viernes, 27 de octubre de 2017

Una taza de té con pastas

Inés da el último sorbo y deja la taza en la pila de la cocina. Mira el reloj. Murmura entre dientes. Se dirige al recibidor con prisa. Descuelga el abrigo negro. Intenta abrocharse los botones, pero el último a la altura del vientre, se resiste. Lo deja estar. Coge el bolso y en la puerta, se para. Entra al salón. Busca entre las cartas encima de la mesa. Las revisa una a una. De pronto parece recordar. Echa un vistazo al interior del bolso. Aquí está, suspira. Mira la dirección. Tranquila, solo es tu hija, se anima con dos vueltas de llave al salir.
Es finales de enero. Una capa de escarcha, de un par de centímetros, cubre la acera. Camina con cuidado. Sube al coche y conecta la radio. Al fin, se aleja de una ciudad  aletargada tras el fin de semana.
Toma la autovía en dirección a la costa. Al cabo de una hora se desvía hacia el faro. Son cinco kilómetros de curvas y asfalto parcheado. Inés reduce la marcha. De improviso aparece una llanura que tapiza una pared rocosa de casi cien metros sobre el océano. Al fondo se alza un caserón de piedra gris y madera de castaño.


Desciende del vehículo. Da unos pasos hacia el cortado. Entorna los párpados y respira. Sus pulmones se empapan de una brisa cargada de salitre.
Unos minutos para su cita de las nueve. Se dirige a la entrada. En un lateral, una placa de pizarra grabada con letras blancas anuncia el lugar: Centro Psiquiátrico para Menores. En la puerta la recibe una mujer próxima a la cincuentena, con pelo corto y gafas.
─¿Eres la madre de Sara? Soy la directora.
Inés asiente. La sigue hasta un despacho en la planta baja. Se despoja del abrigo. Sin esperar invitación, se hunde en un sillón frente a un ventanal.  
─¿No tienes inconveniente en tutearnos?
─Lo prefiero ─confiesa Inés.
─Te agradezco que hayas accedido a esta reunión antes de la visita.
─Necesitaba cambiar de aires. Después del funeral me aislé de todo ─clava la mirada en el cristal.
─Por cierto, tu carta ha sido de gran ayuda para saber algo de Sara.
─¿Es que ella no ha contado nada?
─Se niega en rotundo. ¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
─Casi dos meses. Me informaron de su traslado, pero no tenía ánimo para viajar.
─Claro, en tu estado…─se levanta hacia la ventana─. Acércate.
Una bruma blanquecina avanza hacia la costa. Inés recorre las vistas hasta posarse en un banco del patio.
─¿Quiénes son?
─Es tu hija. El joven, un colega de mi equipo.  
─Sara parece cambiada.
─Bueno, tal vez ha madurado.
─Se da un aire a mi marido, me refiero al joven.
─Supongo que por eso se lo permite. Espero que pronto haya un avance ─se mira la muñeca─. Siento dejarte pero tengo terapia de grupo. Sara también asistirá, pero puedes esperar en la sala de al lado.
Inés entra en una estancia acogedora. Una luz tenue se cuela entre los cristales de un mirador. Unas mesas con un par de sillas, alrededor de una chimenea, componen el resto del mobiliario. En una de ellas, descubre botellines con agua. Coge uno y da un trago generoso. Se acomoda en un poyete interior cubierto por cojines. A pesar del silencio, le parece escuchar el rugido del océano. Como un murmullo lejano. Su pulso se relaja. Su mente viaja al pasado.
Inés apenas podía moverse. Aquella noche, cuando se deslizaba entre las sábanas, el reloj marcó las nueve. Se despertó con un dolor intenso en el vientre. Al incorporarse, miró hacia abajo. No daba crédito. El bebé golpeaba como si quisiera salir por la fuerza. Echó los pies al suelo y en ese instante su marido se incorporó. Ven a mi lado, la calmó. La abrazó con las manos sobre la tripa. El dolor cesó de inmediato.
En los primeros años solo había lloros ante el roce con su madre. No hubo lactancia. Ni paseos por el parque, baños relajantes o arrullos por insomnio. La pequeña Sara buscaba a su padre con la mirada. En sus brazos, la niña encontraba el descanso. Y mientras Inés sufría por aquel sinsentido, a él, se le partía el alma. Su mujer se había convertido en un cúmulo de piel y huesos.
Con los cuatro afloraron las negativas. No y no, era la respuesta preferida de Sara. Los celos ante las muestras de cariño de la pareja. Y si el padre salía por la puerta, la niña gruñía hasta su regreso. Cuando sea mayor me casaré con papá, repetía a todas horas. Y la madre arrastraba los pies y su pena en espera de un cambio.
Con la llegada de la pubertad, Sara se convirtió en una experta de la seducción. Se lucía frente al padre con cualquier pretexto, enfundada en camisetas y pantalones estrechos. Y él, con una mueca de enfado, recriminaba el gesto y la vestimenta. La madre se limitaba a mover la cabeza de un lado a otro con indiferencia.
