viernes, 10 de julio de 2015

El regreso

¡Cuántas veces hice el mismo recorrido! De casa al puerto y allí, esperaba a los pesqueros. Desde aquella tarde, con ocho años, en la que imploré y lloriqueé para conseguir el permiso de mi madre. Quería ir al encuentro de papá. Que fuera la mía la primera sonrisa que viera después de la jornada en el “Mirada de Muiréann”, compañero de faena.
─Está bien, Erin, pero no te acerques al borde ─dijo mi madre con voz suave, casi un susurro. 





Y es que el borde me atrapaba. Tal vez, fuera el mar que me seducía. El olor a salitre, el murmurar de las olas, la espuma de burbujas y su canto. Ese que nadie oía y miraban con asombro cuando les hablaba de su melodía.  
Después de quince años seguía haciendo ese recorrido. Ya no había prisa por llegar pero acudía a la cita. Quizá tuviera noticias de papá.





Una mañana se despidió con un “nos vemos esta tarde” y no regresó. Aquella ola maldita se lo tragó. Pareció más un acto de venganza que de glotonería, como si cobrara una deuda impagada.
Desde entonces, mi cabeza era una ebullición de recuerdos, retazos de historias que pedían salir al exterior. Agua y arena. Rostros extraños y manos familiares. Una caja de madera con secretos guardados y una corona de conchas y madreperla en mi pelo rojizo. Nada tenía sentido.
Los barcos regresaban con antelación y me preparé para el encuentro. Pero su mirada ausente no presagiaba buenas noticias.
─Erin… ─dijo apartando los ojos de mí─ ¿Llevas mucho tiempo esperando?
─Vamos Brian, sabes por qué estoy aquí. No hagas esto peor de lo que ya es.
Brian trabajaba con papá y al desaparecer, le ofrecí quedarse con el barco. No iba a utilizarlo, tampoco lo quería.
─Lo siento, Erin. No ha habido suerte.
Me di la vuelta y levanté la mano a modo de despedida.
─¿Vendrás mañana?
Ni contesté. Seguí en dirección a la playa, cerca de casa. Me senté en la arena y lloré con rabia. Le grité al mar mi soledad y su abandono. Y me escondí de su mirada. Y él, en respuesta, me obsequió una corona de conchas y madreperla enredada entre mis pies. Me quedé sin habla, incapaz de reaccionar. Tras unos segundos de incertidumbre, logré ponerme de pie y corrí. Tenía la sensación de estar ante una señal pero ¿de qué?
La puerta de casa estaba de par en par, como de costumbre. Subí los escalones de dos en dos y al llegar a la habitación de mi madre, me paré. Desde el umbral eché un vistazo. Nada. Abrí el armario y los cajones, hasta debajo de la cama miré. Ni rastro. No podía creerlo ¿Y la caja? La de madera, la de los secretos. Salía de la habitación cuando oí un leve crujido. Me volví y para mi asombro, la puerta del armario estaba abierta. Pensé huir, de puro miedo, pero me acerqué con pasos lentos casi obligándome. Y ahí estaba.


Ni me pregunté por qué no la había visto antes. Vacié el contenido sobre la cama. Una caracola, algunas conchas, cristales de colores, una estrella de mar, un frasquito con arena y mi primera corona. Ahora tenía la certeza. Él me enviaba un mensaje.
Recuerdo las palabras de mi madre, recogiéndome el pelo en una trenza, frente al espejo del tocador. Con la inquietud típica de la adolescencia había llegado a una conclusión. No me preocupaba en exceso pero el parecido entre mis padres y yo, no existía. Y lo solté sin pensar.
─Mi preciosa, Erin, tú eres hija del mar.
No hubo más comentarios. Debí hacer un gesto extraño y mi madre sonrió a través del espejo. Por supuesto, sonreí también.
Miraba con atención “los secretos” extendidos sobre la colcha, apenas distinguidos por la oscuridad exterior. Encendí la lamparita como si ella arrojara sentido al enigma que tenía entre manos ¡Y vaya si lo hizo!



Dentro de la tapa, y encajado a la perfección, había un sobre camuflado. Al ver su contenido, el corazón me latía con rapidez. Eran fotos. En brazos de papá con la corona adornando mi pelo. Detrás: Erin, tres años. Ninguna foto más. Ni antes ni después. Me moví inquieta en la cama. Había otra, envuelta con delicadeza, en papel de seda. En ella, aparecía una joven de pelo rojizo recogido en una trenza y adornado con una corona de conchas y madreperla. De mirada verde-azulada como el mar. Detrás: Muiréann. No podía creer lo que veía.
Necesitaba pensar en silencio. Fui paseando hasta la playa y las olas me trajeron una melodía. Parecía un canto de llamada. No tenía otra opción. La decisión estaba tomada. Volvería al mar.

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