sábado, 26 de diciembre de 2015

Callejeros

Nicolás busca en el contenedor algo que llevarse a la boca. Apenas ha comido en dos días. Mientras, sobre la valla, su amigo vigila con las orejas tiesas en posición de alerta. De pronto, el muchacho escucha un bufido. Es la señal. Los dos corren hacia la esquina y se esconden en un soportal cercano. Pasea su mirada de un lado a otro, con nerviosismo, como si le vigilaran. Pero todo está en calma.
─Te lo dije, Gasolina ─comenta el muchacho─. Esta noche cenamos de lujo.
Un trozo de carne asada con restos de guarnición y media tarta de chocolate. En unos minutos, dan buena cuenta del asado. Al coger el postre, Nicolás lo mira con atención. Registra su mochila. Por fin, encuentra la fotografía. Se la lleva hasta la boca y la besa. Con su dedo índice, ennegrecido por la mugre, hace once agujeros en el pastel. Saca de su bolsillo un mechero. Lo enciende y pasa la llama por cada hueco en la capa de chocolate.
El muchacho cierra los ojos con fuerza, arrugando los párpados y la nariz. Mueve sus labios pero sin sonido. Gasolina observa con interés los gestos de su amigo. Entonces, Nicolás, toma aire y sopla con energía sobre la tarta.


Después del festín nocturno, se prepara para dormir unas horas. Extiende una manta en el suelo. Llama a su amigo con un silbido. El minino se despereza sin prisa. Se acurruca entre las piernas del niño y desaparecen bajo un abrigo desgastado que les sirve de protección contra el frío.
Una mujer se acerca con sigilo. Levanta una punta del abrigo y lo contempla durante un instante. Con un movimiento en el hombro despierta al chico. Éste, abre los ojos bruscamente. Con la sorpresa, da un salto y, Gasolina sale por el aire bufando en todas direcciones.
─Siento haberte asustado ─se disculpa la desconocida a punto de soltar la carcajada.
─¡Leches, qué susto! ─exclama Nicolás─. ¿Quién eres tú?  
─Adela ─se presenta extendiendo su mano.
El chico la mira con desconfianza. Elude el gesto de saludo con descaro y comienza a recoger sus pertenencias. Echa un vistazo a su alrededor. Sonríe al ver a su amigo asomarse con recelo detrás de una columna. Se acerca a él.
─No tengas miedo, Gasolina ─susurra en su oreja.
Los dos amigos se preparan para iniciar su marcha. Adela, que ha permanecido en silencio, llama la atención del chaval.
─¿Tal vez te apetezca un desayuno caliente? ─dice en voz alta.
De pronto, el muchacho se detiene. Se gira con calma. Mira de reojo a Gasolina. Levanta la cabeza y camina hacia la señora.
─¿Podría ser una taza de chocolate caliente?
─Y un trozo de bizcocho o unas galletas de canela ─añade Adela, con emoción.
─Me llamo Nicolás ─dice alargando la mano─. Él es Gasolina.
El chico se mueve despacio. Parece inquieto por la invitación. Gasolina, ajeno al  comportamiento de su amigo, corretea detrás de una hoja. Al fin, Adela decide hablar.
─Te he visto alguna vez en el centro de alimentos. Me preocupé cuando…
─No me gusta que me vigilen ─interrumpe con tono airado, el muchacho─. Por eso no volví.
La mujer prefiere no insistir en el tema. Cambia de conversación.
─Estoy pensando que además del desayuno…quizá quieras darte un baño y cambiar tu vestuario ─sugiere, Adela, con sutileza─. Seguro que todavía queda algo de ropa de mi nieto en algún armario.
Aquellas palabras se convierten en magia para los oídos de Nicolás. Se detiene. Sujeta el brazo de la mujer con suavidad. Adela, lo mira con sorpresa. Su gesto lo dice todo.
─¡Eres abuela! ─exclama con entusiasmo, Nicolás.
─Tengo un nieto ─aclara─. Lo echo de menos.
─Sabes, Adela, también echo de menos a mi abuela ─se sincera el crío─. A veces, sueño con ella. Me cuidó después del accidente. Yo tenía tres años.
─¿Y dónde está?
El chico se vuelve con lágrimas en los ojos, como si no tuviera fuerzas para hablar de eso.
─Podemos charlar de ello durante el desayuno ─le propone, Adela, limpiando sus lágrimas con los dedos.
El niño no aguanta más. Se abraza a la mujer con energía, tal vez tenga miedo a quedarse solo de nuevo. Tras unos instantes, Adela, le anima a continuar.
─Oye, Nicolás, ¿crees que Gasolina estaría dispuesto a darse un baño?
Los dos se miran con picardía y ríen con ganas.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Vecinos

Sentada en una silla de plástico y con la mirada fija en la pared, Clara, espera en la misma postura hace más de una hora. Al otro lado del cristal, la observan con atención dos mujeres y un hombre.
─¿Ha dicho algo? ─pregunta la mujer de mayor edad.  
─Ni una palabra ─responde el hombre con una mueca de indiferencia.
─Es mi turno, ¿vas a entrar, letrada?
─No, prefiero quedarme fuera.


