lunes, 26 de diciembre de 2016

Extraña

Sara mira el reloj, un minuto para las nueve. El altavoz anuncia el último aviso para la salida. Corre por el andén de la estación norte, salva los escalones de entrada al vagón y se para un instante para tomar aliento. Avanza por el pasillo, en busca del compartimento que aparece en su billete. Espero estar sola, murmura al abrir la puerta. No hay nadie. Sonríe. Sube la maleta al estante para el equipaje y se acomoda en el asiento, junto a la ventanilla. El tren inicia el viaje dejando atrás los edificios, la gente, los atascos y el ruido. Junta los párpados y se sumerge en un duermevela con el ritmo del tren.
Siente una presencia cerca de ella. Abre los ojos y encoge las piernas en un sobresalto. Mira de reojo la puerta, el pasador sigue echado. Con una mueca de asombro, observa a una mujer entrada en la cincuentena, que intenta subir una bolsa al estante. En su cabeza luce un pañuelo oscuro anudado en la nuca  que resalta la palidez de su rostro.
─Deje que la ayude ─apenas levanta el bulto del suelo─, pero ¿qué lleva aquí?
─Los recuerdos de toda mi vida ─responde mientras se instala frente a la joven.
La muchacha enarca las cejas. Tras varios intentos, deja la bolsa bajo el asiento. Las dos mujeres se mantienen en silencio. El ambiente se ha vuelto gélido de improviso. Sara se  estremece. Alarga la mano hasta su chaqueta y se cubre los hombros.
─Estoy helada, ¿no tiene frío?
─Tal vez deberías ponértela ─aconseja a la joven─, claro que depende dónde te bajes...


─Voy a un pueblo cerca del mar ─se gira hacia el cristal─. No me gusta vivir en medio de la nada.
─Te entiendo ─asiente la mujer─. Yo también viví en una ciudad, en pleno centro. Siempre había gente, incluso de noche ─su voz es casi un susurro─. Pero al faltar mis padres, me mudé a la casa familiar, a las afueras de un pueblo. Al principio cuesta pero después de un tiempo, te acostumbras.
─No sé, no creo que me adapte…
─Entonces, ¿por qué vas?  ─interrumpe la mujer.
La joven se pone la chaqueta, abrocha los botones y sube el cuello. Se acurruca en el asiento y cruza los brazos. Se toma un respiro.


─Trabajé en un centro ─comienza a relatar─, con niños en situación de abandono. Era complicado ganarme su confianza pero cuando lo lograba, sus sonrisas lo decían todo ─hace una pausa─. Había un niño, Samy, que no mostraba ninguna reacción, ni afectiva ni sensorial. Recuerdo aquellos ojos…
─Como ausentes ─añade la mujer.
─Sí, eso es ─contesta con sorpresa─, ligeramente desviados hacia arriba. Parecía vivir en su mundo, lejos de la realidad. Sin pronunciar una palabra. Cuando se excitaba, movía las manos con un aleteo continuo y, si algo le enfadaba, los gritos se oían por todo el centro ─la desconocida escucha con interés─. Aquel comportamiento no encajaba con su situación y quise averiguar el porqué.
─Y lo conseguiste ─apremia a la joven como con prisa. Esta, la mira con una mueca de fastidio.
─Consulté con varios colegas de profesión, sin resultado ─la joven no se da por aludida─. Pero di con el hilo del que tirar, como una inspiración que acudió a mi mente de pronto. Y tuve una idea para confirmarlo. Al día siguiente, me presenté con dos puzzles. Lo acompañé a la sala de reuniones, los dejé sobre la mesa y esperé. Se sentó y  cogió el de mayor dificultad. Movió la cabeza hacia la tapa un instante y con todas las piezas extendidas, comenzó a encajarlas. Había conseguido llamar su atención. Fue nuestro primer contacto ─Sara hace un alto─. Después de aquello, comprendí que su dificultad residía en las relaciones con su entorno pero en creatividad estaba muy por encima de su edad. Era como tener un genio de siete años al lado.
─¿Qué era lo que más le gustaba?
─Dibujar.Todo lo que llamaba su atención, ya fueran personas o escenas del día a día ─ levanta la vista, se muerde el labio inferior y se toca la frente con las manos─ ¡Era increíble, como si enviara un mensaje con cada dibujo! ─Sara respira profundamente, parece agotada. Se pasa la lengua por los labios, una y otra vez. Se levanta y da unos pasos hacia la puerta─. Tengo sed, ¿quiere algo? ─pero no hay respuesta.
Cuando la joven regresa con un botellín de agua en las manos, se sorprende. Asoma la cabeza al pasillo y echa un vistazo.
─¿Buscas a alguien? ─la voz a su espalda sobresalta a la muchacha que se desploma de golpe en el asiento. La mujer reanuda la conversación─. No me has contestado a la pregunta.
─Confío que este tren, me lleve al cambio que busco en mi vida ─su tono suena sincero.
─¿A qué te refieres?
─Bueno, hablar del pasado, aunque sea con una extraña ─levanta las comisuras de los labios─, me ha hecho reflexionar. Lo que importa son ellos, los niños. A lo demás, ya me acostumbraré.
─Por cierto, ¿qué pasó con el niño?
─Lo adoptaron ─contrae el gesto─. Aquello me afectó. No fui la misma desde entonces, me vine abajo. Presenté mi dimisión. Quiero comenzar de nuevo, aunque sea en un pueblo.
─¿ Te planteaste la adopción?
La pregunta queda en el aire. El altavoz anuncia el destino de Sara. Recoge la maleta y se prepara para salir.
─¿Usted no se baja?
─Me queda mucho camino por recorrer ─la respuesta desconcierta a la joven pero no se entretiene.
─Espero que tenga buen viaje, allí dónde vaya.
─Suerte en tu cambio de vida, Sara.
La muchacha levanta la mano a modo de despedida y desciende del tren. Con la chaqueta en el brazo, camina hacia la salida. De pronto, se para. Se da la vuelta hacia la ventanilla. Pero detrás del cristal no hay nadie.
Un toque en el hombro la devuelve a la realidad. Un hombre de pelo cano la mira con cierto descaro. Viste un traje negro con la corbata del mismo color.
─Señorita Sara, sígame, por favor ─dice cogiendo la maleta─. Tengo el coche ahí mismo.
─¿Nos hemos visto antes?
─En persona no, señorita, pero es como si la conociera.


