miércoles, 10 de enero de 2018

Ártico



El taxi se detiene cerca del edificio. Todavía queda una hora hasta su intervención. Camina los últimos metros, sin prisa. Pero al entrar nota un nudo en el estómago como si la devorara por dentro. Se para un momento y respira. Es tu oportunidad, Amanda, se anima. Levanta la vista y descubre una pequeña estancia aledaña a la Gran Sala. Busca el móvil y envía un mensaje. Por fin, se acomoda en un sillón. Poco a poco los latidos en su pecho se relajan. Durante unos segundos revisa las hojas manuscritas que tiene sobre el regazo. La carta con letra infantil, le recuerda aquella mañana cuando todo comenzó.
Un gruñido recorrió la estancia. Amanda echó un vistazo pero se dio la vuelta. Solo cinco minutos, Natuk, murmuró somnolienta. No hubo tregua. Al momento el cuarto se inundó de sonidos malhumorados, como si una familia de osos rodeara su cama. Y es que la habitación de Amanda parecía una escena sacada de un documental de National Geographic.
Fue su madre, que para su quinto cumpleaños, decidió cambiar el cuarto de la niña. Todo recordaba a la región boreal. Su preferida. Sábanas, edredón, colcha y hasta las cortinas lucían bellos estampados norteños. Y el punto clave, lo puso el abuelo. Encargó un mural para cubrir la pared frente a la cama. Una imagen llena de ternura y con aires propios de la zona. La madre blanca, con sus cachorros en la espalda, se deslizaba por un montículo de hielo. Cuando aquella tarde Amanda llegó del colegio, corrió hacia su habitación. Al empujar la puerta, su cara lo decía todo. Se aproximó al mural, ¡bienvenida, Natuk! saludó como si se conocieran desde siempre.
De un manotazo desconectó los gruñidos horarios. Con los ojos entornados, inició el baile de pies hasta encontrar las zapatillas. Mandy, apresúrate, se escuchó desde la cocina.
─¡Hola mami!
─Venga, siéntate, que el autobús no espera.
Miró su tazón de cereales. Sacó la punta de la lengua y lamió suavemente sus labios. En la radio oyó un soniquete familiar…Son las ocho. Y ahora unos minutos con las últimas noticias…Amanda acostumbraba a desayunar con la radio, la compañera matinal de su madre. De pronto soltó la cuchara. Unas gotas de leche salpicaron la mesa.
─Todavía estás así, vamos hija, acaba de una vez.
─Mamá, ¿qué es el calentamiento global?
─Pero, cariño, no son horas para estas preguntas…
─Todavía es pronto ─rezongó.
La mujer miró el reloj de pared. Se acomodó en una silla y suspiró.
─Bueno, al parecer, la temperatura del planeta ha aumentado en los últimos años.
─Pero ¿cuánto?
─Pues no sé, hija, un grado más o menos.
─¡Eso no es mucho!
─Y ahora termina el desayuno.
─Pues no lo entiendo ─insistió.
La madre echó otro vistazo al reloj y se acercó a la niña.
─Cuando yo tenía tu edad los inviernos eran distintos. Algunos días la nieve nos llegaba hasta la rodilla, incluso cerraban el colegio ─aclaró la madre─. A veces ni salíamos de casa. Y fíjate ahora…hace años que no cae un copo de nieve.
La niña abrió la boca, pero las palabras no salieron. Un claxon sonó en la calle. Se levantó de golpe. Cogió el abrigo y arrastró su mochila hasta la puerta. Levantó la mano a modo de despedida.
─¡Qué tengas buen día, Mandy! ─gritó la madre.
Subió al autobús deprisa. Buscó entre los compañeros. En la parte trasera y alejado del resto, un crío moreno y con gafas miraba por la ventanilla. No era muy popular, pero eso daba igual. La niña se sentó a su lado.
─Hola Néstor.
─Amanda ─contestó con voz solemne sin girar la cabeza.
─Oye, ¿sabes algo del calentamiento global?
─Pues claro, ¿por quién me tomas? ─se giró con el gesto fruncido.  
─Explícame qué pasará con eso.
─Mejor dicho, qué está pasando.
─Vale, lo que tú digas.
Néstor se tomó unos segundos. Se colocó las gafas y sin más preámbulos, comenzó a hablar.
─Los científicos llevan estudiando los efectos del calentamiento del planeta desde hace décadas ─Amanda escuchaba con la boca abierta─, y si continúa a este ritmo, creen que a finales de este siglo las consecuencias serán terribles: los mares aumentarán su nivel; la fuerza de los huracanes y otras tormentas será mayor; las especies que dependen unas de otras perderán esa sincronía; las inundaciones y las sequías serán más frecuentes; habrá menos reservas de agua dulce; las enfermedades se propagarán con mayor facilidad; los ecosistemas sufrirán cambios irreversibles, como ya está ocurriendo en el Polo Norte ─ añadió.
─¿Qué es lo del Polo Norte?
─Amanda, no te enteras de nada.
─¿¡Me cuentas lo del Polo Norte!? ─la pequeña levantó la voz. Algunos miraron molestos─, por favor ─pidió casi en un susurro.
─Un investigador ha descubierto que desde mediados de los ochenta, los osos polares están más delgados.
─¿Y?
─Cada vez hay menos hielo y sin él, los osos no pueden vivir ni alimentarse. Cuando el hielo desaparezca, los osos también lo harán ─sentenció.
─¿Se morirán?
─Me temo que sí.
La niña quedó en silencio. Tras unos minutos se volvió hacia Néstor.
─Dime una cosa, ¿por qué vienes al colegio?
─Solo tengo ocho años ─contestó con una mueca de asombro.
Durante las clases Amanda parecía distraída, como si su mente estuviera a miles de kilómetros, en latitud norte. Sonó el timbre. La señal para comer. Pero ella no movió ni un músculo. Esperó a que el aula se vaciara. Sacó un cuaderno de la mochila. Cogió su boli de la suerte y en una hoja en blanco comenzó a escribir. No levantó la vista hasta que una mano tocó su hombro.
─Llevo un buen rato buscándote ─la joven se colocó frente a ella.
─Quiero mandar esta carta ─tendió la misiva a su profesora.
─¡Esto está genial, Amanda! ─su voz de entusiasmo hizo sonreír a la pequeña.
Y la locura comenzó. La clase, al completo, participó en la iniciativa de su compañera. Publicaron el texto en las redes sociales, que echaron chispas durante días. Todos hablaban de “la niña del hielo”. Algunas televisiones y periódicos locales se hicieron eco de las peticiones de Amanda. Hasta la emisora de radio, que tanto gustaba a su madre, le dedicó unos minutos.
Pero la respuesta nunca llegó. Quizá su carta se perdió en una papelera o en el cajón del olvido de algún despacho.
Una voz familiar la trae de nuevo a la realidad.
─No lo pienses más, todo saldrá perfecto ─el joven se coloca a su lado. Coge sus manos─. Sabes, algunos miembros de la Asamblea quieren reunirse contigo. Tienen miles de preguntas…
─¿Te encargarás tú? ─suplica.
─ Claro que sí ─el joven le guiña un ojo y se levanta─. ¿Entramos?
─Espera ─Amanda se pone de pie sin soltarse del joven─. Gracias por tu apoyo, Néstor. No sé que haría sin ti.
─Siempre, Amanda ─susurra con un beso en la frente.
Los dos jóvenes se dirigen a la Gran Sala. Un murmullo en lenguas distintas inunda el interior. Avanza con paso firme hacia el atril. Echa un último vistazo a la carta y toma aliento. La joven sonríe. Amanda inicia su exposición. 