La puerta se abre despacio. Clara ni se inmuta. Permanece de lado, en la silla, y mirando la pared. La mujer se acerca.
─¿Clara? Soy la doctora Núñez, ¿te importa que me siente?
La joven no mueve un músculo. Ni pestañea. Tampoco se vuelve. Sigue en la misma postura ajena a la presencia de la mujer. La doctora coge una silla y se coloca de lado, igual que Clara. Ésta da un respingo.
─¿Quién eres?
─Soy la doctora Núñez. Necesito que contestes algunas preguntas, ¿estás conforme?
Clara mueve levemente los hombros, con desgana.
─¿Recuerdas qué has hecho hoy?
La joven se remueve inquieta. Permanece en silencio. Vuelve a su postura preferida, de cara a la pared. Ante ese comportamiento, la doctora cambia de tema.
─¿Sabes dónde estás?
Se vuelve de nuevo y mira a la mujer.
─Este olor a cerrado, en penumbra y sin ruidos…me ha recordado mi antiguo apartamento. Un antro asqueroso que prefiero olvidar.
─¿No eras feliz en tu casa?
─¡Esa nunca fue mi casa! ─responde la joven con gesto de enfado─. No me gustaba aquel lugar. Pero una amiga me ayudó a salir de allí.
─¿Una amiga?
Cierra los ojos. Silencio. La doctora espera.
─Ingresó por un accidente de tráfico ─explica─. Yo tenía el turno de noche en urgencias. Fui su enfermera hasta que pasó a planta.
La mujer echa un vistazo a sus notas. Espera unos segundos para hacer la próxima pregunta.
─¿Cómo te ayudó?
─Cuando le dieron el alta, al despedirnos, me comentó que se iba del país y su casa estaba en venta ─el gesto de Clara se relaja─. Me pareció una buena oportunidad y la aproveché. Llegué a primeros de mayo ─comienza a relatar con entusiasmo─. Me sorprendió la claridad de su interior. En el jardín se respiraba un aroma a flores que me recordó mi niñez. Escuchar el graznido de las urracas, el canto de los mirlos y las voces de los niños jugando cerca de la verja. ¡Al fin, tenía mi propia casa!
─Muchas emociones el primer día. ¿Y qué tal tus vecinos?
─No conozco a todos. Solo a Florita que vive al lado, el matrimonio de enfrente y los de la perrita Luna que residen en el ocho. Bueno, el día que llegué y de pasada, apareció el vecino del cinco. No me gustó. Tenía una mirada extraña.
De pronto, Clara se calla. La doctora respeta sus silencios. Quiere que se sienta cómoda y hable.
─No sé…Tal vez estaba equivocada. Tampoco di importancia al tema.
─¿Alguna vez volviste a cruzarte con él?
─Pues ahora que lo dices…Llevo viviendo allí varios meses y no lo vi más.
La doctora insiste de nuevo pero de forma diferente. Necesita una confirmación.
─Por lo que me cuentas, te va bien en tu nueva casa.
─Sí, soy muy feliz. Aunque al principio hubo algunos problemas ─comenta Clara mirando a la única ventana de la sala─, no hice caso.
La mujer muestra un leve gesto de triunfo.
─¿Qué problemas, Clara?
─Todo empezó con unos anónimos en el buzón ─comenta la joven─. Después siguieron con el coche. El desinflado de las ruedas, la rotura de limpiaparabrisas trasero y los arañazos decorativos en las puertas. Se llevaron algunas macetas de la entrada y destrozaron una jardinera con prímulas azules. Son mis preferidas, ¿sabes?
─Supongo que lo denunciarías…
─¿Denunciar? No, ni lo pensé. Era perder el tiempo ─añade la muchacha─. Además, no fue a mí sola. Otros vecinos también sufrieron desperfectos.
La joven, de nuevo, dirige su mirada hacia la ventana. Espera la siguiente pregunta de la doctora.
─Bien, Clara, te repito la pregunta. ¿Recuerdas qué has hecho hoy?
─Nada especial. Hoy es mi día libre. He aprovechado para dormir. Eran las once cuando han llamado a la puerta y dos policías me han traído aquí. Eso es todo.
─Esta mañana han encontrado a un hombre inconsciente en el suelo con heridas en la cara. Al parecer, por la rotura de los cristales de su vehículo.
─Siento mucho lo que ha ocurrido pero ¿qué tiene que ver conmigo?
─La agresión se ha producido junto a la valla de tu jardín. El hombre es el vecino del cinco.
Clara comienza a cambiar de postura en la silla. Sus ojeras reflejan el cansancio acumulado. La doctora recoge la documentación extendida por la mesa.
─Es todo, Clara. Gracias por tu colaboración ─dice la mujer a modo de despedida─. Puedes marcharte.

La mujer se acerca a la abogada.
─¿Tú la crees? ─pregunta la letrada.
─Sí, ¿tú no? De todas formas, no hay indicios que revelen su implicación.
Clara se levanta sin prisa. En la puerta, alguien espera con impaciencia la salida de la joven.
─¿Qué tal ha ido, Clara?
─Mejor de lo que esperaba ─contesta con una amplia sonrisa en sus labios─. ¿Y tus manos, Florita?
─Tranquila. Son cortes sin importancia. En unos días, estarán curadas.
Las dos mujeres ríen con ganas. Y cogidas del brazo, se alejan con pasos de victoria.

viernes, 30 de octubre de 2015

El visitante



Eli disfruta los últimos rayos de sol antes de desaparecer tras la colina de Crow Peak. A su lado, el Señor Nelson dormita en el poyete de la ventana. Hoy es Halloween. Aunque para Eli ya no es importante. No desde el incendio.
En apenas unos minutos, escuchará un griterío infantil con el característico “truco o trato” o lo que es lo mismo, “dulce o travesura”. Un constante abrir y cerrar de puertas inundará todo el vecindario.
Se oyen unos golpes en la entrada. Eli enarca las cejas. El Señor Nelson, con las orejas tiesas y sus ojos color miel, lanza bufidos en todas direcciones. Eli se acerca y abre con cautela. Encuentra a un muchacho, algo mayor que ella, que la recibe con una leve sonrisa.
─Estoy buscando a Eli.
─¿Qué quieres? ─su tono es cortante. Hace mucho que no recibe visitas.
─Me llamo Tom. No soy de por aquí ─aclara el chico─. Llevo vagando de acá para allá…demasiado tiempo que ya ni me acuerdo. ¿Puedo pasar?
Mientras Eli se aparta a un lado, el Señor Nelson vuelve a su sitio de costumbre.
─Tienes una casa muy original, Eli. Tal vez necesite algunos arreglos, pero me gusta.
La niña se desliza inquieta de un lado a otro, mirando de reojo a Tom. Su cara, por la sorpresa, lo dice todo.
─Creo que te debo una explicación ─apunta Tom acomodándose en un sillón ennegrecido─. Hace unos días escuché una conversación un tanto extraña. Dos mujeres comentaban un suceso ocurrido hace años en este condado. Y por casualidad surgió tu nombre. Por sus palabras, creí que te vendría bien un amigo.
─¡Ya tengo al Señor Nelson!
El jaleo de los chiquillos interrumpe la conversación. Eli se detiene y, con la mirada clavada en el suelo, se sienta frente a Tom. De pronto, el muchacho da un respingo.
─¿Quieres que vayamos a pedir “truco o trato” por las casas? ─pregunta con cierta picardía como si pensara más en trucos que en tratos.
Eli levanta las comisuras de los labios.
─¿Harías eso por mí?
─¡Por supuesto! Ahora somos amigos.
─Pero ¿¡no vamos disfrazados!?
─Te aseguro, Eli, que seremos la envidia del condado ─Tom ríe con ganas.
Durante una hora recorren las calles sin dejar un solo timbre al que llamar. Tal vez, la falta de visión en unos y lo inesperado en otros es de gran ayuda para llenar sus bolsillos de golosinas. Eli es feliz de nuevo.
Después de la diversión y de regreso a casa, la niña se detiene frente a un escaparate. En su interior, se muestra un surtido de pasteles típicos de esas fechas. Pero a Eli no le importan los dulces. Se gira hacia Tom.
─¿Sabes qué echo de menos? ─el muchacho la observa con afecto─, mirarme al espejo como cada mañana antes del incendio. Recuerdo a mi madre, al irme al colegio, despedirse de mí con un beso y un “estás preciosa, mi niña”.
Tom coge su mano con suavidad.
─Tú siempre serás preciosa, Eli.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Sinapsis

No hay sonidos estridentes, ni gritos, ni carreras. Sólo destellos de electricidad continuos que recorren el sistema en busca de respuestas. Es una señal de alarma. Los agentes conocen el protocolo de emergencia y sin demora, conectan con la máxima autoridad, el controlador.
Néaróin sortea con astucia los mensajes que obstruyen las rutas de comunicación. Es una experta en los envíos. Quiere ser agente de campo, demostrar su rapidez de conexión. Pero se ha conformado con su destino en el archivo central.