La joven prefiere el silencio durante el trayecto. Se limita a contemplar el paisaje. Se desvían de la carretera principal y toman un camino a la derecha que discurre entre una arboleda. Después de un recodo, el bosque deja al descubierto una llanura con varias edificaciones. La mayor, un caserón del siglo pasado y típico de la zona, ocupa el centro de la explanada. En un lateral, hay una losa de piedra a modo de cartel, con una inscripción: La Casona. Debajo, grabados en un tono oscuro, las figuras de unos niños jugando.
El chofer acompaña a Sara hasta un saloncito. Hay dos sillones orejeros frente a una chimenea. En la repisa, descansan varias fotografías. La joven echa un vistazo a las instantáneas. Coge una de un grupo y la mira de cerca.
─Disculpe, ¿quién es ella?
El hombre busca unas gafas en el bolsillo interior de la chaqueta. Sigue con la mirada el dedo de Sara.
─Es la señora con los niños de la casa ─responde con la voz entrecortada─. Siempre rodeada de críos y ahora…─no acaba la frase. Saca un pañuelo y se limpia por debajo de las lentes─. Si no me necesita, voy a informar a don Javier que ya ha llegado. Me alegro que esté aquí, señorita Sara.
La joven se deja caer en el sillón con la foto en el regazo. Mueve su cabeza de un lado a otro sin apartar la vista de la mujer. Oye pasos que se acercan.
─Sara, celebro conocerte en persona ─un hombre de unos cuarenta años, vestido con vaqueros oscuros y chaqueta de punto, extiende la mano hacia la joven─. Soy Javier, el administrador ─se fija en el portarretrato─, ya veo que te has enterado.
─¿Cuándo ha muerto?
─Esta mañana ─aclara con gesto serio─. Ya no tenía el mismo ánimo, ni se levantaba de la cama. Y hoy, cuando he subido poco después de las nueve, me he dado cuenta enseguida. Todavía estaba caliente ─calla un momento─. Tengo que ausentarme unas horas pero volveré antes que los niños regresen del colegio. He pensado que siguieran con su rutina ─aclara─. Aunque habrá que decírselo y espero que me ayudes.
─Por supuesto, cuenta con ello.
─La vamos a echar de menos ─se levanta pero al llegar a la puerta, se vuelve─. Me olvidaba, hay una sala de juegos en la primera planta. Creo que te gustará. Fue su última creación ─sonríe antes de salir.
¿Qué más sorpresas me tienes preparadas? ─pregunta la joven antes de colocar la foto en su sitio.


Sube la escalera con calma, sus piernas acumulan el cansancio del viaje. De pronto, se detiene. Baja un par de escalones y mira la pared. Allí colgado, hay una decena de dibujos de un rostro detrás de un cristal enmarcado. Es el mismo que refleja el espejo al mirarse en él. ¡No puede ser! ─siente el corazón a punto de explotar. Llega hasta el pasillo. Busca la sala de juegos. Y entonces lo ve. Se acerca a una mesa, en el fondo de la habitación.
─Ya veo que sigues haciendo puzzles.
El niño levanta la cabeza, con su mirada de costumbre. Camina hacia Sara pero esta vez, toca ligeramente su mano.
─Yo también me alegro de verte, pequeñajo. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

Azar






Siempre recordaré la primera vez que nos vimos. Fue un tres de abril de hace ya casi dos años. Buscaba las llaves para entrar en casa. La sesión de aquella mañana me había dejado sin fuerzas y apenas mantenía los pies pegados al suelo. Solo quería descansar, sin ruidos ni luz. Y dormir. De pronto, noté un movimiento y al bajar la cabeza, vi una bola de pelo negra con dos manchas verdes que me hablaban con la mirada. Empujé la puerta y te colaste dentro con descaro. Por fin, al llegar hasta el sofá, me desplomé. Cerré unos minutos los ojos y sin pedir permiso, te enroscaste en mi regazo. Fue como enviar un mensaje sin palabras ni voz. Tan solo un gesto. Y desde ese momento, mi vida giró en torno a ti.
Cada día que paso contigo es un regalo de tiempo. Y sonrío cuando me despiertas con  tirones suaves del pelo o me besas con tu lengua rasposilla en el oído. Y esa naricilla húmeda que busca aromas de identidad en mi cuello, como si tratases de confirmar que yo, soy yo. Y me adormeces con tu ronroneo al verme encogida y con desgana por esta maldita enfermedad.
Ya no tengo miedo ni pienso en mañana. Porque la suerte, buena o mala, no depende de un color, sino de la actitud con la que afrontas la vida. Y tú, te has convertido en pieza clave para superar la mía. 

lunes, 17 de octubre de 2016

Tres de marzo

Amelia no sale con frecuencia y menos, los domingos. Además es su vigésimo quinto cumpleaños, una causa añadida para quedarse en casa. Ella no sabe que es soplar las velas en una tarta o que le canten el cumpleaños feliz. Tampoco lo echa de menos. Aunque no le gustan los aniversarios de su nacimiento, en los últimos años algo ha cambiado.


Al parecer, y según su madre, ha ocurrido siempre. Así se lo contaba una tarde de visita, sentadas en la cocina con un café entre las manos.
─Papá subió contigo. Teníais una rutina acordada. Antes de dormirte, te preguntaba: juego o cuento. Y tú elegías ─apuntó con el dedo a la joven─. Desde la cocina, oí vuestras risas mientras recogía los platos de la cena. Después me gustaba quedarme un rato a solas. Era mi momento de tranquilidad. Aquella noche, me entretuve más de la cuenta y el cansancio me obligó a cambiar de planes. Cuando subía la escalera, dieron las doce. La primera en felicitarte, pensé. Me asomé a tu cuarto. Casi de puntillas, te besé. Cumplías un añito. Me pareció que sonreías entre sueños. ¡Cómo me gustaba mirarte! Dejé la lámpara encendida, como de costumbre, y entorné la puerta. Al entrar en el mío, tu padre gruñía como un oso ─bromeó─, me deslicé entre las sábanas con cuidado para no despertarlo. Ni cinco minutos tardé en dormirme ─dio un sorbo de la taza─. Al cabo de unas horas, un alarido me sobresaltó. Al principio no sabía qué pasaba pero pensé en ti. A oscuras y sin zapatillas, corrí hacia la cuna y al verte, grité yo también. Estabas de pie, agitando los brazos hacia la ventana y sin barra de protección ─Amelia levantó las cejas─. Te cogí al vuelo. Después de retorcerte entre mis brazos, conseguí calmarte.  

─Pero ocurrió más veces, ¿verdad, mamá?
─Cada tres de marzo ─confirmó la madre─. Nunca se repetían. Que si una calentura, escondidas bajo tu cama o te encogías en un rincón de tu cuarto durante horas. Sin moverte.
─A veces, me vienen imágenes como fogonazos de un flash. Hay una habitación llena de juegos ─titubeó Amelia─ y oigo la voz de una mujer. No quiero estar allí.
─Tu padre se empeñó ─miró hacia la ventana─. Esa mujer fue la única que mostró interés. Aunque el resultado fue el mismo. Tenías curiosidad ─se giró hacia Amelia─, siempre con preguntas pero cada aniversario, todo cambiaba.
─¿Por qué nunca hemos tenido esta conversación?
─Lo intenté, Meli, pero rehuías el tema ─observó la taza vacía─. Corrías a tu habitación y cerrabas la puerta. Simplemente, me rendí.
Mientras Amelia se removía en la silla, la madre guardó silencio.
─Y encontré la manera de expresarme…─susurró en tono de disculpa─. No sé, mamá, es algo que está aquí ─señaló su frente─ y dirige mi mano.  
─Desde niña, el dibujo ha sido tu pasión ─aseguró la mujer─ pero en tus cumpleaños, lo hacías con tanto detalle que nos sorprendías ─la muchacha sonrió─. Meli, cariño, siempre podrás contar con nosotros ─la madre cogió las manos de su hija─. Nunca te ocultamos nada, lo sabes ─la joven asintió con un gesto.