viernes, 27 de octubre de 2017

Una taza de té con pastas

Inés da el último sorbo y deja la taza en la pila de la cocina. Mira el reloj. Murmura entre dientes. Se dirige al recibidor con prisa. Descuelga el abrigo negro. Intenta abrocharse los botones, pero el último a la altura del vientre, se resiste. Lo deja estar. Coge el bolso y en la puerta, se para. Entra al salón. Busca entre las cartas encima de la mesa. Las revisa una a una. De pronto parece recordar. Echa un vistazo al interior del bolso. Aquí está, suspira. Mira la dirección. Tranquila, solo es tu hija, se anima con dos vueltas de llave al salir.
Es finales de enero. Una capa de escarcha, de un par de centímetros, cubre la acera. Camina con cuidado. Sube al coche y conecta la radio. Al fin, se aleja de una ciudad  aletargada tras el fin de semana.
Toma la autovía en dirección a la costa. Al cabo de una hora se desvía hacia el faro. Son cinco kilómetros de curvas y asfalto parcheado. Inés reduce la marcha. De improviso aparece una llanura que tapiza una pared rocosa de casi cien metros sobre el océano. Al fondo se alza un caserón de piedra gris y madera de castaño.


Desciende del vehículo. Da unos pasos hacia el cortado. Entorna los párpados y respira. Sus pulmones se empapan de una brisa cargada de salitre.
Unos minutos para su cita de las nueve. Se dirige a la entrada. En un lateral, una placa de pizarra grabada con letras blancas anuncia el lugar: Centro Psiquiátrico para Menores. En la puerta la recibe una mujer próxima a la cincuentena, con pelo corto y gafas.
─¿Eres la madre de Sara? Soy la directora.
Inés asiente. La sigue hasta un despacho en la planta baja. Se despoja del abrigo. Sin esperar invitación, se hunde en un sillón frente a un ventanal.  
─¿No tienes inconveniente en tutearnos?
─Lo prefiero ─confiesa Inés.
─Te agradezco que hayas accedido a esta reunión antes de la visita.
─Necesitaba cambiar de aires. Después del funeral me aislé de todo ─clava la mirada en el cristal.
─Por cierto, tu carta ha sido de gran ayuda para saber algo de Sara.
─¿Es que ella no ha contado nada?
─Se niega en rotundo. ¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
─Casi dos meses. Me informaron de su traslado, pero no tenía ánimo para viajar.
─Claro, en tu estado…─se levanta hacia la ventana─. Acércate.
Una bruma blanquecina avanza hacia la costa. Inés recorre las vistas hasta posarse en un banco del patio.
─¿Quiénes son?
─Es tu hija. El joven, un colega de mi equipo.  
─Sara parece cambiada.
─Bueno, tal vez ha madurado.
─Se da un aire a mi marido, me refiero al joven.
─Supongo que por eso se lo permite. Espero que pronto haya un avance ─se mira la muñeca─. Siento dejarte pero tengo terapia de grupo. Sara también asistirá, pero puedes esperar en la sala de al lado.
Inés entra en una estancia acogedora. Una luz tenue se cuela entre los cristales de un mirador. Unas mesas con un par de sillas, alrededor de una chimenea, componen el resto del mobiliario. En una de ellas, descubre botellines con agua. Coge uno y da un trago generoso. Se acomoda en un poyete interior cubierto por cojines. A pesar del silencio, le parece escuchar el rugido del océano. Como un murmullo lejano. Su pulso se relaja. Su mente viaja al pasado.
Inés apenas podía moverse. Aquella noche, cuando se deslizaba entre las sábanas, el reloj marcó las nueve. Se despertó con un dolor intenso en el vientre. Al incorporarse, miró hacia abajo. No daba crédito. El bebé golpeaba como si quisiera salir por la fuerza. Echó los pies al suelo y en ese instante su marido se incorporó. Ven a mi lado, la calmó. La abrazó con las manos sobre la tripa. El dolor cesó de inmediato.
En los primeros años solo había lloros ante el roce con su madre. No hubo lactancia. Ni paseos por el parque, baños relajantes o arrullos por insomnio. La pequeña Sara buscaba a su padre con la mirada. En sus brazos, la niña encontraba el descanso. Y mientras Inés sufría por aquel sinsentido, a él, se le partía el alma. Su mujer se había convertido en un cúmulo de piel y huesos.
Con los cuatro afloraron las negativas. No y no, era la respuesta preferida de Sara. Los celos ante las muestras de cariño de la pareja. Y si el padre salía por la puerta, la niña gruñía hasta su regreso. Cuando sea mayor me casaré con papá, repetía a todas horas. Y la madre arrastraba los pies y su pena en espera de un cambio.
Con la llegada de la pubertad, Sara se convirtió en una experta de la seducción. Se lucía frente al padre con cualquier pretexto, enfundada en camisetas y pantalones estrechos. Y él, con una mueca de enfado, recriminaba el gesto y la vestimenta. La madre se limitaba a mover la cabeza de un lado a otro con indiferencia.
Inés agota el contenido del botellín. ¿Cuánto más tendré que esperar? Desvía la mirada hacia el exterior. La bruma ha engullido el banco de Sara. Siente un escalofrío. El pasado la envuelve de nuevo.