Al principio, apenas había trabajo. Se limitaba a guardar los mensajes en su carpeta correspondiente y tenerlo a mano para su envío en cualquier momento. Poco a poco la actividad se aceleró. Hubo unos años en que no daba abasto. Recibir, archivar y enviar. A veces, se formaba tal atasco de mensajes que por error, emitía una imagen en vez de un sonido. Pero se adaptaba con facilidad y resolvía el problema con una conexión casi perfecta. Aparecían los asistentes que descargaban su material químico. Se originaba un estímulo de electricidad que iluminaba el archivo al completo. Y este resplandor se transmitía por los canales de mensajería. Con el tiempo, se convirtió en una maestra en solventar situaciones de caos.
Un grupo de extremistas del sueño ha burlado las defensas del sistema. El controlador toma la iniciativa. No parece un ataque interno ni casual. Todo apunta a una agresión intencionada que proviene del exterior. Espera ideas que logren parar al enemigo. Los niveles de energía están bajo mínimos y necesitan una fuente alternativa. Por un instante, las conexiones se detienen. Al fin, Néaróin envía una solución que reciben con sorpresa. El director da carta blanca a su propuesta y la misión comienza.


Las unidades de defensa deben aislar e impedir el avance a los intrusos. Un grupo de agentes se conectan al centro de visión y permanecen a la espera. Mientras, ella busca con prisa un archivo, una mezcla de imagen y aroma. El estímulo está preparado y emite un impulso a sus compañeros. Las membranas se separan unos milímetros y un haz de fotones incide en la esfera de cristal. Los acumuladores reciben su llegada con alivio pero no es suficiente. La archivera insiste de nuevo. En esta ocasión activa una emoción del pasado remoto. No hay respuesta. El invasor se ha hecho con el mando de los centros estratégicos. Ya no existe movimiento ni actividad ni comunicación. Durante unos instantes, Néaróin ha conseguido ser agente de campo. Emite su último impulso de energía. Después, el sistema de control se desconecta.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Reflejo

La mañana del lunes, salí a pasear con Honey, la yegua color miel que me regaló mi padre cuando cumplí dieciséis. Y sí, pasear, digo bien. No monto sobre ella, camino a su lado. Siempre el mismo recorrido de casa a la pradera. Allí trota y galopa. Se revuelca y patalea como un bebé recién bañado. Y mientras, la miro y disfruto.

De regreso a casa, echamos una carrera. Fue un error por mi parte, ahora lo entiendo. Tropecé con la raíz de un árbol y caí al suelo. ¿Cuánto tiempo pasó? Sólo sé que, al abrir los ojos, reconocí mi habitación a pesar de la oscuridad. Eso me extrañó. Nunca corría las cortinas y me sentí confusa. Había una fragancia sutil, un olor familiar, a flores y mar. Similar al perfume de mi padre. Duró unos instantes pero suficiente para recordarlo. Era un fuera de serie, de los que te volvías a mirar cuando te cruzabas con él. Un hombre que huía de la rutina y al que improvisar no le asustaba. Cuando los planes se van al traste comienza la diversión, decía siempre con una sonrisa en los labios. No es por nada pero era su preferida. Quería a mi hermana, claro está, pero con ella no había complicidad. Él y yo nos entendíamos a la perfección. ¡Cuánto lo echaba de menos! Hace un año que falta y nunca he sabido que pasó. Nadie me dio explicaciones.
Ese recuerdo me llevó a otro. La foto de la mesilla. Mi padre y yo, con mi vestido color lavanda ¡Le encantaba! Emma ponte el vestido, me susurraba al oído. Sin pensarlo me acerqué al armario y al abrir la puerta, me quedé sin habla. Un vaquero y una camiseta vieja colgaban de una percha. Nada más. Miré los cajones de la cómoda, bajo el espejo, y de la mesilla. Todo vacío. No podía creer que mi hermana hubiera llegado tan lejos. Ella, dos años mayor, parecía de otro mundo. Presumía hasta para hablar. Se movía con una rectitud que rayaba en lo ridículo ¿Y vistiendo? Eso era un fastidio continuo. Tenía dos armarios llenos de ropa pero no le bastaba. Cogía la mía o la escondía. Y si me enfadaba con ella, la culpable era yo. No, esto no era cosa de mi hermana.
Me senté en la cama, con calma, pensando qué ocurría allí. Al fin, decidí preguntar a mi madre.
Al bajar la escalera, la encontré sentada en el saloncito, en su sillón preferido. Me sorprendió su rostro, sin color en las mejillas, y su mirada ausente.
─Mamá, ¿te encuentras bien?
Ella, con la vista fija en la pared, ni me miró. Cogí sus manos con suavidad pero las retiró enseguida. Se envolvió, con su chal de lanilla los hombros, como si un frío invisible cruzara la estancia. De pronto, un grito de terror recorrió la casa. Las dos miramos hacia la puerta. Corrí al recibidor y la escena que presencié me dejó con la boca abierta. Mi hermana salía de mi habitación con una velocidad frenética. Los ojos fuera de las órbitas, el rostro de una palidez que asustaba, igual que un fantasma, y el pelo un palmo por encima de la cabeza. Pasó por mi lado como un suspiro. Se abrazó a mi madre, con gemido de lástima, parecía una niña que despierta de una pesadilla. Esto estaba yendo demasiado lejos. Y subí hacia mi cuarto.
Al entrar, no observé nada raro. Permanecía tal cual lo había dejado, con cierto desorden. Las puertas del armario hasta la pared, los cajones a medio cerrar, las cortinas recogidas en los laterales de la ventana y la cama con la sábana hacia atrás. Lo normal. Salía de nuevo, cuando algo me llamó la atención. Volví sobre mis pasos y al pasar cerca de la cómoda, me quedé perpleja. Estuve unos minutos haciendo movimientos con manos y pies e incluso con la cabeza. Nada. Qué hubiera hecho mi padre en mi situación, me pregunté. Seguro que reír. Y lo hice con ganas hasta que me dolió el estómago y sentí agujetas en él.




Ahora hago lo que quiero sin dar explicaciones. No me preocupa mi hermana ni sus tonterías. Ya no hay culpas ni responsabilidades. No tengo horarios que cumplir ni pido permiso a nadie. Y el tiempo…es mi aliado.  

martes, 1 de septiembre de 2015

Regeneración

Ya no tiene fuerzas para continuar. Ha perdido la confianza en lo que denominan los expertos, evolución. Lleva lustros, incluso décadas, intentando que paren y piensen. El camino que han elegido lleva al exterminio.
Los polos se derriten por calentura febril. África y Asia originan pinchazos agudos, a punto de un infarto en su núcleo. Trata de respirar en profundidad, necesita oxígeno con urgencia. Supone que cuenta con América del Sur para ello. Pero su pulmón, colapsado por la tala indiscriminada de sus bronquios, le hace toser y agitarse. No puede más y tiembla. La presión escapa por sus bocas volcánicas lanzando, a decenas de metros, lava, piedras y gases. A continuación, llega la calma y llora. Con desconsuelo. Son lágrimas de lluvia torrencial que arrasa tierra y rocas. Zonas devastadas, sin protección. Ya no existen bosques ni junglas. No hay vegetación y a la fauna, su debilidad no confesada, le queda poco tiempo para la extinción.
Tiene esperanza en la reacción de América de Norte, Europa o alguna zona de Oceanía. Sin embargo, es testigo de la lentitud de respuesta de los humanos. Son los responsables de su destrucción. No hay tiempo y debe decidir.
Pasa un año terrestre, apenas un suspiro en el Universo, y tiene una idea. Nunca se ha intentado pero puede resultar. Las consecuencias son imprevisibles aunque debe arriesgarse.
Antes de llevar a cabo la misión se comunica con su compañera de viaje. Le envía mensajes de energía en forma de fotones de aviso ante cualquier actividad extraña. Y al resto de sus hermanos. Y a la estrella generadora de luz y calor.