Amelia mira el reloj. Cinco minutos para las nueve. Es temprano para el segundo café, murmura frente al ordenador. Busca las noticias de la mañana. Un titular llama su atención: La directora de cine, Lucía del Río, busca exteriores para su nueva película. Es su preferida. Comienza a leer. Desvía la mirada hacia la imagen que acompaña la noticia. Un edificio de una altura que ocupa la parte posterior de la foto. En su fachada, cuatro balcones en forma de mirador. A un lado y en primer plano, una escultura. Corre hasta su cuarto. Abre un cajón y saca un bloc de dibujo. Pasa las hojas con nerviosismo y en la penúltima, lo ve. Regresa con prisa hasta el portátil. Sitúa el dibujo cerca de la pantalla y sonríe. Coinciden a la perfección.
Se levanta. Mientras se mueve de un lado a otro, intenta aliviar con sus manos las punzadas en el pecho. Piensa, Amelia, piensa. Su voz suena insegura.
Hoy es tres de marzo y la costumbre del pasado es quedarse. Pero una voz interna le dice lo contrario. Revisa el texto. Por fin, encuentra la ubicación de la imagen. Mete algo de ropa y su cuaderno de dibujo en una bolsa de viaje. Y sin mirar atrás, sale por la puerta.
Conduce un par de horas hasta su destino. Es un pueblo típico de la zona, de calles estrechas y algunas de ellas empedradas. Deja el coche en la entrada. Prefiere pasear. Llega a una chopera y sus latidos aumentan de ritmo. Hay un camino que la bordea y se aleja del pueblo. Estoy cerca, se anima. Tras un recodo, pasada la arboleda, aparece un caserón. Amelia se para. Con su bloc en la mano, comprueba su último dibujo. Está todo. Las vigas en la fachada, el jardín de acceso, los detalles de la puerta de la casa e incluso, el castaño y las lavandas en la entrada. Escucha el arrullo de un riachuelo cercano. El mismo que sintió al dibujarlo. Sus ojos se humedecen. Quizá hoy acaben los episodios que tanta incertidumbre le causaron durante años. Puede que por primera vez celebre un aniversario.
Se acerca a la entrada. Golpea tres veces un llamador sujeto a la altura de los ojos. La puerta se abre. Amelia no puede apartar la vista. Es como ver su rostro en un espejo. No hay palabras. Las miradas lo dicen todo. Las dos mujeres entran en la casa.
Justo en el umbral, Amelia se gira hacia atrás y cierra la puerta.

martes, 9 de agosto de 2016

Último acto

Siempre pensé que ella lo adornó de trama y movió los hilos a conveniencia. Se la veía suelta en su papel. Lo que me hizo sospechar, después de meses, que no era la primera vez. Que sus dotes de actriz eran fruto de la experiencia. Parecía norma para los de su clase. Quizá desde la infancia, les enseñaban a subir cada peldaño pisando a los de abajo. Al menos, fue la sensación que me dio al oír los comentarios sobre los suyos. No lo sé. No podría asegurarlo. Pero a este lado del océano, lo puso en marcha sin remilgos.


Para mí todo formó parte de un teatro. Una representación a ritmo de drama repleta de maestría y digna de cualquier diva de la época. Aunque la escena final no aparecía en el guión.
Todo comenzó con un equipo de tres miembros, todas mujeres, que duraba ya más de diez años. Y que a pesar de la distinción de cargo, asumimos un pacto de convivencia no escrito para que la actividad transcurriera sin problemas. Además nos debíamos a un público exigente que también agradecía el empeño mostrado por nuestra parte. Pero llegó un momento en que el trabajo nos superó y tras una charla con la jefa, contrató  más personal. Otras dos mujeres, una de ellas titulada como yo.
Con su incorporación, hubo cierto relajo en cada jornada. Lo que antes eran carreras por atender merecidamente al cliente de turno, se convirtió en una calma sin demora con algún minuto de descanso.
Aunque el estado de equilibrio se quebró en cuanto la nueva facultativa desplegó sus armas de dominio. No lo vi venir. Fue mi compañera de inicio quien me hizo la reflexión. No te das cuenta que está invadiendo tu terreno ─me dijo una tarde con gesto de enfado─. Hace unos días le tuve que parar los pies ─continuó─, porque yo no soy licenciada como vosotras, pero las faltas de respeto no las aguanto.
Una alarma se activó en mi cabeza. Y observé en silencio. Así comprobé que todo el esfuerzo realizado durante años, lo borró de un plumazo una arpía con nombre y apellidos. Por supuesto bajo el beneplácito de la directora y el apoyo servil de la otra auxiliar.
La mecha se prendió. Y la explosión llegó una mañana con un acto de prepotencia sobre mi antigüedad e incluso la autoridad del negocio. Pero su orgullo quedó hecho trizas. La batalla por el estrellato comenzó.
Si yo buscaba algún encargo que me pedían en el momento, no aparecía. Ella, con descaro, soltaba la puyita con un comentario envenenado. Y ante mis narices, sonreía con mirada de odio y el cliente, que con paciencia esperaba su producto, movía la cabeza de un lado a otro al ver mis ojos humedecidos por la situación.
A pesar de mis quejas y llamadas de atención a la responsable, nada cambió. Todo eran parabienes con ella por la entrega y la profesionalidad de la que hacía gala. ¡Qué estupidez, lo que me faltaba por oír! Hasta una sanción me encontré a la vuelta del verano.
Recuerdo esa tarde de septiembre. Sentada dentro del coche y con la hoja de castigo en el asiento de al lado. Apoyé la cabeza en los brazos que rodeaban el volante. Por un segundo, al juntar mis párpados, imaginé un cartel de grandes dimensiones encima de la puerta y sujeto a la fachada. En aquel lugar que había formado parte de mi vida casi dos décadas. Un rótulo, como un anuncio de tragedia, cuyo título leía con claridad. Vendetta. Pero al levantar la vista solo apareció, de forma intermitente y con luz verde, una copa con un reptil enroscado, la fecha y hora y la temperatura ambiente. En aquel momento, la odié. La decisión comenzó a tomar forma.


Aunque pasé el trance de la penalización hubo un momento de gloria. Cuando llegó, a manos de la jefa, una petición por desacuerdo en el trato de los últimos meses. Su cara lo decía todo. Y yo, por dentro, reía con ganas.   
A mediados de abril y algo más tranquila, entregué mi renuncia. Mi voz permaneció firme, sin fisuras. No era una rendición. Solo pasar página.
El último día tuve una sensación agridulce pero sonreí a cada cliente. Tal vez, por sentirme en poco tiempo fuera de aquella trama de mentiras. A media mañana, como de costumbre, me tomé mi tentempié. Fui la primera en hacerlo. Me dejaron a mi aire y sin interrupciones. Era mi momento. Cuando faltaba poco más de una hora para el cierre, la diva comenzó con mareos. El sudor empapaba su ropa dejando al descubierto su extrema delgadez. Tenía la cara blanca a juego con la indumentaria. Sus visitas al baño eran continuas. Incluso hubo un amago de desmayo. Ante la agitación, la jefa llamó al servicio de urgencias mientras la auxiliar entusiasta de la enferma, la vigilaba de cerca. Yo seguía los movimientos de las tres sin inmutarme. Miré el reloj. Faltaba un minuto para la salida. Me acerqué a la puerta y bajé la persiana hasta la mitad. Recogí sin prisa mis pertenencias. Al salir, cubrí mis ojos con las gafas de sol y con paso firme me alejé de aquel escenario. 