Inés agota el contenido del botellín. ¿Cuánto más tendré que esperar? Desvía la mirada hacia el exterior. La bruma ha engullido el banco de Sara. Siente un escalofrío. El pasado la envuelve de nuevo.
Faltaban unos días para cumplir los trece. Era jueves por la tarde. Como de costumbre, mientras Sara permanecía en el jardín, Inés vigilaba desde la ventana de la cocina. Su mirada había cambiado. Tenía un brillo especial. Más confiada y segura. Un vehículo entró en el garaje.
─Papá, llegas temprano.
El padre saludó con un gesto y pasó de largo. Se plantó en el vestíbulo. Tomó a Inés entre los brazos y la besó con dulzura.
─¿Eres feliz?
─Estoy en una nube.
Con el entusiasmo, ninguno se percató de la presencia de Sara. El portazo hizo temblar las paredes de la casa. Aquella noche, como otras tantas, solo hubo dos platos para cenar.
Cuando el viernes Sara llegó a casa, no se entretuvo fuera. Se movía con sigilo. Encontró a la madre leyendo en la salita. Se detuvo un instante.   
─¿Pasa algo? ─Inés dio un respingo.
─Necesito un favor ─la voz de Sara era casi un susurro.
─Tú dirás ─dijo con recelo.
─Mañana cumplo los trece.
─Lo sé.
─Me gustaría preparar una merienda. Solo los tres. ¿Podrías dejarme la receta de las pastas de canela?
Inés alzó las cejas. Calló unos segundos. Sara ni pestañeaba.
─¿Por qué este año, Sara?
─Déjalo, ya veo que no te parece bien ─comentó ya de pie.
─Baja al sótano, en una caja azul la encontrarás ─Inés continuó leyendo.
Abandonó la salita. Cuando subió al vestíbulo, tenía las manos ocupadas. Fue hasta la cocina. Sujetó la receta con un imán en la puerta de la nevera. Tiró un envoltorio de plástico a la basura. Sacó la bolsa. Se aseguró de que Inés seguía entretenida. Salió al exterior. Cruzó la calle y la arrojó al contenedor. En su rostro asomó una mueca de triunfo.
A las seis todo estaba preparado. La mesa del comedor lucía sus mejores galas. El mantel de los domingos, la loza para las grandes ocasiones y hasta un pequeño jarrón con flores cortadas aquella mañana. En el centro, un plato con los dulces de canela. Los padres se acomodaron. Sara  apareció con una bandeja. Un té a la menta para Inés. Un café con un chorrito de leche para su padre.
─¿Y tu taza? ─preguntó la madre.
Sara regresó a la cocina. El padre dio unos sorbos de café.
─No seas impaciente ─le recriminó su mujer.
─¡Está buenísimo! Y el té huele de maravilla, ¿me dejas probarlo?
─¡Qué pesado! Anda, toma, date prisa.
El hombre bebió un poco de infusión. Inés le arrebató la taza. Cuando la colocaba sobre el plato, por el rabillo del ojo, vio una sombra en la puerta. Sara, con su cacao en la mano, contemplaba la escena. Su madre abrió la boca pero su marido se levantó de golpe. Un sudor frío le recorría el rostro. Estaba pálido. Se llevó la mano al pecho. Boqueaba como un pez fuera del agua. Su cuerpo convulsionó. Inés, de rodillas junto a su marido, gritaba pidiendo ayuda. Pero su hija ya no la oía.
Escucha unos pasos que se acercan. Se gira hacia la entrada. Se oyen voces subidas de tono. La puerta se abre con brusquedad. Una muchacha con vaqueros amplios y jersey de cuello alto cruza la sala. Ocupa una de las sillas, de espaldas al mirador. Inés se coloca en frente.
─¿Cómo estás, Sara?
─¿Qué haces aquí?
─Quería verte.
─Ya puedes largarte.
─Veo que no has cambiado, sigues en tu línea. Tu padre…
─¡No te atrevas a mencionar a papá! ─golpea en la mesa. Se inclina sobre Inés─. ¡Eres lamentable! No te enteras de nada.
La muchacha se levanta. La silla cae al suelo. Se dirige hacia la salida.
─¡Sara! ─grita Inés.
Se detiene. Da la vuelta y regresa a la mesa.
─Dime, ¿cómo te sienta perder al amor de tu vida? ─baja la cabeza, aproxima los labios al oído ─. ¡Jódete, Inés! Ahora estamos igual.
Cuando la muchacha se gira para abandonar la sala, la mujer atrapa su brazo.  
─Mírame, Sara ─esta intenta liberarse─. ¡Mírame, te digo! ─insiste con voz autoritaria. Por fin levanta la vista─. No eres la única que lo echa de menos ─hace una pausa, parece que va a decir algo más, pero guarda silencio. Se pone de pie con calma. Recoge sus pertenencias y camina hacia la puerta.
─Sí, vete de una maldita vez ─su voz es casi un murmullo─, desaparece y no vuelvas ─la muchacha se deja caer hasta sentarse en el suelo. Su llanto es un grito de angustia al ver a su madre alejarse.
En la mitad de la sala, Inés se para. Echa un vistazo al mirador. A lo lejos divisa el faro, inamovible con el paso del tiempo como un fiel guardián que protege su territorio. Escucha el rugir del océano. Y siente su energía.
─Adiós, Sara ─se despide sin mirar atrás.
Su pasado se ha desvanecido como la bruma sobre el acantilado. Al salir, cierra la puerta con suavidad.