miércoles, 22 de julio de 2015

El autobús de las nueve

Olivia espera con inquietud la llegada del trece, el autobús que para en la facultad de Farmacia. Mira, una y otra vez, el reloj. Parece alentar al minutero en su recorrido por la esfera. No tiene prisa por llegar, más bien se trata del deseo de encontrarse con él. Y es que desde hace unos días, su vida ha cambiado.

Fue el martes, recuerda Olivia con un gesto de entusiasmo. Aquella mañana se levantó con el primer aviso del despertador. Algo raro en ella que siempre esperaba hasta el toque final. Quizá se tratara de una premonición o tal vez, una casualidad. Y al llegar a la parada del trece, el vehículo aguardaba ya a que el pasaje se acomodara en su interior. Ella fue la última en subir.
Echó un vistazo rápido, buscando un asiento sin ocupar. Se sentó y sacó un libro para entretener los veinte minutos de trayecto. No fue posible. Al abrirlo, sintió una mirada que parecía escudriñarla de arriba abajo. Levantó los ojos y ahí estaba. Un joven la observaba con atención. Vestía con ropa informal. Un vaquero desgastado y una sobrecamisa azul y blanca. Pero Olivia solo se fijó en sus ojos verdes y el pelo revuelto como despeinado. Y entre mirada y mirada, llegaron a su destino. Los dos entraron en la facultad a la vez y se separaron en el hall de la entrada. Ella, a clase de Galénica y él se perdió por  el pasillo de la izquierda.
Después de aquel día, los encuentros se convirtieron casi en una cita. En el trece, a la misma hora y con idéntico recorrido. A las miradas, les siguió alguna sonrisa e incluso, roces de manos en la barra del autobús. Pero en silencio, sin intercambiar una palabra.

Y al llegar el fin de semana, Olivia se desesperó. ¡Lo echaba tanto de menos! No salió con sus amigas, apenas comió en dos días y el sueño la abandonó. No entendía que enamorarse doliera tanto. Pero el domingo, consiguió dormir unas horas, acaso animada por su cita de la mañana siguiente.
Mira de nuevo el reloj. Un minuto. El autobús aparece con puntualidad. Olivia está nerviosa, a punto del infarto. De hoy no pasa que hable con él, se dice en un susurro.  Sube y ojea el interior, en su busca. Ni rastro. ¡No puede ser! ─exclama en voz alta. Los pasajeros la contemplan con gesto de sorpresa. Sin fuerzas, se derrumba en el primer asiento libre. Su cabeza es una mezcla de imágenes y recuerdos que la hacen temblar de emoción.
Pasa el día de aquí para allá, sin rumbo. Cada pisada es un esfuerzo a superar. Y el transcurrir de las horas se convierte en una separación de los momentos de ensueño. Solo ha pasado un día y parece una eternidad. Camina, por inercia más que otra cosa. Se dirige a casa. Quiere estar sola. Sin ver ni sentir. Y llorar hasta que no le duela. Y rendirse.

En su trance de locura, observa a gente esperando el semáforo en verde. Se para y espera, como el resto. De pronto, siente esa mirada intensa y familiar. Vuelve la cabeza, de un lado a otro, y da un paso al frente para tener mejor visión. Nota un golpe. Su cuerpo gira con violencia y se detiene. Levanta la vista y allí está, al otro lado de la calle, con una leve sonrisa y su mirada de costumbre. A pesar del jaleo originado a su espalda, Olivia, corre hacia él. Ahora todo es perfecto. Lo demás no importa.

viernes, 10 de julio de 2015

El regreso

¡Cuántas veces hice el mismo recorrido! De casa al puerto y allí, esperaba a los pesqueros. Desde aquella tarde, con ocho años, en la que imploré y lloriqueé para conseguir el permiso de mi madre. Quería ir al encuentro de papá. Que fuera la mía la primera sonrisa que viera después de la jornada en el “Mirada de Muiréann”, compañero de faena.
─Está bien, Erin, pero no te acerques al borde ─dijo mi madre con voz suave, casi un susurro. 