Faltaban unos días para cumplir los trece. Era jueves por la tarde. Como de costumbre, mientras Sara permanecía en el jardín, Inés vigilaba desde la ventana de la cocina. Su mirada había cambiado. Tenía un brillo especial. Más confiada y segura. Un vehículo entró en el garaje.
─Papá, llegas temprano.
El padre saludó con un gesto y pasó de largo. Se plantó en el vestíbulo. Tomó a Inés entre los brazos y la besó con dulzura.
─¿Eres feliz?
─Estoy en una nube.
Con el entusiasmo, ninguno se percató de la presencia de Sara. El portazo hizo temblar las paredes de la casa. Aquella noche, como otras tantas, solo hubo dos platos para cenar.
Cuando el viernes Sara llegó a casa, no se entretuvo fuera. Se movía con sigilo. Encontró a la madre leyendo en la salita. Se detuvo un instante.   
─¿Pasa algo? ─Inés dio un respingo.
─Necesito un favor ─la voz de Sara era casi un susurro.
─Tú dirás ─dijo con recelo.
─Mañana cumplo los trece.
─Lo sé.
─Me gustaría preparar una merienda. Solo los tres. ¿Podrías dejarme la receta de las pastas de canela?
Inés alzó las cejas. Calló unos segundos. Sara ni pestañeaba.
─¿Por qué este año, Sara?
─Déjalo, ya veo que no te parece bien ─comentó ya de pie.
─Baja al sótano, en una caja azul la encontrarás ─Inés continuó leyendo.
Abandonó la salita. Cuando subió al vestíbulo, tenía las manos ocupadas. Fue hasta la cocina. Sujetó la receta con un imán en la puerta de la nevera. Tiró un envoltorio de plástico a la basura. Sacó la bolsa. Se aseguró de que Inés seguía entretenida. Salió al exterior. Cruzó la calle y la arrojó al contenedor. En su rostro asomó una mueca de triunfo.
A las seis todo estaba preparado. La mesa del comedor lucía sus mejores galas. El mantel de los domingos, la loza para las grandes ocasiones y hasta un pequeño jarrón con flores cortadas aquella mañana. En el centro, un plato con los dulces de canela. Los padres se acomodaron. Sara  apareció con una bandeja. Un té a la menta para Inés. Un café con un chorrito de leche para su padre.
─¿Y tu taza? ─preguntó la madre.
Sara regresó a la cocina. El padre dio unos sorbos de café.
─No seas impaciente ─le recriminó su mujer.
─¡Está buenísimo! Y el té huele de maravilla, ¿me dejas probarlo?
─¡Qué pesado! Anda, toma, date prisa.
El hombre bebió un poco de infusión. Inés le arrebató la taza. Cuando la colocaba sobre el plato, por el rabillo del ojo, vio una sombra en la puerta. Sara, con su cacao en la mano, contemplaba la escena. Su madre abrió la boca pero su marido se levantó de golpe. Un sudor frío le recorría el rostro. Estaba pálido. Se llevó la mano al pecho. Boqueaba como un pez fuera del agua. Su cuerpo convulsionó. Inés, de rodillas junto a su marido, gritaba pidiendo ayuda. Pero su hija ya no la oía.
Escucha unos pasos que se acercan. Se gira hacia la entrada. Se oyen voces subidas de tono. La puerta se abre con brusquedad. Una muchacha con vaqueros amplios y jersey de cuello alto cruza la sala. Ocupa una de las sillas, de espaldas al mirador. Inés se coloca en frente.
─¿Cómo estás, Sara?
─¿Qué haces aquí?
─Quería verte.
─Ya puedes largarte.
─Veo que no has cambiado, sigues en tu línea. Tu padre…
─¡No te atrevas a mencionar a papá! ─golpea en la mesa. Se inclina sobre Inés─. ¡Eres lamentable! No te enteras de nada.
La muchacha se levanta. La silla cae al suelo. Se dirige hacia la salida.
─¡Sara! ─grita Inés.
Se detiene. Da la vuelta y regresa a la mesa.
─Dime, ¿cómo te sienta perder al amor de tu vida? ─baja la cabeza, aproxima los labios al oído ─. ¡Jódete, Inés! Ahora estamos igual.
Cuando la muchacha se gira para abandonar la sala, la mujer atrapa su brazo.  
─Mírame, Sara ─esta intenta liberarse─. ¡Mírame, te digo! ─insiste con voz autoritaria. Por fin levanta la vista─. No eres la única que lo echa de menos ─hace una pausa, parece que va a decir algo más, pero guarda silencio. Se pone de pie con calma. Recoge sus pertenencias y camina hacia la puerta.
─Sí, vete de una maldita vez ─su voz es casi un murmullo─, desaparece y no vuelvas ─la muchacha se deja caer hasta sentarse en el suelo. Su llanto es un grito de angustia al ver a su madre alejarse.
En la mitad de la sala, Inés se para. Echa un vistazo al mirador. A lo lejos divisa el faro, inamovible con el paso del tiempo como un fiel guardián que protege su territorio. Escucha el rugir del océano. Y siente su energía.
─Adiós, Sara ─se despide sin mirar atrás.
Su pasado se ha desvanecido como la bruma sobre el acantilado. Al salir, cierra la puerta con suavidad.

sábado, 8 de julio de 2017

Carapito


¡Ven, acércate, que yo te aupo, lagartijilla!
¿Te has mirado hoy al espejo? Sí, esa eres tú.
¿Te das cuenta? Los bigotes sobrepasan tus orejas, las que mueves cada vez que escuchas mi voz. Y esas patas que alzan tu cuerpecillo más de un palmo del suelo y aportan, en cada movimiento, una elegancia de pasarela.
¿Qué dices? Claro, tus ojos. Del color de la esmeralda.
Pero déjame decirte, que lo que más me gusta son tus morretes. Sobre todo cuando formas una o con ellos y ladeas tu cabecilla como si preguntaras, ¿es a mí?
¡Oh, pequeña, toda tú me enloqueces!