Todo preparado. Inicia la cuenta atrás. Diez, nueve…se estremece nerviosa…seis, cinco…¿y si no lo consigue?...dos, uno, cero. Para de rotar sobre sí misma. Un microinstante espacial. En la superficie estalla el caos. Movimientos hiperacelerados desde el ecuador a los polos, zonas anegadas por mares y océanos, ciudades y pueblos vacíos. Solo queda desolación y silencio. No hay vuelta atrás. Sigue con un giro rápido casi frenético, en dirección contraria. Una parada más y de nuevo, la calma.
A pesar del cambio originado tras el proceso de regresión, confía en esa segunda oportunidad de vida y progreso. Llegar al equilibrio primigenio es la única solución.

viernes, 14 de agosto de 2015

Fusión

Estoy preocupada y no sé que más puedo hacer. Ella pasa por momentos difíciles. Una inquietud constante que le provoca un estado de angustia y desesperación.
Nos conocimos desde siempre. Crecimos juntas, sin interrupción. Compartimos sinsabores en compañía pero también los buenos ratos. Aquellos que nos hicieron comprender que seguir valía la pena. Que el esfuerzo tenía su recompensa al convertir los sueños en realidad.
Pero ahora, se ha venido abajo. Permanece sujeta por las garras de la inseguridad que la arrastran hasta el desánimo y el aislamiento. Hablo con ella aunque creo que no escucha. No, en ese estado no. Algunas noches llora en silencio y se me parte el alma. Quiero abrazarla, que note que estoy ahí, sin moverme. Pero ese reflejo maldito me lo impide. Y se burla con descaro. Se ríe de nosotras.
Y cuando todo parecía perdido y el desencanto se había adueñado de ella, algo surgió de su interior y se abrió camino.
Esta mañana me he despertado unos minutos tarde. Sí, puede parecer extraño, que suene a fantasía pero ha sido como lo cuento. La luz del amanecer asomaba con timidez por la ventana. Un soniquete enloquecido ha hecho de despertador improvisado. Ella, sentada sobre su silla preferida, y con un semblante relajado, golpeaba las teclas del ordenador. Concentrada en las palabras que, sin prisa, narraban una historia imaginaria. Como tantas otras escritas en un tiempo pasado. Y sonreía al verse libre de sus días de letargo y soledad. En ese momento, me he acercado a ella en silencio, para no molestar. Y la he  estrechado, tan juntas que parecíamos una.

miércoles, 22 de julio de 2015

El autobús de las nueve

Olivia espera con inquietud la llegada del trece, el autobús que para en la facultad de Farmacia. Mira, una y otra vez, el reloj. Parece alentar al minutero en su recorrido por la esfera. No tiene prisa por llegar, más bien se trata del deseo de encontrarse con él. Y es que desde hace unos días, su vida ha cambiado.

Fue el martes, recuerda Olivia con un gesto de entusiasmo. Aquella mañana se levantó con el primer aviso del despertador. Algo raro en ella que siempre esperaba hasta el toque final. Quizá se tratara de una premonición o tal vez, una casualidad. Y al llegar a la parada del trece, el vehículo aguardaba ya a que el pasaje se acomodara en su interior. Ella fue la última en subir.
Echó un vistazo rápido, buscando un asiento sin ocupar. Se sentó y sacó un libro para entretener los veinte minutos de trayecto. No fue posible. Al abrirlo, sintió una mirada que parecía escudriñarla de arriba abajo. Levantó los ojos y ahí estaba. Un joven la observaba con atención. Vestía con ropa informal. Un vaquero desgastado y una sobrecamisa azul y blanca. Pero Olivia solo se fijó en sus ojos verdes y el pelo revuelto como despeinado. Y entre mirada y mirada, llegaron a su destino. Los dos entraron en la facultad a la vez y se separaron en el hall de la entrada. Ella, a clase de Galénica y él se perdió por  el pasillo de la izquierda.
Después de aquel día, los encuentros se convirtieron casi en una cita. En el trece, a la misma hora y con idéntico recorrido. A las miradas, les siguió alguna sonrisa e incluso, roces de manos en la barra del autobús. Pero en silencio, sin intercambiar una palabra.

Y al llegar el fin de semana, Olivia se desesperó. ¡Lo echaba tanto de menos! No salió con sus amigas, apenas comió en dos días y el sueño la abandonó. No entendía que enamorarse doliera tanto. Pero el domingo, consiguió dormir unas horas, acaso animada por su cita de la mañana siguiente.
Mira de nuevo el reloj. Un minuto. El autobús aparece con puntualidad. Olivia está nerviosa, a punto del infarto. De hoy no pasa que hable con él, se dice en un susurro.  Sube y ojea el interior, en su busca. Ni rastro. ¡No puede ser! ─exclama en voz alta. Los pasajeros la contemplan con gesto de sorpresa. Sin fuerzas, se derrumba en el primer asiento libre. Su cabeza es una mezcla de imágenes y recuerdos que la hacen temblar de emoción.
Pasa el día de aquí para allá, sin rumbo. Cada pisada es un esfuerzo a superar. Y el transcurrir de las horas se convierte en una separación de los momentos de ensueño. Solo ha pasado un día y parece una eternidad. Camina, por inercia más que otra cosa. Se dirige a casa. Quiere estar sola. Sin ver ni sentir. Y llorar hasta que no le duela. Y rendirse.

En su trance de locura, observa a gente esperando el semáforo en verde. Se para y espera, como el resto. De pronto, siente esa mirada intensa y familiar. Vuelve la cabeza, de un lado a otro, y da un paso al frente para tener mejor visión. Nota un golpe. Su cuerpo gira con violencia y se detiene. Levanta la vista y allí está, al otro lado de la calle, con una leve sonrisa y su mirada de costumbre. A pesar del jaleo originado a su espalda, Olivia, corre hacia él. Ahora todo es perfecto. Lo demás no importa.

viernes, 10 de julio de 2015

El regreso

¡Cuántas veces hice el mismo recorrido! De casa al puerto y allí, esperaba a los pesqueros. Desde aquella tarde, con ocho años, en la que imploré y lloriqueé para conseguir el permiso de mi madre. Quería ir al encuentro de papá. Que fuera la mía la primera sonrisa que viera después de la jornada en el “Mirada de Muiréann”, compañero de faena.
─Está bien, Erin, pero no te acerques al borde ─dijo mi madre con voz suave, casi un susurro. 





Y es que el borde me atrapaba. Tal vez, fuera el mar que me seducía. El olor a salitre, el murmurar de las olas, la espuma de burbujas y su canto. Ese que nadie oía y miraban con asombro cuando les hablaba de su melodía.  
Después de quince años seguía haciendo ese recorrido. Ya no había prisa por llegar pero acudía a la cita. Quizá tuviera noticias de papá.





