El
taxi se detiene cerca del edificio. Todavía queda una hora hasta su
intervención. Camina los últimos metros, sin prisa. Pero al entrar nota un nudo
en el estómago como si la devorara por dentro. Se para un momento y respira. Es
tu oportunidad, Amanda, se anima. Levanta la vista y descubre una pequeña
estancia aledaña a la Gran Sala. Busca el móvil y envía un mensaje. Por fin, se
acomoda en un sillón. Poco a poco los latidos en su pecho se relajan. Durante
unos segundos revisa las hojas manuscritas que tiene sobre el regazo. La carta
con letra infantil, le recuerda aquella mañana cuando todo comenzó.
Un
gruñido recorrió la estancia. Amanda echó un vistazo pero se dio la vuelta. Solo
cinco minutos, Natuk, murmuró somnolienta. No hubo tregua. Al momento el cuarto
se inundó de sonidos malhumorados, como si una familia de osos rodeara su cama.
Y es que la habitación de Amanda parecía una escena sacada de un documental de
National Geographic.
Fue
su madre, que para su quinto cumpleaños, decidió cambiar el cuarto de la niña.
Todo recordaba a la región boreal. Su preferida. Sábanas, edredón, colcha y
hasta las cortinas lucían bellos estampados norteños. Y el punto clave, lo puso
el abuelo. Encargó un mural para cubrir la pared frente a la cama. Una imagen llena
de ternura y con aires propios de la zona. La madre blanca, con sus cachorros
en la espalda, se deslizaba por un montículo de hielo. Cuando aquella tarde
Amanda llegó del colegio, corrió hacia su habitación. Al empujar la puerta, su
cara lo decía todo. Se aproximó al mural, ¡bienvenida, Natuk! saludó como si se
conocieran desde siempre.
De
un manotazo desconectó los gruñidos horarios. Con los ojos entornados, inició
el baile de pies hasta encontrar las zapatillas. Mandy, apresúrate, se escuchó desde
la cocina.
─¡Hola
mami!
─Venga,
siéntate, que el autobús no espera.
Miró
su tazón de cereales. Sacó la punta de la lengua y lamió suavemente sus labios.
En la radio oyó un soniquete familiar…Son las ocho. Y ahora unos minutos con
las últimas noticias…Amanda acostumbraba a desayunar con la radio, la
compañera matinal de su madre. De pronto soltó la cuchara. Unas gotas de leche
salpicaron la mesa.
─Todavía
estás así, vamos hija, acaba de una vez.
─Mamá,
¿qué es el calentamiento global?
─Pero,
cariño, no son horas para estas preguntas…
─Todavía
es pronto ─rezongó.
La
mujer miró el reloj de pared. Se acomodó en una silla y suspiró.
─Bueno,
al parecer, la temperatura del planeta ha aumentado en los últimos años.
─Pero
¿cuánto?
─Pues
no sé, hija, un grado más o menos.
─¡Eso
no es mucho!
─Y ahora
termina el desayuno.
─Pues
no lo entiendo ─insistió.
La
madre echó otro vistazo al reloj y se acercó a la niña.
─Cuando
yo tenía tu edad los inviernos eran distintos. Algunos días la nieve nos
llegaba hasta la rodilla, incluso cerraban el colegio ─aclaró la madre─. A
veces ni salíamos de casa. Y fíjate ahora…hace años que no cae un copo de nieve.
La
niña abrió la boca, pero las palabras no salieron. Un claxon sonó en la calle.
Se levantó de golpe. Cogió el abrigo y arrastró su mochila hasta la puerta.
Levantó la mano a modo de despedida.
─¡Qué
tengas buen día, Mandy! ─gritó la madre.
Subió
al autobús deprisa. Buscó entre los compañeros. En la parte trasera y alejado
del resto, un crío moreno y con gafas miraba por la ventanilla. No era muy popular,
pero eso daba igual. La niña se sentó a su lado.
─Hola
Néstor.
