Amelia
no sale con frecuencia y menos, los domingos. Además es su vigésimo quinto
cumpleaños, una causa añadida para quedarse en casa. Ella no sabe que es soplar
las velas en una tarta o que le canten el cumpleaños feliz. Tampoco lo echa de menos.
Aunque no le gustan los aniversarios de su nacimiento, en los últimos años algo
ha cambiado.
Al
parecer, y según su madre, ha ocurrido siempre. Así se lo contaba una tarde de
visita, sentadas en la cocina con un café entre las manos.
─Papá
subió contigo. Teníais una rutina acordada. Antes de dormirte, te preguntaba: juego
o cuento. Y tú elegías ─apuntó con el dedo a la joven─. Desde la cocina, oí
vuestras risas mientras recogía los platos de la cena. Después me gustaba
quedarme un rato a solas. Era mi momento de tranquilidad. Aquella noche, me
entretuve más de la cuenta y el cansancio me obligó a cambiar de planes. Cuando
subía la escalera, dieron las doce. La primera en felicitarte, pensé. Me asomé
a tu cuarto. Casi de puntillas, te besé. Cumplías un añito. Me pareció que
sonreías entre sueños. ¡Cómo me gustaba mirarte! Dejé la lámpara encendida,
como de costumbre, y entorné la puerta. Al entrar en el mío, tu padre gruñía
como un oso ─bromeó─, me deslicé entre las sábanas con cuidado para no
despertarlo. Ni cinco minutos tardé en dormirme ─dio un sorbo de la taza─. Al
cabo de unas horas, un alarido me sobresaltó. Al principio no sabía qué pasaba
pero pensé en ti. A oscuras y sin zapatillas, corrí hacia la cuna y al verte,
grité yo también. Estabas de pie, agitando los brazos hacia la ventana y sin
barra de protección ─Amelia levantó las cejas─. Te cogí al vuelo. Después de
retorcerte entre mis brazos, conseguí calmarte.
─Pero
ocurrió más veces, ¿verdad, mamá?
─Cada
tres de marzo ─confirmó la madre─. Nunca se repetían. Que si una calentura,
escondidas bajo tu cama o te encogías en un rincón de tu cuarto durante horas.
Sin moverte.
─A
veces, me vienen imágenes como fogonazos de un flash. Hay una habitación llena
de juegos ─titubeó Amelia─ y oigo la voz de una mujer. No quiero estar allí.
─Tu
padre se empeñó ─miró hacia la ventana─. Esa mujer fue la única que mostró
interés. Aunque el resultado fue el mismo. Tenías curiosidad ─se giró hacia
Amelia─, siempre con preguntas pero cada aniversario, todo cambiaba.
─¿Por
qué nunca hemos tenido esta conversación?
─Lo
intenté, Meli, pero rehuías el tema ─observó la taza vacía─. Corrías a tu
habitación y cerrabas la puerta. Simplemente, me rendí.
Mientras
Amelia se removía en la silla, la madre guardó silencio.
─Y
encontré la manera de expresarme…─susurró en tono de disculpa─. No sé, mamá, es
algo que está aquí ─señaló su frente─ y dirige mi mano.
─Desde
niña, el dibujo ha sido tu pasión ─aseguró la mujer─ pero en tus cumpleaños, lo
hacías con tanto detalle que nos sorprendías ─la muchacha sonrió─. Meli,
cariño, siempre podrás contar con nosotros ─la madre cogió las manos de su hija─.
Nunca te ocultamos nada, lo sabes ─la joven asintió con un gesto.
Amelia
mira el reloj. Cinco minutos para las nueve. Es temprano para el segundo café,
murmura frente al ordenador. Busca las noticias de la mañana. Un titular llama
su atención: La directora de cine, Lucía del Río, busca exteriores para su
nueva película. Es su preferida. Comienza a leer. Desvía la mirada hacia la
imagen que acompaña la noticia. Un edificio de una altura que ocupa la parte
posterior de la foto. En su fachada, cuatro balcones en forma de mirador. A un
lado y en primer plano, una escultura. Corre hasta su cuarto. Abre un cajón y
saca un bloc de dibujo. Pasa las hojas con nerviosismo y en la penúltima, lo
ve. Regresa con prisa hasta el portátil. Sitúa el dibujo cerca de la pantalla y
sonríe. Coinciden a la perfección.
Se
levanta. Mientras se mueve de un lado a otro, intenta aliviar con sus manos las
punzadas en el pecho. Piensa, Amelia, piensa. Su voz suena insegura.
Hoy
es tres de marzo y la costumbre del pasado es quedarse. Pero una voz interna le
dice lo contrario. Revisa el texto. Por fin, encuentra la ubicación de la
imagen. Mete algo de ropa y su cuaderno de dibujo en una bolsa de viaje. Y sin
mirar atrás, sale por la puerta.
Conduce
un par de horas hasta su destino. Es un pueblo típico de la zona, de calles
estrechas y algunas de ellas empedradas. Deja el coche en la entrada. Prefiere
pasear. Llega a una chopera y sus latidos aumentan de ritmo. Hay un camino que
la bordea y se aleja del pueblo. Estoy cerca, se anima. Tras un recodo, pasada
la arboleda, aparece un caserón. Amelia se para. Con su bloc en la mano,
comprueba su último dibujo. Está todo. Las vigas en la fachada, el jardín de
acceso, los detalles de la puerta de la casa e incluso, el castaño y las
lavandas en la entrada. Escucha el arrullo de un riachuelo cercano. El mismo
que sintió al dibujarlo. Sus ojos se humedecen. Quizá hoy acaben los episodios
que tanta incertidumbre le causaron durante años. Puede que por primera vez
celebre un aniversario.
Se
acerca a la entrada. Golpea tres veces un llamador sujeto a la altura de los
ojos. La puerta se abre. Amelia no puede apartar la vista. Es como ver su
rostro en un espejo. No hay palabras. Las miradas lo dicen todo. Las dos
mujeres entran en la casa.
Justo en el umbral, Amelia se gira hacia atrás y cierra la puerta.