Una mañana se despidió con un “nos vemos esta tarde” y no regresó. Aquella ola maldita se lo tragó. Pareció más un acto de venganza que de glotonería, como si cobrara una deuda impagada.
Desde entonces, mi cabeza era una ebullición de recuerdos, retazos de historias que pedían salir al exterior. Agua y arena. Rostros extraños y manos familiares. Una caja de madera con secretos guardados y una corona de conchas y madreperla en mi pelo rojizo. Nada tenía sentido.
Los barcos regresaban con antelación y me preparé para el encuentro. Pero su mirada ausente no presagiaba buenas noticias.
─Erin… ─dijo apartando los ojos de mí─ ¿Llevas mucho tiempo esperando?
─Vamos Brian, sabes por qué estoy aquí. No hagas esto peor de lo que ya es.
Brian trabajaba con papá y al desaparecer, le ofrecí quedarse con el barco. No iba a utilizarlo, tampoco lo quería.
─Lo siento, Erin. No ha habido suerte.
Me di la vuelta y levanté la mano a modo de despedida.
─¿Vendrás mañana?
Ni contesté. Seguí en dirección a la playa, cerca de casa. Me senté en la arena y lloré con rabia. Le grité al mar mi soledad y su abandono. Y me escondí de su mirada. Y él, en respuesta, me obsequió una corona de conchas y madreperla enredada entre mis pies. Me quedé sin habla, incapaz de reaccionar. Tras unos segundos de incertidumbre, logré ponerme de pie y corrí. Tenía la sensación de estar ante una señal pero ¿de qué?
La puerta de casa estaba de par en par, como de costumbre. Subí los escalones de dos en dos y al llegar a la habitación de mi madre, me paré. Desde el umbral eché un vistazo. Nada. Abrí el armario y los cajones, hasta debajo de la cama miré. Ni rastro. No podía creerlo ¿Y la caja? La de madera, la de los secretos. Salía de la habitación cuando oí un leve crujido. Me volví y para mi asombro, la puerta del armario estaba abierta. Pensé huir, de puro miedo, pero me acerqué con pasos lentos casi obligándome. Y ahí estaba.


Ni me pregunté por qué no la había visto antes. Vacié el contenido sobre la cama. Una caracola, algunas conchas, cristales de colores, una estrella de mar, un frasquito con arena y mi primera corona. Ahora tenía la certeza. Él me enviaba un mensaje.
Recuerdo las palabras de mi madre, recogiéndome el pelo en una trenza, frente al espejo del tocador. Con la inquietud típica de la adolescencia había llegado a una conclusión. No me preocupaba en exceso pero el parecido entre mis padres y yo, no existía. Y lo solté sin pensar.
─Mi preciosa, Erin, tú eres hija del mar.
No hubo más comentarios. Debí hacer un gesto extraño y mi madre sonrió a través del espejo. Por supuesto, sonreí también.
Miraba con atención “los secretos” extendidos sobre la colcha, apenas distinguidos por la oscuridad exterior. Encendí la lamparita como si ella arrojara sentido al enigma que tenía entre manos ¡Y vaya si lo hizo!



Dentro de la tapa, y encajado a la perfección, había un sobre camuflado. Al ver su contenido, el corazón me latía con rapidez. Eran fotos. En brazos de papá con la corona adornando mi pelo. Detrás: Erin, tres años. Ninguna foto más. Ni antes ni después. Me moví inquieta en la cama. Había otra, envuelta con delicadeza, en papel de seda. En ella, aparecía una joven de pelo rojizo recogido en una trenza y adornado con una corona de conchas y madreperla. De mirada verde-azulada como el mar. Detrás: Muiréann. No podía creer lo que veía.
Necesitaba pensar en silencio. Fui paseando hasta la playa y las olas me trajeron una melodía. Parecía un canto de llamada. No tenía otra opción. La decisión estaba tomada. Volvería al mar.

jueves, 14 de mayo de 2015

Yo también me lo pregunto a veces

Quisiera tener una respuesta. Una real, la que se ajuste a la verdad. Y no la que sueltas a alguien que la hace sin interés, para salir del paso. Y respondes de igual forma. Pero insisten y vuelven a la carga y me oigo decir, escribo porque sí. Aunque, de vez en cuando, das con personas que entienden el porqué. Quizá ellas comparten la misma afición o saben que disfrutas haciéndolo.

Siempre me ha encantando leer. Recuerdo uno de mis primeros libros. Las aventuras de Pipi Calzaslargas. Una niña con una imaginación desbordante que vivía con su caballo de lunares y su mono tití. Hacía cosas un tanto peculiares pero muy divertidas. Aún lo conservo.
Luego llegó la adolescencia y con ella la revolución. La mejor herramienta que tenía a mano era la escritura. Escribir todo. Ideas, pensamientos, desacuerdos, inconformismos, cambios de ánimo, todo. No eran historias pero podrían haber formado parte de una. No lo guardé y se perdieron en el tiempo. Sólo quedaron algunas. Las reunidas en un diario  que guardaba bajo siete llaves y creía a salvo de miradas indiscretas. Y me equivoqué.


Después la vida se complica. Estudios, familia, trabajo… y la escritura se quedó en segundo plano. No me olvidaba pero las horas del día se agotaban y ahí estaba, en espera.
Tuve momentos en que acudí a ella. Esos necesarios para liberarme de la monotonía diaria. Aquellos en los que hablar no solucionaba y pensar menos todavía. Y escribía. En hojas en blanco, en una libreta, en un trozo de papel o en la pared si hubiera sido preciso. Pero no me decidía a crear algo serio. Con personajes, escenarios y conflictos. Me sentía incapaz de narrar una historia, un cuento o un relato. Me engañaba con disculpas del estilo… es difícil o no tengo tiempo.

Y los días se convirtieron en meses e incluso años. Y al fin llegó el momento. El mío. Ese en que me olvidé de excusas absurdas y me senté frente a una pantalla blanca de ordenador y comencé a escribir. Me asustaba, no lo voy a negar, pero fui a por todas. Sin saber pero con imaginación y un firme propósito, llegar hasta el final. Y salió un cuento. Uno de buenos y malos. Me veía narrándolo delante de un grupo de críos de corta edad, con gestos de manos y pies y voces diferentes para cada personaje. Me divertí tanto que quise más. Pero antes debía aprender, al menos lo básico. La búsqueda no fue fácil. Hasta que un día vi  algo que me llamó la atención. Era más de lo que esperaba pero me atreví y en ello sigo. Casi al final pero encantada. Ahora no puedo parar.

Si alguien me preguntara en este instante, ¿por qué escribo? Tengo la respuesta real, la de verdad. Escribo porque tengo historias que contar y quiero hacerlo. Porque lo llevo dentro y forma parte de mí. Y seguir es la única opción que necesito.

lunes, 11 de mayo de 2015

Gas

El día de su nacimiento no hubo fiesta ni fanfarria. Tampoco enhorabuenas ni bienvenidas. No hubo saludos ni abrazos. El día que nació Gas fue como otro cualquiera. Uno más en el calendario. Tan sólo su paso por la sala de montaje, la de pruebas y el transporte al salón de exposición. Sin más.