jueves, 19 de mayo de 2016

Rehenes

Elia espera con impaciencia que los hombres acaben los preparativos. Son su única compañía. Alza la vista. Unos nubarrones amenazan lluvia. Se sube el cuello de la gabardina e introduce las manos en los bolsillos. Sobre su melena castaña, un sombrero para el agua. Los pies pegados al suelo y cerca de la abertura en la tierra. Su gesto de fastidio es evidente. Uno de los hombres la mira y Elia, con una inclinación leve de cabeza, da su consentimiento.
Mientras los operarios cubren la tapa de madera, observa dos rosas rojas que mantiene a su lado. Las huele y sonríe. Junta sus párpados unos minutos y al separarlos de nuevo, ya no hay rastro del hueco. En su lugar aparece una placa de metal con un nombre y dos fechas. Ni frases ni recuerdos.
Gracias por todo ─dice Elia a los hombres sin apenas levantar los ojos.
Se dirige a la vía principal con prisa. En una de sus manos lleva las flores que sujeta contra su pecho. De pronto, se detiene. Echa un vistazo a su alrededor. Parece buscar una ubicación cercana. Aunque han pasado varios años desde la última visita, los recuerdos siguen vivos en ella. Desvía los ojos hacia su mano.


Nunca olvidará cuando cumplió los diez. Aquel día no hubo fiesta ni juegos. Tampoco tarta con velas. Y como regalo, solo una ausencia.
Por fin, gira a la izquierda. Camina con paso firme. A pocos metros, aparece un banco de madera desgastada por el uso y el paso del tiempo. Toma la calle de enfrente y en la tercera losa, se para. Saca de su bolso un pañuelo y lo pasa con cuidado por la piedra. Así está mejor, susurra. Deposita las flores a un lado, sin tapar la inscripción. Desliza sus dedos por cada una de las letras grabadas. Después, con las manos apoyadas en el nombre y entre sollozos, murmura palabras en su memoria. Tras unos instantes, el pasado regresa.


Se levanta con calma y se sienta en un extremo del banco. Tiene la sensación de compañía. La mirada permanece clavada en las rosas. Su voz sale sin querer.
No pensaba venir ─confiesa la joven─ pero te debía una visita. No hubo tiempo de despedidas aquella tarde de lluvia. Con la prisa olvidé el paraguas y la humedad se metía hasta los huesos. Pero sentí un abrazo de consuelo, algo familiar ─se lleva una mano a la frente─, y un beso.
¿Te acuerdas la última vez que nos vimos? La profesora de inglés estaba enferma y salí una hora antes. No esperé a nadie. Corrí a casa pensando en mi regalo ─la joven saca otro pañuelo. Lo pasa con suavidad por los ojos y las mejillas─ y entonces te vi. Te quiero, Elia, me dijiste mientras un hombre uniformado te sujetaba por el brazo. Intenté acercarme pero mis pies no se movían. La puerta de un vehículo se abrió y subiste en el asiento de atrás. Tus manos encarceladas se apoyaron sobre el cristal. Estiré mis brazos para tocarlas pero te alejaban de mí. Me quedé quieta. Noté un roce. Alguien me arrastró a casa ─se gira a la derecha, de reojo ve a los operarios en el mismo sitio.
Cada tarde, al llegar del colegio, recorría las habitaciones. Ella sentada en el salón en silencio, ni se movía. Luego me miraba con calma y hasta me parecía ver un atisbo de sonrisa. ¡La odié por eso!
Elia calla unos minutos. Necesita un descanso. Sus recuerdos en voz alta la agotan.
Después de unos meses, no hubo más preguntas ─aprieta las manos y sus labios se contraen en un gesto de rabia─, tampoco tres platos para la cena. Ni bajaba la escalera a trompicones cada vez que llamaban al timbre o sonaba el teléfono. Dejé de buscar entre la gente al salir de clase. No va a regresar, Elia, me decía con voz de indiferencia ─la joven vuelve de nuevo la cabeza. Los hombres han desaparecido.
La muchacha hace otra pausa. Baja los hombros, mantiene las manos en el regazo y las piernas cruzadas por los tobillos. Su respiración se relaja.
Con los años, nuestra relación se fue distanciando. Mi preocupación acabar el instituto. La de ella, sus amistades.
Y por fin, llegó el día. Llevaba semanas pensando qué hacer. Recuerdo una mañana de finales de mayo. Sobre la mesa de mi cuarto se amontonaban las solicitudes. Pero solo dos eran de mi interés. Una me llevaría lejos de allí. La otra, a cuatro estaciones de metro de distancia. Pero ¿cuál elegir? Mis sienes latían con fuerza. La cabeza me iba a explotar. Sentí un leve mareo. La camiseta empapada y las manos me temblaban. Cerré los ojos un momento y al abrirlos, cogí una de ellas con decisión.


El timbre me sobresaltó. Oí un murmullo que poco a poco aumentó de volumen. Descendí los escalones de dos en dos.  En la entrada había un desconocido con cara aniñada que me miraba con la boca abierta. Mantenía un tira y afloja con ella por un sobre. Es para ti, Elia, gritó con impaciencia el hombre. Ella soltó y vi la derrota reflejada en su semblante. El engaño quedaba al descubierto. Se dio la vuelta y entornó la puerta. El desconocido sacó una tarjeta de su cartera. Un bufete de abogados. Llámame, me dijo levantando la mano a modo de despedida. Aquella tarde me acompañó hasta aquí.
Ella no fue la misma desde entonces. Había días que ni nos veíamos, a pesar de tener nuestros cuartos separados por un par de metros. Cayó en un estado de ausencia que la mantenía en cama noche y día. Terminó recluida en un centro. La visité un par de veces. Luego dejé de ir. Vivió los últimos años en soledad. Así lo eligió el día que cumplí los diez. Siempre me decías que el perdón debía ganárselo uno mismo. Ella nunca se ganó el mío.
Elia calla unos segundos. Ha dejado de llover. Se quita el sombrero y lo guarda en el bolso. Algunos rayos de sol se abren camino entre las nubes. El ambiente se ha templado.


Leí tu carta. No había venganza ni rencores. Solo palabras de amor que hablaban de ti y de mí. A pesar de las negativas jamás te rendiste. Tu lucha por la verdad pasó a ser la mía. Ese fue tu legado.
Elia mira el banco vacío. Luego la piedra donde descansan dos rosas rojas.
Siempre te recordaré, papá.
Saca unas gafas oscuras del bolso. Se dirige a la salida. Un hombre de semblante infantil espera apoyado en un coche. De la mano lleva a un niño de corta edad. Elia aprieta el paso y no mira atrás.

jueves, 12 de mayo de 2016

Revoltijo





No quiero que te equivoques. No se trata de un reproche tampoco un enfado. No es la idea que yo tengo. Solo es una llamada de atención.
He dejado pasar el tiempo. Sin agobios ni mensajes de cómo te va. Porque sé que necesitas tu espacio y acomodarte en él. Que los cambios nunca son fáciles y tú lo sabes.
No es más que te echo de menos. Los días de charla y risas juntas. Solas. A nuestro aire. Con el amanecer a la vuelta de la esquina y sin ganas de dormir. Recordando situaciones y gente. La de siempre. Que pregunta por ti y tu vida. Y siempre digo lo mismo, bien, todo bien.
En fin, que aquí sigo y estoy. No me voy a ningún sitio.

jueves, 28 de abril de 2016

Anhelo






A veces, cuando te pienso, tu imagen está difuminada. Sin forma ni contorno. Supongo que es el paso del tiempo que juega conmigo. Pero con calma, me aproximo a la escalera y recorro la pared. Una, dos, tres y hasta siete cuento. Y llego a esta y la miro. Cierro los ojos y en ese instante escucho mi nombre. Y entonces tú me abrazas y después me das un beso.