Y es que el borde me atrapaba. Tal vez, fuera el mar que me seducía. El olor a salitre, el murmurar de las olas, la espuma de burbujas y su canto. Ese que nadie oía y miraban con asombro cuando les hablaba de su melodía.  
Después de quince años seguía haciendo ese recorrido. Ya no había prisa por llegar pero acudía a la cita. Quizá tuviera noticias de papá.





Una mañana se despidió con un “nos vemos esta tarde” y no regresó. Aquella ola maldita se lo tragó. Pareció más un acto de venganza que de glotonería, como si cobrara una deuda impagada.
Desde entonces, mi cabeza era una ebullición de recuerdos, retazos de historias que pedían salir al exterior. Agua y arena. Rostros extraños y manos familiares. Una caja de madera con secretos guardados y una corona de conchas y madreperla en mi pelo rojizo. Nada tenía sentido.
Los barcos regresaban con antelación y me preparé para el encuentro. Pero su mirada ausente no presagiaba buenas noticias.
─Erin… ─dijo apartando los ojos de mí─ ¿Llevas mucho tiempo esperando?
─Vamos Brian, sabes por qué estoy aquí. No hagas esto peor de lo que ya es.
Brian trabajaba con papá y al desaparecer, le ofrecí quedarse con el barco. No iba a utilizarlo, tampoco lo quería.
─Lo siento, Erin. No ha habido suerte.
Me di la vuelta y levanté la mano a modo de despedida.
─¿Vendrás mañana?
Ni contesté. Seguí en dirección a la playa, cerca de casa. Me senté en la arena y lloré con rabia. Le grité al mar mi soledad y su abandono. Y me escondí de su mirada. Y él, en respuesta, me obsequió una corona de conchas y madreperla enredada entre mis pies. Me quedé sin habla, incapaz de reaccionar. Tras unos segundos de incertidumbre, logré ponerme de pie y corrí. Tenía la sensación de estar ante una señal pero ¿de qué?
La puerta de casa estaba de par en par, como de costumbre. Subí los escalones de dos en dos y al llegar a la habitación de mi madre, me paré. Desde el umbral eché un vistazo. Nada. Abrí el armario y los cajones, hasta debajo de la cama miré. Ni rastro. No podía creerlo ¿Y la caja? La de madera, la de los secretos. Salía de la habitación cuando oí un leve crujido. Me volví y para mi asombro, la puerta del armario estaba abierta. Pensé huir, de puro miedo, pero me acerqué con pasos lentos casi obligándome. Y ahí estaba.


Ni me pregunté por qué no la había visto antes. Vacié el contenido sobre la cama. Una caracola, algunas conchas, cristales de colores, una estrella de mar, un frasquito con arena y mi primera corona. Ahora tenía la certeza. Él me enviaba un mensaje.
Recuerdo las palabras de mi madre, recogiéndome el pelo en una trenza, frente al espejo del tocador. Con la inquietud típica de la adolescencia había llegado a una conclusión. No me preocupaba en exceso pero el parecido entre mis padres y yo, no existía. Y lo solté sin pensar.
─Mi preciosa, Erin, tú eres hija del mar.
No hubo más comentarios. Debí hacer un gesto extraño y mi madre sonrió a través del espejo. Por supuesto, sonreí también.
Miraba con atención “los secretos” extendidos sobre la colcha, apenas distinguidos por la oscuridad exterior. Encendí la lamparita como si ella arrojara sentido al enigma que tenía entre manos ¡Y vaya si lo hizo!



Dentro de la tapa, y encajado a la perfección, había un sobre camuflado. Al ver su contenido, el corazón me latía con rapidez. Eran fotos. En brazos de papá con la corona adornando mi pelo. Detrás: Erin, tres años. Ninguna foto más. Ni antes ni después. Me moví inquieta en la cama. Había otra, envuelta con delicadeza, en papel de seda. En ella, aparecía una joven de pelo rojizo recogido en una trenza y adornado con una corona de conchas y madreperla. De mirada verde-azulada como el mar. Detrás: Muiréann. No podía creer lo que veía.
Necesitaba pensar en silencio. Fui paseando hasta la playa y las olas me trajeron una melodía. Parecía un canto de llamada. No tenía otra opción. La decisión estaba tomada. Volvería al mar.