Comenzó a deslizar las ruedas con suavidad por el suelo. Parecía practicar el derrape en pista. Su faro con una intermitencia de apagado y encendido, igual que un parpadeo con ritmo. Los espejos retrovisores iniciaron un juego semejante al escondite. Ahora me veo ahora no, ahora de frente ahora de lado. El depósito emitió un sonido de desagüe vacío, un glu glu glu de lástima. Dio un leve salto.
─¡Quieres dejar de hacer el chorra! Me ponen de las bujías estas novatas…
Gas notó una vibración molesta. Cesó su movimiento y permaneció quieta.
El aburrimiento se instaló en la sala. El vendedor, miró el reloj. Hora de cerrar, dijo con indiferencia. Apagó las luces y se marchó.
─¡Por fin! Creía que no se iría ¿Y tú de qué vas, novata?
Gas giró su faro sorprendida.
─¿Me ruges a mí?
─No, a la CBR del fondo, no te gripa ésta. Pero, ¿a ti te han instalado circuitos normales?
─Siempre tan amable. Eres única para animar a las nuevas.
─No te metas en esta vuelta que no tienes invitación. Más te valdría ponerte un carenado y no enseñar los interiores por ahí.
Naked dejó de rugir y se desconectó. 
─¡Te has pasado tres curvas, Crossrunner!
─¿Qué yo me he pasado? Y esta máquina tonta ¿qué?
Gas empezaba a notar chispas en sus circuitos.
─No sé qué clase de aceite usas pero, yo que tú, cambiaría de marca.
Las bujías de Crossover empezaron a chisporrotear.
─¡Vale ya de rugidos y acelerones! Motores desconectados en tres, dos, uno.
El salón se quedó en calma. Sólo se oía un leve rugido acompasado de CBR.


A la mañana siguiente, el traqueteo de la persiana al subir, sacó a las máquinas de su modo en espera. Ninguna se accionó. Se abrió la puerta. Una joven, de gesto amable, miró a su alrededor.
─¿En qué puedo atenderla, señorita?
─Busco un regalo para…alguien especial.
Los retrovisores se volvieron hacia la muchacha. La agitación de faros no se hizo esperar. Todos, al unísono, seguían los pasos de la chica como si de un baile lento se tratara.
─¡Vaya, me encanta ésta! Sobre todo el color. ¡Va a alucinar cuando la vea!
Gas no se atrevió a mover ni un engranaje. Tenía el motor a punto de estallar. La bobina empezaba a calentarse. Pero no había llegado el momento.
El encuentro con su futuro compañero de ruta estuvo lleno de saludos y felicitaciones. Sólo para él. Sin duda, ella era una máquina, nada más. De pronto giró sus espejos hacia el interior. Sus ruedas comenzaron a dar vueltas como un carrusel. El motor de arranque emitió un carraspeo entrecortado hasta que, al fin, arrancó. Unos cuantos acelerones con petardeo incluido fue su final de obra. Varios pares de ojos la miraron con asombro.
─¡La leche, tío, qué flipe! Vamos cuenta, ¿cómo lo has hecho?
─Sé lo mismo que tú. Quizá ella tenga más información.
Todas las miradas se dirigieron a la muchacha. Ella recorrió su boca con dos dedos en un ademán de silencio. Sonrió al recordar la conversación con el vendedor.
─Buena elección señorita. Es una máquina singular. Su creador ha empleado la tecnología más avanzada y novedosa del mercado. 
─Entonces, ¿será cara?
─No se preocupe por el precio. Aunque le parezca extraño no es importante para mí. Aquí sólo vendemos sensaciones. Es lo principal.
En ese momento, el último comentario la sorprendió. Ahora tenía sentido. Volvió a sonreír.


Aquel comportamiento autómata de Gas con el joven se transformó en poco tiempo en una comunicación de dos a dos. Si le quitaba el polvo del carenado daba ligeros botes contra el suelo. Al probar el funcionamiento de las luces, Gas, lanzaba varias ráfagas hacia él. El cambio de aceite, la revisión de bujías, motor, frenos, ruedas…se convertía en una efusión de rugidos y deslizamientos que activaba el ánimo del chico.  
─Eres grande, compañera ─le decía con golpecitos en el asiento.
Pero una tarde, de gafas de sol y ropa ligera, se convirtió en un afán por salir del atolladero. Decidió salir a rutear con Gas. Unas curvas por la carretera de la costa, pasar la tarde en compañía. Después de un tiempo de diversión, algo ocurrió. Gas notó un temblor raro en el manillar. La curva se aproximaba y los metros avanzaban a velocidad de vértigo. No había cambio de postura, ni movimientos en manos y pies. El punto de no retorno lo tenían a dos ruedas. No podía esperar más. Tomó el mando. Entró en la curva sin tiempo de frenada. La rueda posterior derrapó sin control invadiendo el arcén. La gravilla saltaba en todas direcciones como un abanico de fuegos artificiales. Las sacudidas bruscas lanzaban, de un lado a otro, a su compañero. El acantilado, a escasos centímetros de las ruedas, parecía invitarles a un salto mortal. Por fin consiguió algo de tracción y pudo enderezarse. El corazón del joven latía desbocado como el motor pasado de vueltas de Gas. Aminoraron la marcha y pararon en el mirador. Él bajó y se sentó junto a su máquina. Ella quieta, a su lado.
─Hemos estado cerca, ¿verdad?
Gas lanzó destellos desde su faro. En ese instante, el mar se tragó al sol.
Pasó una semana desde el percance. El abandono por parte de ella era evidente. Sus retrovisores hacia abajo, las ruedas inmóviles y con perdida de presión, su faro empolvado y sin brillo, su motor en silencio.
En la tarde del octavo día, unos pasos amigos se acercaban a la posición de Gas.
─¿Me has echado de menos? ─le preguntó con su saludo especial sobre el asiento.
Giró los espejos hacia él. En su faro apareció un tenue resplandor.
─No tenemos buen día, por lo que veo. ¿Damos una vuelta por la playa?

Fueron hasta el faro, junto al rompeolas. La tarde no invitaba a pasear. Él permaneció en el asiento.
─No podemos seguir rodando juntos. Lo del otro día es serio. Sé que de alguna forma, desconocida para mí, me entiendes.
Gas giró los retrovisores hacia él. Los espejos quedaron empañados al momento.
─He hablado con un amigo. Le gustaría ser tu nuevo compañero. Tú decides.
Unas gotas de condensación resbalaron por los cristales en caída libre hasta el suelo. Gas no mostraba síntomas de actividad.
─¡Maldita sea! No debes rendirte. A ti te han creado para dar gas.
Aquel nombre fue pura magia para sus circuitos. Sacudió la humedad con giros rápidos. Su faro lucía con intensidad, parecía competir con el situado a pocos metros. Después de una semana sin hacerlo Gas volvió a elevar sus retrovisores hacia el horizonte.

sábado, 2 de mayo de 2015

Destino en blanco

Elia apaga el despertador de un manotazo. Busca con impaciencia las zapatillas lanzadas, la noche anterior, a cualquier rincón del cuarto. Arruga la nariz y baja las cejas. Su trabajo le parece una pesadez. La compañera dice que es solo un trabajo. Pero ella quiere emoción. Que la vida tenga una pizca de aventura con sorpresas y misterio. Y no limpiar y colocar libros en una estantería. Historias apiladas, cubiertas de polvo. Niega con la cabeza al pensar en ello.
Llega temprano. Abre con cuidado la puerta de la sala trece. Quizá haya algún cambio desde ayer, dice en voz baja. Los libros siguen en la vieja mesa de castaño en modo de espera. Comienza la tarea. Sitúa la escalerilla en el lugar adecuado y coge un grupo de tres. Los desempolva con esmero y sujeta, con una mano, avanza por los peldaños. Tras colocarlos en su sitio le parece escuchar algo. Parece una llamada. Se para y observa la mesa con atención.  Se lleva las manos a la cabeza con un ademán de asombro.