Dedicatoria





Que no, que no te empeñes. Esto no lo hace cualquiera. Porque no se trata de una frase hecha llena de empalago que chirría en los oídos al leerla. Tampoco importa si es corta o larga, sino lo que expresa. Un instante, un sentimiento o un deseo. Ella tiene un efecto de ida y vuelta. De quien la escribe con agrado para quien la lee con verdadero placer. 

viernes, 22 de abril de 2016

¿A qué huelen las historias?



No entiendo por qué crees que ya no me interesas. Solo porque no eres el primero en saludarte cuando me levanto por las mañanas. ¿Es eso lo que te pasa? Pero si sabes que me gustas y que siento pasión por ti. Que me encanta cada vez que paso por tu lado y mueves tus hojas llamando mi atención. Y emites ese sonidito tan peculiar como si quisieras que te acaricie de nuevo. Despacio y con suavidad. ¿Y tu olor? Esa mezcla de papel y tinta que transformas en historias con personajes y conflictos, situaciones reales o de ficción y unos finales inesperados que a veces, me sorprenden.
Ven y déjame que te diga en voz baja, ahora que nadie nos escucha, que tú eres mi mejor amigo.
¡Gracias por ayudarme a imaginar!

miércoles, 20 de abril de 2016

Piel de chocolate

Quise contarte muchas veces cómo transcurrieron aquellos días. Qué fue lo que me llevó hasta ti. Pero nunca encontré el momento adecuado. Pensaba que ya tenías suficiente con tu vida como para hablarte de la mía. Ahora han pasado los años y eso ha cambiado.
Una experiencia con sabor agridulce fue el detonante. Aquella pérdida que partió mi vida en dos y una de ellas, desapareció para siempre.
Los días transcurrían a cámara lenta. Me envolví en un mundo de silencio donde imaginaba lo que pudo ser pero no fue. El duelo tenía su tiempo.
Después de semanas y con el ánimo en calma, me abrí a otras posibilidades. Pero las idas y venidas me dejaban sin fuerzas, ¿y para qué? Cansancio y sollozos fue lo que conseguí.
Solo quedaba algo por hacer. Una vuelta de tuerca más. La última a mi alcance. Y los trámites comenzaron.
Pero pasaron días, meses y hasta algunos años. Entré en una rutina de olvido sin darme apenas cuenta. Continuaba por costumbre más que nada. Y cuando me rendí sin ganas para continuar, aquel viernes de agosto y por teléfono, me hablaron de ti. Un viaje repleto de incertidumbre para encontrarme contigo. Una cita a ciegas donde la vida nos daba otra oportunidad.





Siempre recordaré aquella mañana cuando te vi por primera vez. Un crío delgaducho con una camiseta y un pantalón hasta la rodilla que dejaba al descubierto heridas de alguna batalla infantil. Con el pelo recién cortado y negro como un tizón. Como tus ojos. Que lanzaban mil preguntas con solo una mirada. Pero lo que me cautivó fue tu sonrisa, tan sincera que desarmó mis miedos en un segundo.





Dejaste claro desde el principio la intención de pasar página y el primer paso partió de ti. Paseábamos por un parque y sentí tu mano en la mía. Me sonreíste como si quisieras hacerme cómplice de tu anhelo. Cerca, unos niños jugaban. Te paraste.
─Mamá, ¿puedo ir con ellos?
Una palabra fue la clave. Por fin, el vacío del pasado se llenó de ti.

miércoles, 13 de abril de 2016

Gestos



Alguien me pregunta por qué te beso. Por puro placer, le digo. Y es que cuando vienes y siento tu cuerpecillo tan cerca de mí, no puedo reprimir mis ganas de hacerlo. Ahí, entre las orejas. Y entonces, tú ronroneas. Y yo te beso de nuevo.

sábado, 9 de abril de 2016

Letargo


Las dos mujeres sentadas en el fondo de la sala más amplia de la casa familiar permanecen en silencio. La menor, vestida de negro y con el pelo recogido en un moño, mantiene su mirada clavada en la parte central de la estancia. Allí, y sobre una tarima, descansa una caja de madera oscura y de tacto suave. En su interior reposa una joven próxima a la veintena. La mujer intenta contener las lágrimas con un pañuelo de papel que aprieta con fuerza dentro de su mano. Cada respiración, entrecortada por los sollozos, se convierte en una bocanada de vaho que se dispersa lentamente por la sala ahora vacía de miradas vecinales.
Mientras, la otra mujer, con las piernas cruzadas, observa las uñas de sus manos y se entretiene en sacudir las motas de polvo en su blusa azul marino comprada la tarde anterior. Al fin, decide romper el silencio.
─¿Te has fijado en la mujer del alcalde? ─pregunta con burla─. No tiene gusto ni para…
─Mira, Paquita, no me encuentro con ánimo para tus chismes de pueblo ─contesta en voz baja y sin apartar la vista del centro de la sala─. Por lo menos se ha vestido con más discreción y no como tú, que parece que vas de fiesta ─le reprocha─. Hasta los pendientes de mamá te has puesto.
─Ella…me los dejó a mí ─echa un vistazo a la caja dibujando una curva  hacia arriba en su boca─. Por cierto, mañana tenemos que ir a la ciudad, uno de ellos está flojo ─añade mientras se retoca el peinado con los dedos. Su hermana enmudece─. Voy a preparar café ─se levanta y con paso firme se dirige hacia la puerta─, tanto silencio me aburre ─murmura al salir.