─Amanda
─contestó con voz solemne sin girar la cabeza.
─Oye,
¿sabes algo del calentamiento global?
─Pues
claro, ¿por quién me tomas? ─se giró con el gesto fruncido.
─Explícame
qué pasará con eso.
─Mejor
dicho, qué está pasando.
─Vale,
lo que tú digas.
Néstor
se tomó unos segundos. Se colocó las gafas y sin más preámbulos, comenzó a
hablar.
─Los
científicos llevan estudiando los efectos del calentamiento del planeta desde
hace décadas ─Amanda escuchaba con la boca abierta─, y si continúa a este
ritmo, creen que a finales de este siglo las consecuencias serán terribles: los
mares aumentarán su nivel; la fuerza de los huracanes y otras tormentas será
mayor; las especies que dependen unas de otras perderán esa sincronía; las
inundaciones y las sequías serán más frecuentes; habrá menos reservas de agua
dulce; las enfermedades se propagarán con mayor facilidad; los ecosistemas
sufrirán cambios irreversibles, como ya está ocurriendo en el Polo Norte ─
añadió.
─¿Qué
es lo del Polo Norte?
─Amanda,
no te enteras de nada.
─¿¡Me
cuentas lo del Polo Norte!? ─la pequeña levantó la voz. Algunos miraron
molestos─, por favor ─pidió casi en un susurro.
─Un
investigador ha descubierto que desde mediados de los ochenta, los osos polares
están más delgados.
─¿Y?
─Cada
vez hay menos hielo y sin él, los osos no pueden vivir ni alimentarse. Cuando
el hielo desaparezca, los osos también lo harán ─sentenció.
─¿Se
morirán?
─Me
temo que sí.
La
niña quedó en silencio. Tras unos minutos se volvió hacia Néstor.
─Dime
una cosa, ¿por qué vienes al colegio?
─Solo
tengo ocho años ─contestó con una mueca de asombro.
Durante
las clases Amanda parecía distraída, como si su mente estuviera a miles de
kilómetros, en latitud norte. Sonó el timbre. La señal para comer. Pero ella no
movió ni un músculo. Esperó a que el aula se vaciara. Sacó un cuaderno de la mochila.
Cogió su boli de la suerte y en una hoja en blanco comenzó a escribir. No
levantó la vista hasta que una mano tocó su hombro.
─Llevo
un buen rato buscándote ─la joven se colocó frente a ella.
─Quiero
mandar esta carta ─tendió la misiva a su profesora.
─¡Esto
está genial, Amanda! ─su voz de entusiasmo hizo sonreír a la pequeña.
Y la
locura comenzó. La clase, al completo, participó en la iniciativa de su
compañera. Publicaron el texto en las redes sociales, que echaron chispas
durante días. Todos hablaban de “la niña del hielo”. Algunas televisiones y
periódicos locales se hicieron eco de las peticiones de Amanda. Hasta la emisora
de radio, que tanto gustaba a su madre, le dedicó unos minutos.
Pero
la respuesta nunca llegó. Quizá su carta se perdió en una papelera o en el
cajón del olvido de algún despacho.
Una voz
familiar la trae de nuevo a la realidad.
─No
lo pienses más, todo saldrá perfecto ─el joven se coloca a su lado. Coge sus
manos─. Sabes, algunos miembros de la Asamblea quieren reunirse contigo. Tienen
miles de preguntas…
─¿Te
encargarás tú? ─suplica.
─ Claro
que sí ─el joven le guiña un ojo y se levanta─. ¿Entramos?
─Espera
─Amanda se pone de pie sin soltarse del joven─. Gracias por tu apoyo, Néstor. No
sé que haría sin ti.
─Siempre,
Amanda ─susurra con un beso en la frente.
Los
dos jóvenes se dirigen a la Gran Sala. Un murmullo en lenguas distintas inunda
el interior. Avanza con paso firme hacia el atril. Echa un último vistazo a la
carta y toma aliento. La joven sonríe. Amanda inicia su exposición.