría de marca.
Las bujías de Crossover empezaron a chisporrotear.
─¡Vale ya de rugidos y acelerones! Motores desconectados en tres, dos, uno.
El salón se quedó en calma. Sólo se oía un leve rugido acompasado de CBR.


A la mañana siguiente, el traqueteo de la persiana al subir, sacó a las máquinas de su modo en espera. Ninguna se accionó. Se abrió la puerta. Una joven, de gesto amable, miró a su alrededor.
─¿En qué puedo atenderla, señorita?
─Busco un regalo para…alguien especial.
Los retrovisores se volvieron hacia la muchacha. La agitación de faros no se hizo esperar. Todos, al unísono, seguían los pasos de la chica como si de un baile lento se tratara.
─¡Vaya, me encanta ésta! Sobre todo el color. ¡Va a alucinar cuando la vea!
Gas no se atrevió a mover ni un engranaje. Tenía el motor a punto de estallar. La bobina empezaba a calentarse. Pero no había llegado el momento.
El encuentro con su futuro compañero de ruta estuvo lleno de saludos y felicitaciones. Sólo para él. Sin duda, ella era una máquina, nada más. De pronto giró sus espejos hacia el interior. Sus ruedas comenzaron a dar vueltas como un carrusel. El motor de arranque emitió un carraspeo entrecortado hasta que, al fin, arrancó. Unos cuantos acelerones con petardeo incluido fue su final de obra. Varios pares de ojos la miraron con asombro.
─¡La leche, tío, qué flipe! Vamos cuenta, ¿cómo lo has hecho?
─Sé lo mismo que tú. Quizá ella tenga más información.
Todas las miradas se dirigieron a la muchacha. Ella recorrió su boca con dos dedos en un ademán de silencio. Sonrió al recordar la conversación con el vendedor.
─Buena elección señorita. Es una máquina singular. Su creador ha empleado la tecnología más avanzada y novedosa del mercado. 
─Entonces, ¿será cara?
─No se preocupe por el precio. Aunque le parezca extraño no es importante para mí. Aquí sólo vendemos sensaciones. Es lo principal.
En ese momento, el último comentario la sorprendió. Ahora tenía sentido. Volvió a sonreír.


Aquel comportamiento autómata de Gas con el joven se transformó en poco tiempo en una comunicación de dos a dos. Si le quitaba el polvo del carenado daba ligeros botes contra el suelo. Al probar el funcionamiento de las luces, Gas, lanzaba varias ráfagas hacia él. El cambio de aceite, la revisión de bujías, motor, frenos, ruedas…se convertía en una efusión de rugidos y deslizamientos que activaba el ánimo del chico.  
─Eres grande, compañera ─le decía con golpecitos en el asiento.
Pero una tarde, de gafas de sol y ropa ligera, se convirtió en un afán por salir del atolladero. Decidió salir a rutear con Gas. Unas curvas por la carretera de la costa, pasar la tarde en compañía. Después de un tiempo de diversión, algo ocurrió. Gas notó un temblor raro en el manillar. La curva se aproximaba y los metros avanzaban a velocidad de vértigo. No había cambio de postura, ni movimientos en manos y pies. El punto de no retorno lo tenían a dos ruedas. No podía esperar más. Tomó el mando. Entró en la curva sin tiempo de frenada. La rueda posterior derrapó sin control invadiendo el arcén. La gravilla saltaba en todas direcciones como un abanico de fuegos artificiales. Las sacudidas bruscas lanzaban, de un lado a otro, a su compañero. El acantilado, a escasos centímetros de las ruedas, parecía invitarles a un salto mortal. Por fin consiguió algo de tracción y pudo enderezarse. El corazón del joven latía desbocado como el motor pasado de vueltas de Gas. Aminoraron la marcha y pararon en el mirador. Él bajó y se sentó junto a su máquina. Ella quieta, a su lado.
─Hemos estado cerca, ¿verdad?
Gas lanzó destellos desde su faro. En ese instante, el mar se tragó al sol.
Pasó una semana desde el percance. El abandono por parte de ella era evidente. Sus retrovisores hacia abajo, las ruedas inmóviles y con perdida de presión, su faro empolvado y sin brillo, su motor en silencio.
En la tarde del octavo día, unos pasos amigos se acercaban a la posición de Gas.
─¿Me has echado de menos? ─le preguntó con su saludo especial sobre el asiento.
Giró los espejos hacia él. En su faro apareció un tenue resplandor.
─No tenemos buen día, por lo que veo. ¿Damos una vuelta por la playa?