La madre de la joven ni se mueve. Mira al suelo y se estremece. Tras unos segundos, apoya las manos en los brazos del sillón, se levanta y arrastra los pies hasta el centro de la sala. Coloca los dedos en el borde de la caja. Su cuerpo se balancea levemente.
─Mi preciosa hija, ¡voy a echarte tanto de menos! ─sus ojos se humedecen de nuevo. Introduce sus manos en los bolsillos de la chaqueta pero no encuentra el pañuelo. Con las yemas de los dedos recorre las mejillas. Cierra los ojos un instante como si necesitara tomar aliento para continuar─. Si hubiera estado ayer aquí tal vez…pero ya sabes cómo es tu tía. Tu padre me lo dijo muchas veces y no quise escuchar ─su moño se mueve de un lado a otro─. Pensaba que la nueva medicación surtía efecto, que las convulsiones eran parte del pasado. Me equivoqué ─se calla─. Tenía una sorpresa preparada para tu cumpleaños ─sonríe al mirarla─. Un viaje, las dos solas, sin la tía. Al mar. Aunque ahora…  
Escucha unos pasos acercarse a la sala. Agacha la cabeza y besa en la frente a la joven. Pero al subirla, se lleva la mano a los labios y sus ojos se abren con asombro.
─Tienes una llamada ─informa la hermana.
─¿Qué? ─pregunta distraída la madre de la joven con los dedos todavía en sus labios.
─Que te llaman por teléfono ─contesta con voz de enfado─. Nunca te enteras de nada. Si no fuera por mí ─recrimina a su hermana─. Anda ves, ya me quedo con tu hija.
Paquita espera a que salga de la sala. Se acerca a la caja y da una vuelta a su alrededor. Su gesto se relaja. Las comisuras de la boca se elevan poco a poco. Se para y observa el rostro de la joven.
─¿Estás cómoda, sobrina? No he reparado en gastos ─se burla─. Y aquí estás, con tu cara de niña buena igual que tu padre. Pero le duró poco ─ríe mientras levanta las manos hacia los pendientes─. Ahora, todo será diferente. Tu madre y yo juntas. ¡Es perfecto! ─Su cabeza tiembla con una carcajada que resuena en la sala.
Se aleja de su sobrina. De pronto, se para. Vuelve y contempla el rostro de la joven. Extiende una mano hasta las mejillas. Después, examina con atención los dedos humedecidos. Se vuelve hacia la salida. De nuevo hacia la caja. Intenta dar unos pasos. Separa sus brazos del cuerpo para mantener el equilibrio. La puerta se abre.
─Ya vienen a por ella ─mira al centro de la sala. Detiene sus ojos en la hermana─. ¿Qué ocurre, Paquita?
─Nada…no ocurre nada ─su voz suena entrecortada─. Es mejor que esperemos fuera ─camina hacia la puerta con prisa.
─Has perdido un pendiente.
─¿Cómo dices?
─A tu oreja izquierda le falta el pendiente.
Paquita levanta la mano hasta su lóbulo izquierdo. Baja su mirada hasta llegar a la caja.
─Está bien ─masculla con rabia.


Se aproxima al centro de la estancia. Sin mirar en su interior, introduce una mano que desplaza por el acolchado de la caja. De improviso, siente que algo sujeta su brazo con fuerza. Lanza un grito y se desploma.
─¿Mamá? ─una voz débil se oye dentro de la caja.
─¿Ángela? ─La madre no despega los pies del suelo.
─Mamá…─el tono es más firme.
Una mano aparece por el borde de la caja. Su madre corre hacia el centro y pasa por encima de la hermana que sigue tumbada en el suelo.
─Mi niña, mi niña ─repite cubriendo de besos a su hija─ ¡Esto es un milagro!
─Mamá, ¿iremos al mar?
─Claro que sí, hija ─contesta con una sonrisa sin poder contener las lágrimas.

lunes, 28 de marzo de 2016

Susurros entre papel y tinta

La ciudad está en silencio. Las calles sin tráfico ni transeúntes por las aceras. En las escuelas, no se oyen gritos ni risas infantiles. No hay juegos en los parques. El trajín frenético de las oficinas y centros comerciales ha cesado. Apenas existen edificios en pie. Solo un montón de escombros aparece en su lugar. Las alcantarillas expulsan bocanadas de vapor que se condensan en gotas de agua en contacto con el aire externo. El ambiente se ha oscurecido. Unas nubes grises cubren la ciudad.


Desde hace meses, se ha impuesto el toque de queda. No se permiten las salidas al exterior. El castigo es la muerte. Androides de cuarta generación ejercen el control. Su misión: destruir cualquier indicio de vida.
La resistencia, formada por unas decenas de humanos supervivientes al ataque, se esconde en los túneles de la estación Este. Reunidos en asamblea buscan soluciones para salir del conflicto.
─¡No podemos seguir así! ─exclama un hombre de pelo cano─. ¿Cómo hemos llegado a esto? ─murmura con gesto de desesperación.
Por un momento, el grupo permanece en silencio. Parecen reflexionar a la pregunta lanzada por el hombre.
─En casa tuvimos uno ─se sincera una chica vestida de negro─. Era un genio en la cocina. Hasta nuestro perro dormía a su lado ─sonríe─. Y mis trabajos de ciencias, de lo mejor de clase. Pero un día se desconectó sin más.
─¡No me creo que lo eches de menos! ─replica con burla un joven con un tatuaje en el cuello sentado a su lado.
─Al instituto nos enviaron tres unidades ─reconoce una mujer ignorando el comentario del joven─. El último avance tecnológico, nos dijeron. Antes de su llegada, alumnos y profesores formábamos un equipo. Recuerdo las tardes de coloquio.
─En la agencia de publicidad en la que trabajaba ocurrió algo parecido ─añade más calmado el hombre de pelo cano─, el equipo creativo fue sustituido por unidades de tercera generación. La empresa desapareció en pocos meses.
─Vamos a tomar decisiones y dejemos el pasado. Voto por conseguir armas y luchar. ─dice con entusiasmo el joven del tatuaje levantando la mano.
Varias voces aclaman con aplausos y silbidos.
─¿Armas? ─increpa la mujer─. Necesitamos provisiones antes que armas. Llevamos días solo con agua y no aguantamos más.
Los vítores se transforman en miradas de angustia hacia los compañeros que permanecen en el suelo. Sus caras lo dicen todo.
Los comentarios suben de volumen. Todos hablan a la vez.
─¡Escuchad! ─Un muchacho pelirrojo se abre camino. De la mano, lleva a una niña de corta edad. El chico da unos pasos por delante de los reunidos y se gira─. Tal vez haya una solución ─deja caer con sorpresa─. Me llamo Liam. Llegué unos días antes del toque de queda. Conseguí refugio en un edificio al norte. Allí conocí un anciano, que poco antes de morir, hizo un comentario que ahora cobra sentido para mí ─los integrantes del grupo escuchan con expectación─. “Confía en ella, muchacho. Es la salvación”.
─¿Quién es ella, la niña que está contigo? ─pregunta el joven del tatuaje con ironía. Liam mira al suelo y calla. Siente una presión en su mano.
─¿Alguna idea mejor? ─reprocha la mujer harta del joven.
Liam hace un gesto pidiendo calma. Mira las caras de sus compañeros. Algunos mueven la cabeza de un lado a otro.
─Yo estoy con ella ─asegura Liam─. Iré dónde me lleve.
La mayoría apoya su determinación. Decide partir antes del amanecer. Los controles no son tan rigurosos. En los últimos minutos de oscuridad, se escabullen entre los edificios cercanos. La niña avanza con agilidad por los escombros. Liam sigue sus pasos de cerca. Tras una hora de sobresaltos y paradas de vigilancia, la pequeña se detiene. Ante él, aparece un edificio de piedra sin desperfectos en su fachada.
Al entrar, Liam intenta avanzar pero sus piernas no responden. La niña le toma de la mano, el muchacho se estremece y continúa su marcha. La sala que se muestra ante sus ojos le impresiona. En un lateral, dos ventanales permiten la claridad en toda la estancia. Al lado, unas mesas con signos del paso del tiempo, ocupan la mitad del espacio. En frente y cubriendo el otro lateral, aparecen estanterías repletas de libros.
─¿Dónde estamos? ─pregunta Liam.
─En el Centro del Saber.
─¿Qué es esto? ─el muchacho dirige su mirada a las estanterías. Una energía oculta lo atrae hacia ellas.
─Conocimientos ─la respuesta de la niña es contundente.
─Supongo que es lo que necesitamos para vencer.
─Creo que lo vas entendiendo, Liam ─manifiesta con una sonrisa─. Antes de comenzar, debo contarte algo ─la niña se aproxima al muchacho. Él espera que inicie su relato─. No es la primera vez que me acompaña uno de tu especie.
─¿Mi especie? ─interrumpe con brusquedad el chico─. ¿Quién eres tú?
─No soy quién, soy qué. Estoy aquí dentro ─toca la cabeza de Liam─. Tú me ves como alguien pero no tengo forma. Y ahora, ¿puedo continuar? ─mira al muchacho que mueve la cabeza de arriba abajo─. Si consiguen el exterminio ya no habrá posibilidad de acudir a este lugar, Liam ─la niña hace una pausa─. ¿Estás dispuesto a evitarlo? Tú decides.
El chico calla durante unos instantes. Sus movimientos torpes reflejan inseguridad. Camina unos pasos hacia los libros. De pronto se vuelve hacia ella.
─¡Está bien, lo haré! ─exclama convencido.
─Durante el proceso debes mantener tu mente abierta y dejar fluir los sonidos ─toma sus manos─. Me ha gustado verte, Liam ─añade a modo de despedida.
La niña, situada frente a los estantes y de espalda al muchacho, extiende los brazos. Una luz intensa la envuelve hasta convertirse en millones de partículas que penetran por cada ejemplar colocado sobre las maderas. El proceso dura segundos. Un sonido como de arrullo comienza a fluir por la sala. Es un susurro de palabras que se solapan unas con otras hasta confluir en el chico. Después, solo silencio.
Liam coge un ejemplar de la estantería más cercana. Tal vez ha llamado su atención.
Al salir, protege sus ojos con las manos a modo de visera improvisada. Hace un sol radiante. Observa un autobús que recoge pasajeros, peatones que esperan el semáforo en verde o caminan por las aceras con prisa. Escucha el claxon de aviso a un conductor despistado, gritos y risas de niños en un parque cercano.