Sube la escalera de nuevo. Oye un crujido. El peldaño de apoyo se rompe. Los libros vuelan como las mazas de una gimnasta rítmica. Uno cae en la mesa abierto por la página cincuenta y nueve. Se sienta y empieza a leer “…la mujer consigue rescatar los archivos a tiempo. Sabe que la persiguen pero está preparada”. Pasa con prisa la hoja. En el medio de la página, solo aparece una línea escrita, ¿Elia, estás preparada? Un susurro de palabras la envuelve como si de un hechizo se tratara. Lee de nuevo. Al fin contesta, sí.
Elia espera paciente al sicario. Al verle, acelera su vehículo y le lanza contra la acera. No mira atrás. Sonríe con picardía. La aventura comienza. 

Viajera

Aquella mañana al entrar en el café, Javier se fijó en la mujer sentada al fondo. Sola y sin nada en la mesa. El camarero no pudo darle referencias. Era la primera vez que la veía. Su aspecto parecía de una dama, con ademanes de evidente sutileza. Su traje oscuro, casi negro, realzaba la albura de su piel. Su mirada rozaba la perfección. Quizá fuera quien sosegara sus desvelos, pensó él.
Durante unos instantes, que le parecieron horas, dudó en acercarse y hablar con ella.
¿Y si espera a alguien? Tal vez me ignore. ¿Y si se marcha?, se preguntaba en un susurro delante de su taza ya vacía.


Sus pasos de titubeo, como si de una danza exótica se tratara, le llevaron hasta la mesa de la desconocida. Ella no se sorprendió. Mostró una sonrisa que cautivó de inmediato el corazón de Javier.
La conversación sin prisa de la forastera contrastaba con el torbellino de palabras sin control de él. Después de la agitación inicial le propuso cenar juntos. Ella aceptó con una condición: la velada transcurriría en su casa. Sería la anfitriona. A Javier, no le importó. Se despidieron él, con un “hasta las nueve”,  ella, con un gesto de asentimiento.
A la hora convenida llamó a la puerta. Tras ella apareció su dama con vestido negro hasta los tobillos salpicado de madreperla. Parecía un cielo nocturno durante el estío. Con su sonrisa de hechizo le indicó que pasara.
Mientras cenaban, el pecho de Javier era un polvorín a punto de explotar. Con el postre, corazón de chocolate con crema de frambuesa, comenzó a sentirse relajado. La última cucharada le dejó tranquilo, casi adormecido.
─Vine a buscarte ─le dijo ella.
─Lo sé ─respondió él.
Aquella noche, le encontraron sentado en el sillón con una leve sonrisa.

domingo, 19 de abril de 2015

A mil metros del suelo

Recuerdo aquel fin de semana de otoño. Mi madre decidió visitar a la abuela. Intentó convencerme para que me quedara en casa, con mi padre. Y dije que no. ¿Con mi padre? Pero si en un mes le había visto dos veces y, una de ellas, él entraba por la puerta y yo subía a dormir. Ahora eso sí, dejar mensajes, lo bordaba ¿Con mi padre? Ni hablar del tema.
─Luego te quejas porque no pasa tiempo contigo. No te entiendo, Alicia.
─Pues deberías hacerlo, mamá. Desde hace un año, apenas nos vemos. ¿Qué ha cambiado desde entonces?
Aquello la molestó. Desvió la mirada y noté un brillo raro en sus ojos. Pero no pregunté.
─Como quieras, tú ganas ─dijo con la voz entrecortada─. Prepara algo de ropa. Salimos en media hora.
Tenía la mochila lista pero me callé. Unas camisetas, un par de pantalones, ropa interior, el cepillo de dientes y las zapatillas de correr. Era suficiente.

Durante el viaje, mi madre impuso un mutismo incómodo. Intenté iniciar alguna conversación pero no hubo forma de que hablara. Parecía tener su mente en otro lugar. Me dediqué a mirar el paisaje. En esa época del año era un espectáculo. La magia de colores y aromas cautivaban.
Llegamos antes del ocaso. La visión del caserón sobrecogía. La piedra ceniza, las vigas de castaño, el bosque que la rodeaba…parecía una casa encantada de cuento de hadas.
Me acosté casi sin cenar. Ellas se quedaron en la cocina conversando hasta bien entrada la madrugada. Desde mi cuarto, oía un susurro lejano como un arrullo infantil para dormir.
Desperté con el sol. Dejé una nota encima de la mesa pero al salir, mi madre, me llamó.
─Alicia, espera.
Se acercó y me abrazó. Sentí un cuerpo frágil como si fuera a romperse de un momento a otro. No me había dado cuenta hasta ese momento. No sé por qué no dije nada. Tan solo me limité a sonreír.
─¡Ten cuidado! Y ven antes del anochecer.
─Claro que sí, mamá.
Cerré la puerta sin ruido e inicié la carrera.
Al principio, comencé por el sendero pero giré a la derecha y me metí en la arboleda. Sentí los pies hundirse en la hojarasca hasta el tobillo, el crujir de las ramas caídas con cada paso. Evité oquedades escondidas del terreno y troncos tumbados por el viento o alguna tormenta perdida. Escuché el canto de una avecilla reclamando su territorio. Respiré la esencia del rocío y la madera. Y durante unos instantes fui parte del bosque.
Al avistar el mirador aceleré el paso. El panorama que se extendía ante mí me cautivó. No era la primera vez que subía pero siempre descubría algo nuevo. Allí, los sentidos se apoderaban de ti. La cabeza despejada, los brazos relajados y las piernas ligeras.

Me acordé de la primera vez. Subí con mi padre. ¡Cómo me gustaban aquellas excursiones! Me sentía protegida con él. Pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Aumentó las horas de trabajo y dejamos de hacer cosas juntos. Se alejó de mí o tal vez fui yo quien se distanció de él, como siempre decía mi madre.
Con todo ese remolino de emociones se echó la hora encima. El sol rozaba la linde del monte.