miércoles, 21 de junio de 2017

Encrucijada



Cuando aquel siete de febrero me despertó el Bohemian Rhapsody de Queen, lo supe. No por la canción, por supuesto, sino por la escena que descubrí al separar los párpados. Cruzada en la cama, con la sábana y la manta en una esquina. El pijama como una segunda piel. Y ese nudo en el estómago que me devoraba por dentro. ¡Siempre lo mismo!
Porque aquel desorden se repetía con frecuencia desde los siete. Una fragancia inundaba mi nariz. En cuestión de segundos, unas imágenes sin sentido recorrían mi cerebro. ¿Un recuerdo? Daba igual. A esa edad todo era juego y poco más.   
Otra cosa fue en el instituto. En clase de francés, mademoiselle Lilou, tan cursi como su nombre, nos repartió una hoja de examen. Verbos. Después del tercer ejercicio llegó el olor. El bolígrafo comenzó a garabatear palabras extrañas. Un cuarto de hora duró el episodio. Y una semana sin salir el castigo de mi madre. Aquella tarde, al explicar lo sucedido, vi su decepción. De su boca salían palabras que dolían más que un bofetón por sorpresa. Esa mujer no parecía mi madre.  
─Bueno, tampoco es para ponerse así ─dijo papá en tono conciliador.
Si las miradas matasen lo habría fulminado. Y es que mi padre, desde hacía unos años, había cambiado su actitud conmigo. Un afán protector, como si temiera que alguien acabara conmigo. La abuela, que vivía con nosotros, se mantuvo al margen.
─No sigas por ahí, Marion ─sentenció mi madre. Dio por zanjado el asunto.
Ni rechisté. Subí a mi cuarto y cerré por dentro. Al rato oí unos golpes. No me moví. Ante la insistencia, descorrí el pestillo. La puerta se abrió lentamente. La abuela asomó la cabeza y se sentó a mi lado.
─No tengo ganas de charla.
─Al principio cuesta ─tomó mis manos─, pero con el tiempo te acostumbras.
─¿De qué hablas?
─Tú no eres la única, Marion ─soltó de pronto─. Nadie te obliga a seguir con ello.
─¡Venga, abuela…!
─Tu madre lo hizo ─cortó en seco─. Después de un tiempo todo se esfumó.
¿Mi madre? No podía creerlo. Después del rollo que se había marcado. Respiré.
─¿Y tú?
─No, Marion, la elección es tuya ─se levantó. Antes de salir, se giró─. Para mí fue una bendición.
Apagué la radio. Queen enmudeció. Intenté moverme. Sin zapatillas, llegué a la cocina. Apenas probé bocado. Mi estómago dijo que no y accedí a su antojo. Dos sorbos de café y listo. Me levanté con desgana. Avancé hasta el baño. Abrí el grifo. Me desnudé sin prisa y entré en la ducha. El agua parecía liberarme de esa carga invisible que arrastraba desde la niñez.
Necesitaba tomar el aire. Me abrigué y me planté en la calle. Una neblina cubría la ciudad. El frío calaba hasta los huesos. Caminé sin rumbo durante horas. Un ruido en el estómago me detuvo frente a un café. Me acomodé en la mesa del fondo, junto a la ventana. Parecía un lugar tranquilo. Entorné los ojos un instante. Y ese olor, que se colaba por sorpresa, me envolvió como un abrazo. Notaba los latidos en mi pecho. Las manos no paraban de escribir. Él insistía sin darme un minuto de respiro. La emancipación de mi carga había cesado. Pagué la consumición y salí al exterior.
El sol atravesaba la niebla con timidez. El ambiente se había templado. Caminé hasta una parada de autobús cercana. Tal vez lo he despistado. Pero no, allí estaba.  Como un perrito faldero que sigue los pasos de su dueña. Con un salto me incorporé al pasaje del trece. Me alojé en la parte trasera. El olor era más intenso. ¡Maldito seas! Una anciana miró de reojo. ¿Lo huele, usted? pregunté. La mujer, con los ojos como platos, se levantó. Se colocó al lado de una joven embarazada. Ya no quedaba nadie alrededor. Solo aquel suplicio aromático que me tenía atrapada. Cambié de sitio una y otra vez. Boqueaba como un pez fuera del agua.
El semáforo cambió a rojo. El autobús se detuvo. Aproveché el parón. Me dirigí hacia la cabecera, enfrente del conductor. ¡Déjame en paz! bufé. Algunos pasajeros murmuraron. Semáforo en verde. Di unos pasos hasta rozar el parabrisas. El hombre llamó mi atención. Ni me inmuté. De pronto vi como se formaba una mancha en la próxima intersección. Estoy soñando. Faltaban pocos metros. El charco se extendía con rapidez. Quítese de ahí, señorita, insistía el conductor. El olor seguía martirizando mi olfato. Y una voz repetía con insistencia, Marion, reacciona. Lancé un  alarido. El conductor pisó el freno. El autobús se clavó a pocos centímetros del cruce. Un vehículo azul apareció por la derecha. Los bandazos sobre la calzada sucedían sin control. Derrapó y al enderezarse se empotró contra unos contenedores de basura. El pasaje del autobús quedó en silencio. Las manos del conductor seguían sujetas al volante. Al hombre, que sollozaba como un bebé, le pedí que abriera la puerta.
Los siguientes minutos pasaron a una velocidad de vértigo. Ambulancias, policía y bomberos. Todos acudieron al lugar del accidente.
Me acerqué al coche azul. La mirada de aquella pequeña, escondida entre los asientos, abrió la puerta a un recuerdo olvidado.

Una cría, casi de su edad, camina entre estanterías con su padre. Buscan un regalo de aniversario. La pequeña, con afán de investigar, se aleja de la protección paterna. En ese momento entra un jovenzuelo. Parece enfermo. Exige, pistola en mano, la recaudación del día. La dependienta intenta abrir la caja en vano. La niña se asoma al pasillo. Sus pies se clavan en el suelo.
─¡Marion! ─se oye al fondo.
El joven se gira y ve a la niña. Esta ni pestañea. Unas manos la atrapan. Suenan dos detonaciones. Cristales rotos. Una fragancia se extiende por el local. Ya en los brazos del padre, ve un gran charco rojo. La niña cierra los ojos.
Un golpe en el hombro me devolvió a la realidad. La neblina había desaparecido por completo. La tarde invitaba a pasear. Al acercarme al trece escuché al conductor hablar con un agente. Una joven había conseguido salvar la situación, contaba. Después de todo, la abuela tenía razón. 

domingo, 26 de febrero de 2017

Sueños de mar

Sobre una colchoneta descolorida y rota, encima de una tarima de madera a unos centímetros del suelo, descansa una muchacha de unos doce años. Es lo más parecido a una cama que existe allí. Separa los párpados, aunque el izquierdo casi ni se mueve. Pasa la lengua por los labios. Apoya las manos e intenta incorporarse. Sus brazos, sin fuerza, se doblan. Y cae. Consigue emitir un sonido que parece más un ronroneo que una pedida de auxilio. Gira la cabeza con una mueca de dolor. Alarga la mano hasta un hombre pelirrojo que dormita en un sillón y toca su rodilla. Este se levanta de un salto y empuja el asiento contra la pared.
─¡Me he dormido! ─mira el reloj y suelta un bufido. Apenas ha descansado en condiciones en los últimos días─. ¿Qué pasa, Linh? ─ella levanta su índice hacia un botellín de agua.
Se oyen pasos y unos golpes en la puerta. Aparece un joven de ojos rasgados, pelo negro y liso, ataviado con ropa blanca. Inclina la cabeza a modo de saludo. Se acerca a la muchacha y toca su frente. Después rodea su muñeca durante un minuto. Hace una seña al pelirrojo. Al salir echa un vistazo a la cama. La muchacha duerme de nuevo.
Se dirigen a una salita ahora vacía de pacientes. Se acomodan alrededor de una mesa baja. En el centro, una bandeja con dos tazas de porcelana y una tetera humeante a juego. El pelirrojo espera a que su amigo inicie la conversación. Se remueve en la silla por la tardanza y toma la iniciativa.
─¿Tú dirás?
─Será mejor que no me ande con rodeos ─balbucea el joven─, Linh debe irse.
─¡Qué casualidad! La segunda vez que lo escucho esta semana, y estoy de acuerdo ─calla un instante─. ¿Crees que podrá viajar?
─Bueno, sus constantes son normales y las magulladuras han mejorado. Pero ese ojo me preocupa, Róan. Espero que no sea tarde…
─Todo saldrá bien ─se sirve otra taza de té. Desvía la mirada hacia la ventana que da a la calle─. ¿Te he dicho alguna vez cómo la conocí?
─Vaya, si vas a contar algo personal, ¡qué honor!


