Cuando aquel siete de febrero me despertó el Bohemian Rhapsody de Queen, lo supe. No por la canción, por supuesto, sino por la escena que descubrí al separar los párpados. Cruzada en la cama, con la sábana y la manta en una esquina. El pijama como una segunda piel. Y ese nudo en el estómago que me devoraba por dentro. ¡Siempre lo mismo!
Porque
aquel desorden se repetía con frecuencia desde los siete. Una fragancia
inundaba mi nariz. En cuestión de segundos, unas imágenes sin sentido recorrían
mi cerebro. ¿Un recuerdo? Daba igual. A esa edad todo era juego y poco más.
Otra
cosa fue en el instituto. En clase de francés, mademoiselle Lilou, tan
cursi como su nombre, nos repartió una hoja de examen. Verbos. Después del
tercer ejercicio llegó el olor. El bolígrafo comenzó a garabatear palabras
extrañas. Un cuarto de hora duró el episodio. Y una semana sin salir el castigo
de mi madre. Aquella tarde, al explicar lo sucedido, vi su decepción. De su
boca salían palabras que dolían más que un bofetón por sorpresa. Esa mujer no
parecía mi madre.
─Bueno,
tampoco es para ponerse así ─dijo papá en tono conciliador.
Si las
miradas matasen lo habría fulminado. Y es que mi padre, desde hacía unos años,
había cambiado su actitud conmigo. Un afán protector, como si temiera que
alguien acabara conmigo. La abuela, que vivía con nosotros, se mantuvo al
margen.
─No
sigas por ahí, Marion ─sentenció mi madre. Dio por zanjado el asunto.
Ni
rechisté. Subí a mi cuarto y cerré por dentro. Al rato oí unos golpes. No me moví.
Ante la insistencia, descorrí el pestillo. La puerta se abrió lentamente. La
abuela asomó la cabeza y se sentó a mi lado.
─No
tengo ganas de charla.
─Al
principio cuesta ─tomó mis manos─, pero con el tiempo te acostumbras.
─¿De
qué hablas?
─Tú
no eres la única, Marion ─soltó de pronto─. Nadie te obliga a seguir con ello.
─¡Venga,
abuela…!
─Tu
madre lo hizo ─cortó en seco─. Después de un tiempo todo se esfumó.
¿Mi
madre? No podía creerlo. Después del rollo que se había marcado. Respiré.
─¿Y
tú?
─No,
Marion, la elección es tuya ─se levantó. Antes de salir, se giró─. Para mí fue
una bendición.
Apagué
la radio. Queen enmudeció. Intenté moverme. Sin zapatillas, llegué a la cocina.
Apenas probé bocado. Mi estómago dijo que no y accedí a su antojo. Dos sorbos
de café y listo. Me levanté con desgana. Avancé hasta el baño. Abrí el grifo. Me
desnudé sin prisa y entré en la ducha. El agua parecía liberarme de esa carga invisible
que arrastraba desde la niñez.
Necesitaba
tomar el aire. Me abrigué y me planté en la calle. Una neblina cubría la ciudad. El frío calaba hasta los huesos. Caminé sin rumbo durante horas. Un
ruido en el estómago me detuvo frente a un café. Me acomodé en la mesa del
fondo, junto a la ventana. Parecía un lugar tranquilo. Entorné los ojos un
instante. Y ese olor, que se colaba por sorpresa, me envolvió como un abrazo. Notaba
los latidos en mi pecho. Las manos no paraban de escribir. Él insistía sin darme un minuto de respiro. La emancipación de mi carga había
cesado. Pagué la consumición y salí al exterior.
El
sol atravesaba la niebla con timidez. El ambiente se había templado. Caminé
hasta una parada de autobús cercana. Tal vez lo he despistado. Pero no, allí
estaba. Como un perrito faldero que
sigue los pasos de su dueña. Con un salto me incorporé al pasaje del trece. Me
alojé en la parte trasera. El olor era más intenso. ¡Maldito seas! Una anciana
miró de reojo. ¿Lo huele, usted? pregunté. La mujer, con los ojos como platos,
se levantó. Se colocó al lado de una joven embarazada. Ya no quedaba nadie
alrededor. Solo aquel suplicio aromático que me tenía atrapada. Cambié de sitio
una y otra vez. Boqueaba como un pez fuera del agua.
El
semáforo cambió a rojo. El autobús se detuvo. Aproveché el parón. Me dirigí
hacia la cabecera, enfrente del conductor. ¡Déjame en paz! bufé. Algunos
pasajeros murmuraron. Semáforo en verde. Di unos pasos hasta rozar el
parabrisas. El hombre llamó mi atención. Ni me inmuté. De pronto vi como se
formaba una mancha en la próxima intersección. Estoy soñando. Faltaban pocos
metros. El charco se extendía con rapidez. Quítese de ahí, señorita, insistía
el conductor. El olor seguía martirizando mi olfato. Y una voz repetía con
insistencia, Marion, reacciona. Lancé un alarido. El conductor pisó el freno. El autobús
se clavó a pocos centímetros del cruce. Un vehículo azul apareció por la
derecha. Los bandazos sobre la calzada sucedían sin control. Derrapó y al enderezarse
se empotró contra unos contenedores de basura. El pasaje del autobús quedó en
silencio. Las manos del conductor seguían sujetas al volante. Al hombre, que sollozaba
como un bebé, le pedí que abriera la puerta.
Los
siguientes minutos pasaron a una velocidad de vértigo. Ambulancias, policía y bomberos. Todos acudieron al lugar del accidente.
Me
acerqué al coche azul. La mirada de aquella pequeña, escondida entre los
asientos, abrió la puerta a un recuerdo olvidado.
Una cría, casi de su edad, camina entre estanterías con su padre. Buscan un regalo de aniversario. La pequeña, con afán de investigar, se aleja de la protección paterna. En ese momento entra un jovenzuelo. Parece enfermo. Exige, pistola en mano, la recaudación del día. La dependienta intenta abrir la caja en vano. La niña se asoma al pasillo. Sus pies se clavan en el suelo.
─¡Marion!
─se oye al fondo.
El
joven se gira y ve a la niña. Esta ni pestañea. Unas manos la atrapan. Suenan
dos detonaciones. Cristales rotos. Una fragancia se extiende por el local. Ya en los brazos
del padre, ve un gran charco rojo. La niña cierra los ojos.
Un golpe
en el hombro me devolvió a la realidad. La neblina había desaparecido por
completo. La tarde invitaba a pasear. Al acercarme al trece escuché al
conductor hablar con un agente. Una joven había conseguido salvar la situación,
contaba. Después de todo, la abuela tenía razón.
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