Mamá,
no es mi intención causarte dolor al verme así, rodeada de este fluido
enrojecido y frío que me cubre hasta la cintura. Pero la realidad me ha
superado y no aguanto más.
Nunca
te hablé de ellas. De sus burlas, insultos y golpes al salir de clase. De las
noches de insomnio y llanto pensando en mi vuelta al instituto al día
siguiente. De las nauseas, los temblores y la presión en el pecho que me
paralizaban cada mañana al verlas, esperándome en la puerta, con sus caras
estúpidas y dispuestas a comenzar su rutina de violencia. La verdad, me faltó
valor para sincerarme contigo.
Y es
que cada vez que me miraba al espejo y veía reflejado mi cuerpo en él,
resonaban en mi cabeza las palabras llenas de crueldad que murmuraban al pasar
por mi lado. Me sentía tan culpable que no era capaz de enfrentarme a su
desprecio.
Y
aunque sé, que la responsabilidad es de ellas y de los que con su silencio
alimentan su tarea infernal, ya es tarde para mí. No puedo seguir. No me quedan
fuerzas. Solo quiero desaparecer.
Cuando
leas esta carta, no llores, mamá. Ya no tengo miedo. Por fin, soy libre.