Róan ignora el comentario. Se recoloca en el asiento y comienza el relato.
─Hace unos años, me enviaron de corresponsal a esta zona. Tenía que cubrir las revueltas de estudiantes, ¿lo recuerdas? ─el joven asiente─. Serán unos meses, me dijeron, y ya va para tres años ─alza las cejas─. Cuando todo se calmó, pensé hacer turismo. Había ahorrado algo de dinero…
─Y empezaste por el noroeste, ¿Sapa, quizá? No pongas esa cara de sorpresa, todos hacéis lo mismo.
─Conseguí un vehículo a buen precio y me largué del bullicio de la ciudad. Cogí la cámara, algo de ropa y mi portátil. Y dos bidones repletos de combustible. Después de unas horas por aquella carretera, empecé a encontrarme mal.
─Mareo, confusión, taquicardia, respiración acelerada,…¡tenías una deshidratación de libro!
─Pues sí, me olvidé de coger suficiente agua.
─Todos hacéis lo mismo.
─¿Dónde están tus modales educados de oriental?
─Los dejé en tu país. Pero por favor, continúa ─dice con retintín.
─Paré en un lateral. Al bajarme, la cabeza me daba vueltas. Me dejé caer lentamente en el suelo. Me pareció oír una voz infantil detrás. No sé qué dijo. Me desmayé. Y al recuperarme, vi una carita que sonreía. Me recordó a…
─Muriel.
─¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?
─No me engañas, Róan. Crees que si ayudas a Linh pagas tus errores pero te equivocas.
─¡Maldita sea! Sí, fui un padre de mierda ─levanta la voz. Su amigo guarda silencio. El pelirrojo se calma─. Aquella misma tarde, mientras el sol desaparecía entre los arrozales, Linh se sentó a mi lado. ¿Has visto alguna vez el mar?  preguntó de pronto. Cuando cumpla los doce será mi regalo, añadió. En un inglés perfecto ─Róan limpia sus mejillas─. Me sorprendió el desparpajo y sus ganas de conocer otros lugares. Me quedé un tiempo con ella y su familia. Nunca la olvidé.
─Lamento mi brusquedad, Róan.
─Tengo que marcharme. Hay mucho que organizar ─se levanta con prisa─. Volveré al anochecer. Cuida de ella ─camina hacia la puerta pero el joven llama su atención.
─Hoy no tengo pacientes y prefiero que salgas por detrás ─se despiden con un apretón de manos─. Ten cuidado.
La ciudad está en silencio. Ya no hay tráfico ni peatones por las aceras. La actividad ha cesado al caer la noche. Róan se retrasa. Un murmullo en la parte trasera  alerta al joven. Se acerca en silencio y escucha.
─¿Róan? ─llama en voz baja.
Unos toques suaves responden. Abre unos centímetros. El joven arruga el entrecejo.
─¿Nos dejas entrar? ─empuja y permite el acceso a su acompañante. Una mujer, con traje de chaqueta gris y el pelo recogido en un moño, permanece junto al pelirrojo─. ¿Está despierta?
─Lleva toda la tarde preguntando.
Acompaña a la mujer hasta la muchacha. Esta, sonríe y extiende sus manos. Él, las estrecha con afecto.
─Linh, ella es una amiga. Ha venido para ayudarte ─mira a la mujer─. Mientras hacéis las presentaciones, salgo un momento.
Busca al joven, le agarra por el codo y lo lleva en volandas hasta la salita de espera.
─¿Pero a ti qué te pasa?
─No me gusta que traigas a la policía y menos sin mi permiso. A veces, no te entiendo…
─Escucha con atención porque lo diré solo una vez ─dice con calma─. Cuando Muriel me pidió ayuda para un colega de la universidad, acepté sin hacer preguntas. Solo debía recoger los envíos y llevarlos a una dirección. Entonces, ni te conocía. Y con el tiempo me di cuenta de que eras de confianza, un amigo. El hermano que nunca tuve. Y jamás, me oyes, jamás te pondría en peligro. ¿Puedes confiar en mí?
─Te esperan, Róan ─el joven se da la vuelta.
El pelirrojo recorre el espacio en tres zancadas. El tiempo apremia.
─Linh quiere contarnos algo.
─Perfecto ─busca entre sus pertenencias y saca una grabadora de mano─. Ya sé que es una antigualla pero nunca me ha dejado tirado ─se acerca a Linh─. Todo preparado.