Fueron hasta el faro, junto al rompeolas. La tarde no invitaba a pasear. Él permaneció en el asiento.
─No podemos seguir rodando juntos. Lo del otro día es serio. Sé que de alguna forma, desconocida para mí, me entiendes.
Gas giró los retrovisores hacia él. Los espejos quedaron empañados al momento.
─He hablado con un amigo. Le gustaría ser tu nuevo compañero. Tú decides.
Unas gotas de condensación resbalaron por los cristales en caída libre hasta el suelo. Gas no mostraba síntomas de actividad.
─¡Maldita sea! No debes rendirte. A ti te han creado para dar gas.
Aquel nombre fue pura magia para sus circuitos. Sacudió la humedad con giros rápidos. Su faro lucía con intensidad, parecía competir con el situado a pocos metros. Después de una semana sin hacerlo Gas volvió a elevar sus retrovisores hacia el horizonte.

sábado, 2 de mayo de 2015

Destino en blanco

Elia apaga el despertador de un manotazo. Busca con impaciencia las zapatillas lanzadas, la noche anterior, a cualquier rincón del cuarto. Arruga la nariz y baja las cejas. Su trabajo le parece una pesadez. La compañera dice que es solo un trabajo. Pero ella quiere emoción. Que la vida tenga una pizca de aventura con sorpresas y misterio. Y no limpiar y colocar libros en una estantería. Historias apiladas, cubiertas de polvo. Niega con la cabeza al pensar en ello.
Llega temprano. Abre con cuidado la puerta de la sala trece. Quizá haya algún cambio desde ayer, dice en voz baja. Los libros siguen en la vieja mesa de castaño en modo de espera. Comienza la tarea. Sitúa la escalerilla en el lugar adecuado y coge un grupo de tres. Los desempolva con esmero y sujeta, con una mano, avanza por los peldaños. Tras colocarlos en su sitio le parece escuchar algo. Parece una llamada. Se para y observa la mesa con atención.  Se lleva las manos a la cabeza con un ademán de asombro.

Sube la escalera de nuevo. Oye un crujido. El peldaño de apoyo se rompe. Los libros vuelan como las mazas de una gimnasta rítmica. Uno cae en la mesa abierto por la página cincuenta y nueve. Se sienta y empieza a leer “…la mujer consigue rescatar los archivos a tiempo. Sabe que la persiguen pero está preparada”. Pasa con prisa la hoja. En el medio de la página, solo aparece una línea escrita, ¿Elia, estás preparada? Un susurro de palabras la envuelve como si de un hechizo se tratara. Lee de nuevo. Al fin contesta, sí.
Elia espera paciente al sicario. Al verle, acelera su vehículo y le lanza contra la acera. No mira atrás. Sonríe con picardía. La aventura comienza. 

Viajera

Aquella mañana al entrar en el café, Javier se fijó en la mujer sentada al fondo. Sola y sin nada en la mesa. El camarero no pudo darle referencias. Era la primera vez que la veía. Su aspecto parecía de una dama, con ademanes de evidente sutileza. Su traje oscuro, casi negro, realzaba la albura de su piel. Su mirada rozaba la perfección. Quizá fuera quien sosegara sus desvelos, pensó él.
Durante unos instantes, que le parecieron horas, dudó en acercarse y hablar con ella.
¿Y si espera a alguien? Tal vez me ignore. ¿Y si se marcha?, se preguntaba en un susurro delante de su taza ya vacía.


Sus pasos de titubeo, como si de una danza exótica se tratara, le llevaron hasta la mesa de la desconocida. Ella no se sorprendió. Mostró una sonrisa que cautivó de inmediato el corazón de Javier.
La conversación sin prisa de la forastera contrastaba con el torbellino de palabras sin control de él. Después de la agitación inicial le propuso cenar juntos. Ella aceptó con una condición: la velada transcurriría en su casa. Sería la anfitriona. A Javier, no le importó. Se despidieron él, con un “hasta las nueve”,  ella, con un gesto de asentimiento.
A la hora convenida llamó a la puerta. Tras ella apareció su dama con vestido negro hasta los tobillos salpicado de madreperla. Parecía un cielo nocturno durante el estío. Con su sonrisa de hechizo le indicó que pasara.
Mientras cenaban, el pecho de Javier era un polvorín a punto de explotar. Con el postre, corazón de chocolate con crema de frambuesa, comenzó a sentirse relajado. La última cucharada le dejó tranquilo, casi adormecido.
─Vine a buscarte ─le dijo ella.
─Lo sé ─respondió él.
Aquella noche, le encontraron sentado en el sillón con una leve sonrisa.