Regresaré por la vereda para acortar, pensé. Pero a pocos metros de la marcha, me detuve. Al verle, comencé a temblar. El miedo se apoderó de mí. Los pies clavados en el suelo como una estatua de piedra sin movilidad, ni vida.
Al llegar a casa de la abuela, no pronuncié palabra. Solo me senté. Mi mente estaba lejos, volaba aturdida, a mil metros del suelo
─Alicia, ¿nos cuentas qué has visto?
Miré a la abuela. ¿Cómo sabía qué había visto algo? 
─¿Era un animal con un aspecto…especial?
Moví la cabeza de arriba a bajo. Las palabras surgieron sin querer.
─He estado en el mirador del Águila. De vuelta, un animal me ha cortado el camino. Era un ciervo joven, una cría, blanco. Su mirada transmitía sosiego pero no podía moverme. El animal se acercó. El tiempo se había parado. Extendí la mano. Él apoyó el morro en ella y después desapareció.
La abuela se sentó a mi lado y, sonriéndome, empezó a relatarme una historia. Una leyenda que hablaba de mujeres sabias que poseían dones. La visión era uno de ellos. Rendían culto a la Madre Tierra y usaban símbolos como parte de sus ritos.
 ─¿Dones? ¿Símbolos? Pero ¿de qué me estás hablando? Ese animal, ¿qué tiene que ver conmigo? No lo entiendo.  
─¡Para, para Alicia! Lo que has visto es el maoisich geal, la cierva blanca. Se dice que quien la ve sufrirá una transformación, precedida de la decisión de vida. Es un mensaje. No hay nada que temer.
Tenía la sensación de que aquella visión no formaba parte de una leyenda sino de algo real. No pude dormir. Daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Surgían preguntas pero desconocía las respuestas.
Al día siguiente evitamos hablar del tema. Al despedirnos, mi madre se acercó a la abuela. No hubo palabras entre ellas. Pero sus miradas lo decían todo.
Comenzamos el regreso en silencio. Pensaba en la historia de la tarde anterior. Mi madre se mantuvo al margen y eso me inquietaba. Me removí en el asiento, ¿me ocultaba algo?
El estallido del neumático fue inesperado. El descontrol se adueñó del coche. Tras el impacto, se detuvo. La oscuridad irrumpió con violencia.

Mis pasos eran suaves, sin dejar huella, sin ruido ni prisa. Flotaba como un globo lleno de gas que busca el camino. Llegué a un espacio en penumbra dónde seis sombras de luz me rodearon. Y del centro, surgió la séptima.
─Te esperábamos, Alicia.
─¿Quienes sois?
Una de las sombras se acercó. Vi su rostro.
─¿Eres mi madre?
─Lo fui en el pasado.
Me sentía confusa. Empecé a notar mis pies.
─Tenemos que irnos. Debes decidir. Busca en tu interior. La respuesta está ahí.
Mis pies conectaron con las piernas, las manos con los brazos y la cabeza con el cuello. Después encajaron a la perfección en el tronco. Un movimiento de retorno me alejó de allí.

Noto mi mano sujeta con una delicadeza familiar. Mis ojos no se atreven a despertar. Por una rendija, entre los párpados, veo a mi padre adormilado junto a mi cama. Muevo levemente el brazo. Él, con gesto de sorpresa, me sonríe.

sábado, 18 de abril de 2015

Ausencia



El vehículo paró en un camino de tierra. Permanecía oculto de miradas nocturnas. El conductor echó un vistazo al reloj. Su cita de medianoche se retrasaba. Dos luces se aproximaron en dirección contraria. Los dos conductores se saludaron con presteza.
─¿Has traído lo que te pedí?
─Aquí lo tienes ¿Nos vemos?
─Sí, en el sitio de siempre.
No hubo testigos. Ningún rastro. Sólo la noche.
El hombre, tumbado sobre la hojarasca del suelo, intentó incorporarse. Apoyado sobre las manos y con aparente esfuerzo, consiguió ponerse de pie. Pestañeó con prisa, quizá con la intención de mejorar su visión. Los pasos, vacilantes y lentos, igual que los de un bebé cuando aprende a caminar. Sujetó la cabeza, entre las manos, como si fuera a desprenderse del tronco de un momento a otro. Parecía afectado por algo desconocido.
Era corriente, con rasgos vulgares. Vestía camisa y pantalón color tierra con multitud de bolsillos. En la cintura, una tira de cuero grueso, abrazaba su abultado abdomen, a modo de cinturón.  Una serie de oquedades, ahora vacías, decoraban la delantera. Unas fuertes botas de suela con rugosidades completaba el conjunto.
Se mantuvo durante unos segundos apoyado sobre un tronco ojeando los aledaños. De pronto, un sonido idéntico al de un enjambre de abejas al acercarse, recorrió el arbolado. Su reacción fue inesperada. Se agachó, casi rozando el suelo y, se tapó con fuerza los oídos. La sombra de un ave gigante atravesó las copas de los árboles. Tras su paso, el ruido cesó. No hubo un momento de sosiego. Oyó una detonación y, al instante, un grito desgarrador irrumpió en el silencio del bosque. Movió los labios con rapidez. Debo irme de aquí, exclamó con voz temblorosa.
Miró a su alrededor, con recelo y confusión, sin decidir qué dirección tomar. Primero caminó de frente pero minutos más tarde, giró a la derecha. Le pareció escuchar algo detrás y se volvió. Todo estaba en calma e inició la marcha de nuevo.
Después de un rato de caminata, se detuvo. El movimiento de unos matorrales próximos le puso en guardia. Un gruñido, a pocos metros, le erizó los pelos. El miedo se apoderó de él. Su andar dudoso se convirtió en una huída de furia sin control. Corría sin rumbo, sin mirar atrás. El ramaje dañaba su cara, las raíces impedían que avanzara con velocidad, el sudor del esfuerzo cegaba sus ojos… Pronto comenzó a jadear.
Se detuvo un momento para tomar resuello. Estaba al límite del agotamiento. Se llevó la mano al pecho y la mueca de dolor le delató. Tras una breve recuperación decidió mover los pies con calma, sin prisa. Poco a poco sus pisadas adquirieron seguridad y firmeza. Se atrevió a sonreír con descaro.


La tranquilidad del hombre fue corta. El zumbido volvió de improviso y con mayor intensidad. No se detuvo, ni miró, sólo escapó. Sus zancadas pesadas y lentas, por el cansancio acumulado, no le permitían moverse con soltura. Sollozó con impotencia al verse perseguido por algo misterioso e invisible.
Su vista fija hacia delante no le dejó ver entre las hojas del suelo. Los pies quedaron atrapados. El cuerpo suspendido en el aire se mecía como un columpio. Intentó zafarse del cautiverio sin éxito. La situación empeoró y su cráneo impactó con brusquedad contra el terreno boscoso quedando teñido de rojo oscuro. Su respiración se volvió lenta como si no existiera. El cuerpo tumbado sin movimiento y la mirada vacía casi sin vida.
Sus párpados, con un gesto de pesadez, se cerraron.
Escuchó un crujir de ramas. Alguien se acercaba a su posición. Entreabrió los ojos y vio a un extraño con gorra, de visera larga, que le cubría parcialmente el rostro pintado de negro. En su mano derecha portaba una escopeta.
─¿Qué se siente cuando tú eres la presa?
El hombre recordó todas las ocasiones en que había estado de pie, cerca de sus trofeos, sin tener en cuenta el sufrimiento generado sobre ellos. En ese momento supo que no habría clemencia para él. El disparo fue la confirmación.




R.U.