─Siempre quise conocer el mar ─la mujer clava las pupilas en Róan y este, hace un gesto con la mano─ pero mamá nunca tenía tiempo para llevarme. Yo insistía. Hay mucho trabajo, me decía. Cuando cumplí los once, pregunté otra vez. Hasta el abuelo habló con ella. Está bien, iremos el año próximo por tu cumpleaños, me prometió. Ese día llegó pero no fuimos al mar. A la semana siguiente, mientras dormían, me escapé.
─¿Tú sola? ─pregunta la mujer con asombro.
─Tenía que llegar a la ciudad y allí coger un tren.
─¿Y el dinero?
─Conseguí reunir lo justo con la venta en el mercado ─parece molesta por tanta interrupción─. Había recorrido algunos kilómetros cuando oí un coche. Era una pareja de turistas de la edad del abuelo. Me dejaron en la ciudad.
─¿No te daba miedo? No sé, viajar sola es peligroso, Linh.
─Ahora lo sé. Pero ¿alguna vez has tenido un sueño y haces lo imposible por conseguirlo?
─Chica lista ─susurra el pelirrojo.
─Era tarde, casi oscurecía. Intenté llegar a la estación y pasar la noche allí. Me perdí. Me senté a descansar junto a una puerta roja con tejadillo ─la mujer intercambia una mirada con Róan─. Después de comerme la última torta de arroz, me dormí. Me asusté cuando alguien abrió la puerta. Un hombre salía de la casa. La chica que estaba con él, me ayudó a ponerme en pie y me invitó a pasar. Habló con una señora que me miraba de una forma extraña. Esa noche me quedé con la chica, en su habitación. 
Linh hace una pausa. Bebe unos sorbos de agua. En su rostro aparecen muestras de cansancio.
─Podemos parar un rato ─sugiere la mujer.
─No, prefiero contarlo ahora ─dice con firmeza─. Por la mañana, después de tomar una taza de té y algo de comer, me despedí de la chica. Pero al llegar a la puerta, la mujer mayor me impidió salir. Me empujó hasta una habitación en donde esperaban dos hombres. Aquí tienes que pagar como todas, me grito al cerrar. Me quedé quieta en el centro. Uno estaba sentado en una cama. El otro, en un sillón a mi espalda, cerca de la puerta ─su cuerpo se tensa─. El de la cama parecía extranjero. Acércate, me dijo. No me moví. Oía risas detrás de mí. Se levantó y tiró de mi brazo. Se quitó la ropa de cintura para abajo. Es muy suave, añadió mientras acercaba mi mano a su entrepierna ─balbucea entre sollozos─. Estaba paralizada. Aguanté las nauseas. De pronto, agarró mi pelo por la nuca y empujo hacia él. Cerré los ojos. Sentí su carne en mis labios. Y entonces, abrí la boca y le clavé los dientes ─el pelirrojo y la mujer dan un respingo─. El extranjero aullaba de dolor. Tenía las manos llenas de sangre. Avancé hasta la puerta. Pero un golpe en la cara me detuvo. Caí al suelo. ¡Maldita puta! te voy a enseñar modales, gritó el hombre del sillón mientras me pateaba ─Linh se balancea con la mirada ausente─. Todo pasó muy rápido. La mujer mayor entró en la habitación. Comenzó a discutir con el del sillón. Ví el pasillo y me deslicé hasta él. Unas manos me alzaron. Corre y no te pares, me susurró al oído. Conseguí llegar a la calle, entre tumbos y arrastrando los pies. Y ahora, ¿izquierda o derecha? No podía pensar. Y en ese momento, surgió una voz en mi cabeza. Izquierda. Recorrí unos metros y todo se volvió oscuro. Mi último recuerdo fue una voz familiar que decía mi nombre.
Linh ha parado de moverse. El silencio inunda la estancia. Parece un cuarto sin vida. Después de unos segundos, el pelirrojo saca la cinta de la grabadora.
─Te hará falta ─se la entrega a la mujer.
Ella se levanta, se aparta unos metros y espera. Róan se acerca. La mujer busca un sobre en su bolso.
─Aquí está lo necesario para su viaje ─se gira hacia la muchacha─. Gracias por contarlo, has sido muy valiente.
─Me olvidaba, mi joven amigo tiene algo para ti ─sonríe─. Ten paciencia con él.
─Somos viejos conocidos ─murmura─. ¿Te veré pronto?
─Por supuesto.


El pelirrojo se sienta junto a la muchacha. Coge sus manos.
─Es tarde, debemos marcharnos.
─¿Dónde vamos?
─Recuerdas que te hablé de mi país...
─Y de tu hija ─añade la muchacha.
─Cierto ─confiesa el pelirrojo─. Ella está deseando conocerte.
─¿Y el abuelo y mamá?
─Me han pedido que te lleve lejos. Te echan de menos. Solo quieren lo mejor para ti.
─Pero no me parece bien irme sin ellos.
─¿Te he contado alguna vez, que desde la casa de Muriel, se ve el mar?
─¿El mar? ─la muchacha reacciona con sorpresa─. ¿Y podré ir todos los días?
─Solo se tarda un minuto.
Linh lo abraza con su sonrisa de costumbre.

jueves, 19 de enero de 2017

Arena

El camión avanza con prisa por el asfalto. Uno de los prisioneros intenta revolverse en la jaula. Apenas puede levantar la cabeza. Lleva horas sin beber ni tomar una brizna de alimento. Un olor desagradable impregna la trasera del vehículo. Se acerca a un resquicio y aspira por la nariz. Abre la boca y lo intenta de nuevo. Mueve su cuerpo unos centímetros y golpea con fuerza contra el suelo. Se oye un quejido y en segundos, estalla el caos. Los barrotes se clavan en su costillar. Lanza berridos de dolor. Tal vez sea un presagio de su destino marcado desde el nacimiento.
Algunas horas antes, una mujer pasada la cincuentena esperaba en el lateral de un camino de tierra. Con un dedo subió la visera de la gorra y miró el reloj. Las doce y media. Alargó el brazo hasta el asiento del acompañante. La quinta vez en pocos minutos que realizaba el mismo gesto. Dos luces se aproximaron en dirección contraria. Era su cita de medianoche. Caló la gorra hasta los ojos y salió del vehículo. Un conductor joven, con aspecto desaliñado, se acercaba con calma mirando de reojo a los lados. En su mano derecha sostenía una linterna.
─Tú, siempre tarde.
─¡No te pases que casi me pillan! ─exclamó con voz entrecortada─. He tenido que dar una vuelta del copón ─giró la cabeza hacia atrás─. Bueno, ¿lo has traído?
─Aquí tienes ─una caja de metal del tamaño de una cajetilla de tabaco apareció en la palma de su mano─. No la abras hasta que estés preparado e inyéctalo rápidamente ─informó al joven─. Cuando acabes, no debe quedar ningún rastro.
─Descuida ─levantó el pulgar. Deslizó la cremallera de la cazadora hacia abajo y guardó el objeto en el bolsillo interior─. ¿Crees que funcionará?
─Supongo que habrás leído en la prensa “el accidente” en la montería…─remarcó cada palabra. Dio unos pasos hacia atrás hasta tocar con la espalda en el coche. Un soplido salió de su boca y de improviso, comenzó a reír─. El de la escopeta tenía la cara desencajada. Yo apunté al animal, balbuceaba como un bebé. ¡Qué patético!
─¿Estabas allí? ─se asombró el joven.
─Claro, debía asegurarme ─se quitó la gorra. Su corta melena le cubrió el cuello─Tuve que asistir a otras dos. No sabíamos cuando sucedería, hacía meses que lo inoculamos ─hizo una pausa─. La verdad es que tuve mis dudas cuando me hablaron de esta tecnología. Si cuantificar el sufrimiento ya es complicado, la transformación final parecía…imposible. Pero todo salió perfecto.
─¡Un zas en la boca!─sonrió el joven.  
─Ahora, mentir ante miles de testigos será complicado, ¿no crees? ─preguntó con ironía.
Los dos callaron un instante. Todo permanecía en silencio. La luna llena asomó por encima de la arboleda.
─Tengo que dejarte ─el joven miró su muñeca─. Por cierto, ¿quién se encargará de la muestra?
─Tranquilo ─dio una palmada en el hombro al joven─, en la mesa de mi sala, mando yo.
Se abrazaron a modo de despedida. Subieron a los vehículos y antes de partir, bajaron las ventanillas.
─¡Por ellos! ─exclamó el joven con entusiasmo.
─Ten cuidado ─replicó la mujer. Su vehículo se perdió en dirección a la carretera.