Se aleja del edificio con decisión. Ve un grupo de chiquillos atentos a lo que tiene uno de ellos entre las manos. Se acerca y tuerce el gesto.
─¿Conoceis a Jim Hawkins? ─pregunta a los críos por encima de sus cabezas. Estos dan un respingo sin apartar los ojos de lo que les muestra Liam─. Jim tiene vuestra edad. Un día encuentra el mapa de un tesoro…
─¿Un tesoro? ─le pregunta el dueño del artilugio que lo deja a un lado.
─Jim lo roba del cofre de un pirata ─aclara con voz de misterio─ y decide ir en su busca.
─¡Ostras! ─exclaman los críos rodeando a Liam─. ¿Y lo encuentra? ─se interesa el dueño del artilugio.
─Vamos a ver ─Liam comienza a leer─. “El squire Trelawney, el doctor Liversay y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro…”.
Su misión ha comenzado. Y sonríe al pensarlo.

martes, 22 de marzo de 2016

Paseos felinos



¿¡Qué quieres que te diga!? Sí, ya lo sé. Nunca hablamos de visitas al veterinario y menos de pinchazos por sorpresa. Pero no me has dejado otra opción. Tu afán de aventura por jardines ajenos es lo que tiene. Y conste, que no me niego a que entres y salgas a tu antojo. Pero dentro de un orden. Que cuando yo te llame, vuelvas lo antes posible. Que hasta los perros del vecindario me contestan antes que tú. Sin contar con el graciosillo de turno que imita mi voz con retintín.
Ya sabes, mi pequeña felina. Al oír mi llamada al grito de ¡Greasyyy…Chicaaa! deja lo que estés investigando y a casa. Y no tardes. Que me da una alegría verte aparecer por la valla con carita de…¿me llamabas?
No puedes imaginar lo feliz que me hace que compartas tu vida conmigo.

¡A escena!



Sabéis esos momentos en que tu estómago parece que se rompe por la mitad como si alguien imaginario tirara de los extremos de una cuerda atada a su alrededor. Que te sientas en la misma silla cien veces al día para levantarte otras tantas porque no paras de moverte. Que vas a la cocina a por un café y abres y cierras la nevera en cuatro ocasiones y en la quinta, por fin coges la leche. Buscas la cafetera como si te fuera la vida en ello. Abres armarios, cajones y nada. Y cuando la encuentras hasta te sorprendes y te dan ganas de abrazarla.
Te llevas la taza hasta la mesa del comedor. Y allí, te encuentras de nuevo con esa hoja escrita en letras grandes y la miras de reojo. Y te sientas con la intención de leer el texto por última vez. Y te ríes por creer que es la última. Llevas una semana diciendo lo mismo pero no importa. Y lees. Primero para ti, luego en voz baja y, al fin, te lanzas y lo haces en voz alta. Lees sola, a las gatas, a tu marido que aparece en ese instante y al vecino de al lado si hace falta. Pero lees.
Y es que los nervios es lo que tienen. Piensas que no puedes con ello. Quizá te equivoques, te quedes en silencio y entres en pánico. Que tu boca se seque, te de tos y quieras salir corriendo. Todo puede pasar.
Aunque estoy convencida que, cuando la motivación es superior al nudo de nervios que quiere controlarte, nada puede contigo. Porque una experiencia así, no se vive todos los días.

Momentos de invierno



Una tarde de lluvia y frío. De encuentros esperados, saludos y charla. De relatos en escena y lecturas ensayadas. De emociones, risas y nervios. De gracias por venir y a ti, por escribir. De aplausos y firmas dedicadas. De despedidas. Hasta pronto. Nos vemos.
Tarde para un libro y su escritor.

El reloj no espera



Si al menos me dieras una tregua. Si pudieras adaptarte a mí y no al contrario. Si quisieras caminar conmigo y no cinco pasos por delante. Si fueras mi aliado y no un enemigo incansable...Pero tú marcas el ritmo, el tuyo. ¡Maldito tiempo!
Y es que cuando hay tanto que contar y mis dedos se mantienen en un estado de letargo continúo, me desespero. Supongo que lo único que me queda es insistir.

En clave de "mí"




Insistir, esa es la clave. Porque cuando pones empeño, no tienes prisa y ocupas tu tiempo en algo que merece la pena, has ganado. Luego vendrán los comentarios, la rectificación y el acabado pero de nuevo, has vencido. Y te sientes fortalecida. Con ganas de más, de mucho más. Y te olvidas del resto porque en realidad no te importa. 

Todos los días son San Valentín



¿Enamorada? Por supuesto que sí.
De mi compañero de viaje al que algunos llaman vida. Porque son más de treinta años caminando de la mano con él. Porque compartimos proyectos, ilusiones y sueños juntos. Porque las dificultades son menores cuando te sientes querida. Porque respeta mis silencios, las miradas perdidas en mundos imaginarios y las prisas por anotar eso que me ronda en la cabeza desde hace días. Porque me consuela al verme con los ojos enrojecidos, el gesto contrariado o una mueca de dolor. Aunque sea por una tontería. Porque se presenta con un detalle que ha visto en una tienda y le ha recordado a mí. En cualquier fecha. Porque amar, se ama todos los días. En verano o en noviembre, un martes o un domingo.

