jueves, 19 de mayo de 2016

Rehenes

Elia espera con impaciencia que los hombres acaben los preparativos. Son su única compañía. Alza la vista. Unos nubarrones amenazan lluvia. Se sube el cuello de la gabardina e introduce las manos en los bolsillos. Sobre su melena castaña, un sombrero para el agua. Los pies pegados al suelo y cerca de la abertura en la tierra. Su gesto de fastidio es evidente. Uno de los hombres la mira y Elia, con una inclinación leve de cabeza, da su consentimiento.
Mientras los operarios cubren la tapa de madera, observa dos rosas rojas que mantiene a su lado. Las huele y sonríe. Junta sus párpados unos minutos y al separarlos de nuevo, ya no hay rastro del hueco. En su lugar aparece una placa de metal con un nombre y dos fechas. Ni frases ni recuerdos.
Gracias por todo ─dice Elia a los hombres sin apenas levantar los ojos.
Se dirige a la vía principal con prisa. En una de sus manos lleva las flores que sujeta contra su pecho. De pronto, se detiene. Echa un vistazo a su alrededor. Parece buscar una ubicación cercana. Aunque han pasado varios años desde la última visita, los recuerdos siguen vivos en ella. Desvía los ojos hacia su mano.


Nunca olvidará cuando cumplió los diez. Aquel día no hubo fiesta ni juegos. Tampoco tarta con velas. Y como regalo, solo una ausencia.
Por fin, gira a la izquierda. Camina con paso firme. A pocos metros, aparece un banco de madera desgastada por el uso y el paso del tiempo. Toma la calle de enfrente y en la tercera losa, se para. Saca de su bolso un pañuelo y lo pasa con cuidado por la piedra. Así está mejor, susurra. Deposita las flores a un lado, sin tapar la inscripción. Desliza sus dedos por cada una de las letras grabadas. Después, con las manos apoyadas en el nombre y entre sollozos, murmura palabras en su memoria. Tras unos instantes, el pasado regresa.


Se levanta con calma y se sienta en un extremo del banco. Tiene la sensación de compañía. La mirada permanece clavada en las rosas. Su voz sale sin querer.
No pensaba venir ─confiesa la joven─ pero te debía una visita. No hubo tiempo de despedidas aquella tarde de lluvia. Con la prisa olvidé el paraguas y la humedad se metía hasta los huesos. Pero sentí un abrazo de consuelo, algo familiar ─se lleva una mano a la frente─, y un beso.
¿Te acuerdas la última vez que nos vimos? La profesora de inglés estaba enferma y salí una hora antes. No esperé a nadie. Corrí a casa pensando en mi regalo ─la joven saca otro pañuelo. Lo pasa con suavidad por los ojos y las mejillas─ y entonces te vi. Te quiero, Elia, me dijiste mientras un hombre uniformado te sujetaba por el brazo. Intenté acercarme pero mis pies no se movían. La puerta de un vehículo se abrió y subiste en el asiento de atrás. Tus manos encarceladas se apoyaron sobre el cristal. Estiré mis brazos para tocarlas pero te alejaban de mí. Me quedé quieta. Noté un roce. Alguien me arrastró a casa ─se gira a la derecha, de reojo ve a los operarios en el mismo sitio.
Cada tarde, al llegar del colegio, recorría las habitaciones. Ella sentada en el salón en silencio, ni se movía. Luego me miraba con calma y hasta me parecía ver un atisbo de sonrisa. ¡La odié por eso!
Elia calla unos minutos. Necesita un descanso. Sus recuerdos en voz alta la agotan.
Después de unos meses, no hubo más preguntas ─aprieta las manos y sus labios se contraen en un gesto de rabia─, tampoco tres platos para la cena. Ni bajaba la escalera a trompicones cada vez que llamaban al timbre o sonaba el teléfono. Dejé de buscar entre la gente al salir de clase. No va a regresar, Elia, me decía con voz de indiferencia ─la joven vuelve de nuevo la cabeza. Los hombres han desaparecido.
La muchacha hace otra pausa. Baja los hombros, mantiene las manos en el regazo y las piernas cruzadas por los tobillos. Su respiración se relaja.
Con los años, nuestra relación se fue distanciando. Mi preocupación acabar el instituto. La de ella, sus amistades.
Y por fin, llegó el día. Llevaba semanas pensando qué hacer. Recuerdo una mañana de finales de mayo. Sobre la mesa de mi cuarto se amontonaban las solicitudes. Pero solo dos eran de mi interés. Una me llevaría lejos de allí. La otra, a cuatro estaciones de metro de distancia. Pero ¿cuál elegir? Mis sienes latían con fuerza. La cabeza me iba a explotar. Sentí un leve mareo. La camiseta empapada y las manos me temblaban. Cerré los ojos un momento y al abrirlos, cogí una de ellas con decisión.


El timbre me sobresaltó. Oí un murmullo que poco a poco aumentó de volumen. Descendí los escalones de dos en dos.  En la entrada había un desconocido con cara aniñada que me miraba con la boca abierta. Mantenía un tira y afloja con ella por un sobre. Es para ti, Elia, gritó con impaciencia el hombre. Ella soltó y vi la derrota reflejada en su semblante. El engaño quedaba al descubierto. Se dio la vuelta y entornó la puerta. El desconocido sacó una tarjeta de su cartera. Un bufete de abogados. Llámame, me dijo levantando la mano a modo de despedida. Aquella tarde me acompañó hasta aquí.
Ella no fue la misma desde entonces. Había días que ni nos veíamos, a pesar de tener nuestros cuartos separados por un par de metros. Cayó en un estado de ausencia que la mantenía en cama noche y día. Terminó recluida en un centro. La visité un par de veces. Luego dejé de ir. Vivió los últimos años en soledad. Así lo eligió el día que cumplí los diez. Siempre me decías que el perdón debía ganárselo uno mismo. Ella nunca se ganó el mío.
Elia calla unos segundos. Ha dejado de llover. Se quita el sombrero y lo guarda en el bolso. Algunos rayos de sol se abren camino entre las nubes. El ambiente se ha templado.


Leí tu carta. No había venganza ni rencores. Solo palabras de amor que hablaban de ti y de mí. A pesar de las negativas jamás te rendiste. Tu lucha por la verdad pasó a ser la mía. Ese fue tu legado.
Elia mira el banco vacío. Luego la piedra donde descansan dos rosas rojas.
Siempre te recordaré, papá.
Saca unas gafas oscuras del bolso. Se dirige a la salida. Un hombre de semblante infantil espera apoyado en un coche. De la mano lleva a un niño de corta edad. Elia aprieta el paso y no mira atrás.

jueves, 12 de mayo de 2016

Revoltijo





No quiero que te equivoques. No se trata de un reproche tampoco un enfado. No es la idea que yo tengo. Solo es una llamada de atención.
He dejado pasar el tiempo. Sin agobios ni mensajes de cómo te va. Porque sé que necesitas tu espacio y acomodarte en él. Que los cambios nunca son fáciles y tú lo sabes.
No es más que te echo de menos. Los días de charla y risas juntas. Solas. A nuestro aire. Con el amanecer a la vuelta de la esquina y sin ganas de dormir. Recordando situaciones y gente. La de siempre. Que pregunta por ti y tu vida. Y siempre digo lo mismo, bien, todo bien.
En fin, que aquí sigo y estoy. No me voy a ningún sitio.