A pesar de los nubarrones que avanzan desde poniente, la capital recibe a los presos con la calidez típica de mayo. El ambiente parece más relajado. Hoy es el patrón de la ciudad. Por las aceras, la gente se agolpa en los aledaños de la plaza. En los bares, algunos rezagados apuran su consumición antes del espectáculo. El trajín del tráfico mitiga las campanadas del reloj en una iglesia cercana. La fiesta ha comenzado.
Los presos se suceden en su suerte entre clarines y tambores. Ya solo queda el zaino en el corral. El sexto de la tarde. Al parecer, y según reza el cartel de la entrada principal, lleva por nombre Embrujado. En su piel, resaltan las cicatrices de humillación marcadas con hierro candente. Se aproxima a la pared del chiquero. La testuz casi en tierra, sin mover un músculo.
Ante el clamor y aplausos del gentío, alza la cabeza. Ha llegado su hora. Un individuo le azuza con una vara desde lo alto. Muge. Arrastra sus patas hasta un corredor estrecho y en penumbra. Un trompetín da la señal.
La puerta se abre. Arranca a la carrera y golpea las maderas con la cornamenta. Desde el otro extremo, un grito llama su atención. Se vuelve. Una figura, con traje ajustado azul y plata, agita un capote entre sus manos. Sus bufidos aumentan en cada pase. Se detiene. Choca la pezuña contra el suelo. Un jinete aparece por el lateral. Vuelve a tomar impulso y arremete contra la cabalgadura. Como respuesta, un objeto punzante se hunde en su cuello. Tres picadas seguidas que disminuyen sus movimientos. Por la herida abierta, la sangre emerge a borbotones y tiñe de rojo la arena. El clarín vuelve a sonar. Seis arpones desgarran su piel. La agonía es evidente. Saca la lengua en un intento de respirar. Se tambalea. El ambiente se ha oscurecido. La tormenta amenaza el festejo. Anuncian el último tercio. En pocos minutos, su pecho se parte en dos. Separa los belfos pero el aire no llega. Dobla las rodillas, el morro roza el suelo y se desploma. La ovación del público es unánime. Las gradas se llenan de pañuelos blancos. Esperan con expectación el permiso de la autoridad para premiar al matador.
─¡Buena faena, maestro! ─exclama el subalterno mientras se agacha con un arma cortante junto al zaino.
Un sonido atronador recorre la plaza. El tiempo parece detenerse. De pronto, una serie de convulsiones extrañas se suceden en el cuerpo del animal. Y en pocos minutos, el desconcierto inunda el ruedo. Unos corren con desesperación, otros se llevan las manos a la frente e incluso algunos se desmayan. También se escuchan llantos de angustia. Los artífices de ajusticiar al sexto de la tarde permanecen quietos, como clavados al suelo. En el lugar del zaino, yace un muchacho cerca de la veintena. Su cuerpo sin vestiduras deja a la vista seis arpones clavados en la espalda. El rostro con magulladuras recientes. Los labios entreabiertos. Las muñecas y tobillos con fracturas imposibles de imaginar. Y sobre la nuca, asoma un acero que se pierde hacia el interior.
La plaza queda desierta. Comienza a llover.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Extraña

Sara mira el reloj, un minuto para las nueve. El altavoz anuncia el último aviso para la salida. Corre por el andén de la estación norte, salva los escalones de entrada al vagón y se para un instante para tomar aliento. Avanza por el pasillo, en busca del compartimento que aparece en su billete. Espero estar sola, murmura al abrir la puerta. No hay nadie. Sonríe. Sube la maleta al estante para el equipaje y se acomoda en el asiento, junto a la ventanilla. El tren inicia el viaje dejando atrás los edificios, la gente, los atascos y el ruido. Junta los párpados y se sumerge en un duermevela con el ritmo del tren.
Siente una presencia cerca de ella. Abre los ojos y encoge las piernas en un sobresalto. Mira de reojo la puerta, el pasador sigue echado. Con una mueca de asombro, observa a una mujer entrada en la cincuentena, que intenta subir una bolsa al estante. En su cabeza luce un pañuelo oscuro anudado en la nuca  que resalta la palidez de su rostro.
─Deje que la ayude ─apenas levanta el bulto del suelo─, pero ¿qué lleva aquí?
─Los recuerdos de toda mi vida ─responde mientras se instala frente a la joven.
La muchacha enarca las cejas. Tras varios intentos, deja la bolsa bajo el asiento. Las dos mujeres se mantienen en silencio. El ambiente se ha vuelto gélido de improviso. Sara se  estremece. Alarga la mano hasta su chaqueta y se cubre los hombros.
─Estoy helada, ¿no tiene frío?
─Tal vez deberías ponértela ─aconseja a la joven─, claro que depende dónde te bajes...


─Voy a un pueblo cerca del mar ─se gira hacia el cristal─. No me gusta vivir en medio de la nada.
─Te entiendo ─asiente la mujer─. Yo también viví en una ciudad, en pleno centro. Siempre había gente, incluso de noche ─su voz es casi un susurro─. Pero al faltar mis padres, me mudé a la casa familiar, a las afueras de un pueblo. Al principio cuesta pero después de un tiempo, te acostumbras.
─No sé, no creo que me adapte…
─Entonces, ¿por qué vas?  ─interrumpe la mujer.
La joven se pone la chaqueta, abrocha los botones y sube el cuello. Se acurruca en el asiento y cruza los brazos. Se toma un respiro.