¿Enamorada? Claro que sí.
De mi familia, los que están y los que se fueron. De “mis chicas” a las que adoro con locura. De las personas que te animan y te dan oportunidades que se convierten en momentos de ensueño, las que te llaman para preguntarte qué tal estás y cuándo nos vemos, las que siguen ahí a pesar del tiempo y la lejanía, las que te dan las gracias por lo que sea que te las den.

¿Enamorada? Y tanto que sí.
De los atardeceres en cualquier lugar, incluidos los que veo desde la ventana de mi habitación. Del olor a tierra mojada después de una tormenta de verano. Del aroma a romero, tomillo y lavanda que se desprende en un paseo por el campo. De los “bichos” voladores, acuáticos o terrestres. De los pueblos y sus gentes. De las noches estrelladas de verano y de luna llena. De los paisajes con arboledas o sin ellas. De los ríos y mares. De la música, la pintura y la escultura. De los libros, los acomodados en un sitio en la estantería y los que mantengo cerca de mí porque sin ellos... me pierdo. De las historias que escribo con tanto placer y que ya forman parte de mí.

¿Enamorada? Siempre.

martes, 15 de marzo de 2016

En la puerta de al lado

Siempre recordaré aquel día de finales de mayo. Unos nubarrones amenazaban tormenta desde el amanecer. Ni me atreví a salir de casa.

Me acomodé en la mesa de la salita, cerca de la balconada. Revisaba la prensa cuando un ruido, como un lamento, me interrumpió. Presté atención y fui hasta la puerta. Abrí y no vi nada. Solo oscuridad. Escuché un gemido en la escalera. Toqué el interruptor de la luz. Había una muchacha en el descansillo con las piernas encogidas y la cabeza sobre sus rodillas.
─¡Madre mía, qué desastre! ─exclamé entre maldiciones por el escalón roto─. ¿Estás bien? ─La chica ni se movió. Sollozaba como una niña pequeña. Toqué su hombro─. Levántate con cuidado ─sugerí mientras tiraba de ella.
Alzó la mirada. Paró de llorar sin apartar los ojos. Aquello me incomodó. Enseguida giró la cabeza. Y de un salto, se puso en pie. Me sorprendió tanto su movimiento que di un paso atrás. Miró su reloj. Se giró y, cojeando, comenzó a bajar la escalera. Su actitud me extrañó pero entré en casa y me olvidé.
Apenas llevaba media hora sentada, oí el timbre de al lado. De nuevo, me levanté y pegué el ojo a la mirilla. El rellano parecía desierto. Una sombra cubrió la abertura. Tapé mi boca para no chillar. Llamaron a la puerta. Abrí con la cadena de seguridad.
─Disculpe, busco a la chica de al lado, ¿sabe dónde está? ─preguntó un joven con el pelo revuelto y barba de varios días.
─No sé qué decir… Creía que no vivía nadie.
─Entiendo ─respondió con ironía. Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora sin bajar la cremallera del todo, como si escondiera algo debajo. Sacó una fotografía─. Esta es la chica que busco ─señaló a una muchacha de gesto serio.
─¿Puedo ver la foto?
Una pareja de unos veinte años posaba frente a la cámara. Él, con el brazo por encima de la muchacha intentando acercarse a ella. En segundo plano aparecía un edificio que me resultó familiar. Los fantasmas del pasado regresaron a mi memoria. Aquel accidente que me hizo caer en una depresión que me consumía por dentro. Estuve semanas sin salir. Apenas comía y la cama se convirtió en mi compañera de rutina. Pero una mañana, al levantarme y verme en el espejo, no me reconocí. Mi única salida fue huir. Metí cuatro cosas en una bolsa de viaje y subí al coche. Sin mirar atrás. Solo pendiente de la carretera. Conduje durante horas hasta que llegué a un pueblo junto al océano. Me costó adaptarme pero lo conseguí. Visitaba con frecuencia un bar. Recuerdo una niña flacucha y pizpireta, de unos once años, que recorría las mesas conversando con los clientes. Era la hija de los propietarios. Una tarde, después de comer, se sentó en mi mesa. Me sorprendió su descaro pero me reí. Y aquello se convirtió en costumbre, como una cita entre las dos. Allí, fui limando mis temores hasta superarlos.
Devolví la foto a su dueño.
─Es importante que la encuentre ─su voz sonó a urgencia. Mientras llamaba al ascensor, se giró hacia mí─. Si la ve, dígale que el billete ha llegado.
Conseguí centrarme en la lectura durante un buen rato. El timbre de la puerta me sobresaltó. Este trajín comenzaba a ser molesto. Abrí de mala gana.
─Siento haberme ido sin darle las gracias ─soltó de carrerilla la chica de la escalera casi en un susurro.
Hice un gesto con la mano como quitando importancia al asunto. El mensaje para ella acudió a mi mente.
─Por cierto, me han preguntado por ti ─eché un vistazo al reloj de la salita─. Hace una hora vino un hombre y me dijo que “el billete había llegado”.
Observé como cerraba sus manos. Miró a su alrededor con nerviosismo. Entró sin pedir permiso.
─¿Tienes teléfono?
Ese cambio me dejó sin palabras. Habló unos segundos. Se dirigió hacia la puerta y, antes de cerrarla,  se volvió.
─Quédate aquí y no salgas ─ordenó de forma tajante.
Intenté calmarme pero las piernas me temblaban. Llegué hasta la mesa como pude. Miraba la puerta como si fuera a entrar un desalmado de un momento a otro. Me faltaba el aire. Sentí una presión en el pecho a punto del desmayo. No entendía nada.
Después de unos minutos de tensión y, más calmada, escuché voces en el rellano. Poco a poco fueron adquiriendo un tono de discusión con gritos e insultos. Me aproximé en silencio y lentamente giré la manilla. Conseguí el espacio suficiente para observar. Un hombre sujetaba con su brazo el cuello de la chica de la escalera. Tiré con energía y salí.
Hubo un instante de confusión pero él no cedió en su empeño. La chica hizo un gesto con la mano y me detuve. Con un grito de furia, clavó su codo en las costillas de él. El hombre cayó al suelo. Era el joven que aparecía en la fotografía.
─¡Maldita zorra! ─exclamó levantándose de nuevo─. Tenía que haber acabado contigo aquel día en el bar de tu padre.
─Pues faltó poco.
El tipo volvió a la carga. Dio unos pasos hacia ella. La chica no se movió. Metió su mano derecha debajo de la chaqueta y sacó un arma. Le apuntó a la cabeza.
─Si das un paso más, te mato ─amenazó.
─¡Uy! Qué miedo ─se burló, riéndose con malicia─. No eres capaz de disparar…
El ascensor se puso en marcha. El hombre se impacientó. Miraba a un lado y otro, sin saber qué hacer.
─Esto no acaba aquí ─chilló con odio─, ya te pillaré.
Se volvió en dirección a la escalera con pasos apresurados. Bramaba maldiciones e insultos contra la muchacha. Oí un golpe y luego, silencio. El ascensor se abrió. El hombre de la cazadora salió con prisa.
─¿Estás bien? ─preguntó mirando a su compañera.
─Mejor que él ─le indicó con la cabeza la escalera.
Desapareció durante unos segundos y al regresar su gesto lo decía todo. La joven sonrió. Me aproximé a ella.
─¿Supongo qué tu presencia aquí será casualidad?
─Me alegro verte, Margot.