─Trabajé en un centro ─comienza a relatar─, con niños en situación de abandono. Era complicado ganarme su confianza pero cuando lo lograba, sus sonrisas lo decían todo ─hace una pausa─. Había un niño, Samy, que no mostraba ninguna reacción, ni afectiva ni sensorial. Recuerdo aquellos ojos…
─Como ausentes ─añade la mujer.
─Sí, eso es ─contesta con sorpresa─, ligeramente desviados hacia arriba. Parecía vivir en su mundo, lejos de la realidad. Sin pronunciar una palabra. Cuando se excitaba, movía las manos con un aleteo continuo y, si algo le enfadaba, los gritos se oían por todo el centro ─la desconocida escucha con interés─. Aquel comportamiento no encajaba con su situación y quise averiguar el porqué.
─Y lo conseguiste ─apremia a la joven como con prisa. Esta, la mira con una mueca de fastidio.
─Consulté con varios colegas de profesión, sin resultado ─la joven no se da por aludida─. Pero di con el hilo del que tirar, como una inspiración que acudió a mi mente de pronto. Y tuve una idea para confirmarlo. Al día siguiente, me presenté con dos puzzles. Lo acompañé a la sala de reuniones, los dejé sobre la mesa y esperé. Se sentó y  cogió el de mayor dificultad. Movió la cabeza hacia la tapa un instante y con todas las piezas extendidas, comenzó a encajarlas. Había conseguido llamar su atención. Fue nuestro primer contacto ─Sara hace un alto─. Después de aquello, comprendí que su dificultad residía en las relaciones con su entorno pero en creatividad estaba muy por encima de su edad. Era como tener un genio de siete años al lado.
─¿Qué era lo que más le gustaba?
─Dibujar.Todo lo que llamaba su atención, ya fueran personas o escenas del día a día ─ levanta la vista, se muerde el labio inferior y se toca la frente con las manos─ ¡Era increíble, como si enviara un mensaje con cada dibujo! ─Sara respira profundamente, parece agotada. Se pasa la lengua por los labios, una y otra vez. Se levanta y da unos pasos hacia la puerta─. Tengo sed, ¿quiere algo? ─pero no hay respuesta.
Cuando la joven regresa con un botellín de agua en las manos, se sorprende. Asoma la cabeza al pasillo y echa un vistazo.
─¿Buscas a alguien? ─la voz a su espalda sobresalta a la muchacha que se desploma de golpe en el asiento. La mujer reanuda la conversación─. No me has contestado a la pregunta.
─Confío que este tren, me lleve al cambio que busco en mi vida ─su tono suena sincero.
─¿A qué te refieres?
─Bueno, hablar del pasado, aunque sea con una extraña ─levanta las comisuras de los labios─, me ha hecho reflexionar. Lo que importa son ellos, los niños. A lo demás, ya me acostumbraré.
─Por cierto, ¿qué pasó con el niño?
─Lo adoptaron ─contrae el gesto─. Aquello me afectó. No fui la misma desde entonces, me vine abajo. Presenté mi dimisión. Quiero comenzar de nuevo, aunque sea en un pueblo.
─¿ Te planteaste la adopción?
La pregunta queda en el aire. El altavoz anuncia el destino de Sara. Recoge la maleta y se prepara para salir.
─¿Usted no se baja?
─Me queda mucho camino por recorrer ─la respuesta desconcierta a la joven pero no se entretiene.
─Espero que tenga buen viaje, allí dónde vaya.
─Suerte en tu cambio de vida, Sara.
La muchacha levanta la mano a modo de despedida y desciende del tren. Con la chaqueta en el brazo, camina hacia la salida. De pronto, se para. Se da la vuelta hacia la ventanilla. Pero detrás del cristal no hay nadie.
Un toque en el hombro la devuelve a la realidad. Un hombre de pelo cano la mira con cierto descaro. Viste un traje negro con la corbata del mismo color.
─Señorita Sara, sígame, por favor ─dice cogiendo la maleta─. Tengo el coche ahí mismo.
─¿Nos hemos visto antes?
─En persona no, señorita, pero es como si la conociera.


La joven prefiere el silencio durante el trayecto. Se limita a contemplar el paisaje. Se desvían de la carretera principal y toman un camino a la derecha que discurre entre una arboleda. Después de un recodo, el bosque deja al descubierto una llanura con varias edificaciones. La mayor, un caserón del siglo pasado y típico de la zona, ocupa el centro de la explanada. En un lateral, hay una losa de piedra a modo de cartel, con una inscripción: La Casona. Debajo, grabados en un tono oscuro, las figuras de unos niños jugando.
El chofer acompaña a Sara hasta un saloncito. Hay dos sillones orejeros frente a una chimenea. En la repisa, descansan varias fotografías. La joven echa un vistazo a las instantáneas. Coge una de un grupo y la mira de cerca.
─Disculpe, ¿quién es ella?
El hombre busca unas gafas en el bolsillo interior de la chaqueta. Sigue con la mirada el dedo de Sara.
─Es la señora con los niños de la casa ─responde con la voz entrecortada─. Siempre rodeada de críos y ahora…─no acaba la frase. Saca un pañuelo y se limpia por debajo de las lentes─. Si no me necesita, voy a informar a don Javier que ya ha llegado. Me alegro que esté aquí, señorita Sara.
La joven se deja caer en el sillón con la foto en el regazo. Mueve su cabeza de un lado a otro sin apartar la vista de la mujer. Oye pasos que se acercan.
─Sara, celebro conocerte en persona ─un hombre de unos cuarenta años, vestido con vaqueros oscuros y chaqueta de punto, extiende la mano hacia la joven─. Soy Javier, el administrador ─se fija en el portarretrato─, ya veo que te has enterado.
─¿Cuándo ha muerto?
─Esta mañana ─aclara con gesto serio─. Ya no tenía el mismo ánimo, ni se levantaba de la cama. Y hoy, cuando he subido poco después de las nueve, me he dado cuenta enseguida. Todavía estaba caliente ─calla un momento─. Tengo que ausentarme unas horas pero volveré antes que los niños regresen del colegio. He pensado que siguieran con su rutina ─aclara─. Aunque habrá que decírselo y espero que me ayudes.
─Por supuesto, cuenta con ello.
─La vamos a echar de menos ─se levanta pero al llegar a la puerta, se vuelve─. Me olvidaba, hay una sala de juegos en la primera planta. Creo que te gustará. Fue su última creación ─sonríe antes de salir.
¿Qué más sorpresas me tienes preparadas? ─pregunta la joven antes de colocar la foto en su sitio.


Sube la escalera con calma, sus piernas acumulan el cansancio del viaje. De pronto, se detiene. Baja un par de escalones y mira la pared. Allí colgado, hay una decena de dibujos de un rostro detrás de un cristal enmarcado. Es el mismo que refleja el espejo al mirarse en él. ¡No puede ser! ─siente el corazón a punto de explotar. Llega hasta el pasillo. Busca la sala de juegos. Y entonces lo ve. Se acerca a una mesa, en el fondo de la habitación.
─Ya veo que sigues haciendo puzzles.
El niño levanta la cabeza, con su mirada de costumbre. Camina hacia Sara pero esta vez, toca ligeramente su mano.
─Yo también me alegro de verte, pequeñajo.