lunes, 28 de marzo de 2016

Susurros entre papel y tinta

La ciudad está en silencio. Las calles sin tráfico ni transeúntes por las aceras. En las escuelas, no se oyen gritos ni risas infantiles. No hay juegos en los parques. El trajín frenético de las oficinas y centros comerciales ha cesado. Apenas existen edificios en pie. Solo un montón de escombros aparece en su lugar. Las alcantarillas expulsan bocanadas de vapor que se condensan en gotas de agua en contacto con el aire externo. El ambiente se ha oscurecido. Unas nubes grises cubren la ciudad.


Desde hace meses, se ha impuesto el toque de queda. No se permiten las salidas al exterior. El castigo es la muerte. Androides de cuarta generación ejercen el control. Su misión: destruir cualquier indicio de vida.
La resistencia, formada por unas decenas de humanos supervivientes al ataque, se esconde en los túneles de la estación Este. Reunidos en asamblea buscan soluciones para salir del conflicto.
─¡No podemos seguir así! ─exclama un hombre de pelo cano─. ¿Cómo hemos llegado a esto? ─murmura con gesto de desesperación.
Por un momento, el grupo permanece en silencio. Parecen reflexionar a la pregunta lanzada por el hombre.
─En casa tuvimos uno ─se sincera una chica vestida de negro─. Era un genio en la cocina. Hasta nuestro perro dormía a su lado ─sonríe─. Y mis trabajos de ciencias, de lo mejor de clase. Pero un día se desconectó sin más.
─¡No me creo que lo eches de menos! ─replica con burla un joven con un tatuaje en el cuello sentado a su lado.
─Al instituto nos enviaron tres unidades ─reconoce una mujer ignorando el comentario del joven─. El último avance tecnológico, nos dijeron. Antes de su llegada, alumnos y profesores formábamos un equipo. Recuerdo las tardes de coloquio.
─En la agencia de publicidad en la que trabajaba ocurrió algo parecido ─añade más calmado el hombre de pelo cano─, el equipo creativo fue sustituido por unidades de tercera generación. La empresa desapareció en pocos meses.
─Vamos a tomar decisiones y dejemos el pasado. Voto por conseguir armas y luchar. ─dice con entusiasmo el joven del tatuaje levantando la mano.
Varias voces aclaman con aplausos y silbidos.
─¿Armas? ─increpa la mujer─. Necesitamos provisiones antes que armas. Llevamos días solo con agua y no aguantamos más.
Los vítores se transforman en miradas de angustia hacia los compañeros que permanecen en el suelo. Sus caras lo dicen todo.
Los comentarios suben de volumen. Todos hablan a la vez.
─¡Escuchad! ─Un muchacho pelirrojo se abre camino. De la mano, lleva a una niña de corta edad. El chico da unos pasos por delante de los reunidos y se gira─. Tal vez haya una solución ─deja caer con sorpresa─. Me llamo Liam. Llegué unos días antes del toque de queda. Conseguí refugio en un edificio al norte. Allí conocí un anciano, que poco antes de morir, hizo un comentario que ahora cobra sentido para mí ─los integrantes del grupo escuchan con expectación─. “Confía en ella, muchacho. Es la salvación”.
─¿Quién es ella, la niña que está contigo? ─pregunta el joven del tatuaje con ironía. Liam mira al suelo y calla. Siente una presión en su mano.
─¿Alguna idea mejor? ─reprocha la mujer harta del joven.
Liam hace un gesto pidiendo calma. Mira las caras de sus compañeros. Algunos mueven la cabeza de un lado a otro.
─Yo estoy con ella ─asegura Liam─. Iré dónde me lleve.
La mayoría apoya su determinación. Decide partir antes del amanecer. Los controles no son tan rigurosos. En los últimos minutos de oscuridad, se escabullen entre los edificios cercanos. La niña avanza con agilidad por los escombros. Liam sigue sus pasos de cerca. Tras una hora de sobresaltos y paradas de vigilancia, la pequeña se detiene. Ante él, aparece un edificio de piedra sin desperfectos en su fachada.
Al entrar, Liam intenta avanzar pero sus piernas no responden. La niña le toma de la mano, el muchacho se estremece y continúa su marcha. La sala que se muestra ante sus ojos le impresiona. En un lateral, dos ventanales permiten la claridad en toda la estancia. Al lado, unas mesas con signos del paso del tiempo, ocupan la mitad del espacio. En frente y cubriendo el otro lateral, aparecen estanterías repletas de libros.
─¿Dónde estamos? ─pregunta Liam.
─En el Centro del Saber.
─¿Qué es esto? ─el muchacho dirige su mirada a las estanterías. Una energía oculta lo atrae hacia ellas.
─Conocimientos ─la respuesta de la niña es contundente.
─Supongo que es lo que necesitamos para vencer.
─Creo que lo vas entendiendo, Liam ─manifiesta con una sonrisa─. Antes de comenzar, debo contarte algo ─la niña se aproxima al muchacho. Él espera que inicie su relato─. No es la primera vez que me acompaña uno de tu especie.
─¿Mi especie? ─interrumpe con brusquedad el chico─. ¿Quién eres tú?
─No soy quién, soy qué. Estoy aquí dentro ─toca la cabeza de Liam─. Tú me ves como alguien pero no tengo forma. Y ahora, ¿puedo continuar? ─mira al muchacho que mueve la cabeza de arriba abajo─. Si consiguen el exterminio ya no habrá posibilidad de acudir a este lugar, Liam ─la niña hace una pausa─. ¿Estás dispuesto a evitarlo? Tú decides.
El chico calla durante unos instantes. Sus movimientos torpes reflejan inseguridad. Camina unos pasos hacia los libros. De pronto se vuelve hacia ella.
─¡Está bien, lo haré! ─exclama convencido.
─Durante el proceso debes mantener tu mente abierta y dejar fluir los sonidos ─toma sus manos─. Me ha gustado verte, Liam ─añade a modo de despedida.
La niña, situada frente a los estantes y de espalda al muchacho, extiende los brazos. Una luz intensa la envuelve hasta convertirse en millones de partículas que penetran por cada ejemplar colocado sobre las maderas. El proceso dura segundos. Un sonido como de arrullo comienza a fluir por la sala. Es un susurro de palabras que se solapan unas con otras hasta confluir en el chico. Después, solo silencio.
Liam coge un ejemplar de la estantería más cercana. Tal vez ha llamado su atención.
Al salir, protege sus ojos con las manos a modo de visera improvisada. Hace un sol radiante. Observa un autobús que recoge pasajeros, peatones que esperan el semáforo en verde o caminan por las aceras con prisa. Escucha el claxon de aviso a un conductor despistado, gritos y risas de niños en un parque cercano.


Se aleja del edificio con decisión. Ve un grupo de chiquillos atentos a lo que tiene uno de ellos entre las manos. Se acerca y tuerce el gesto.
─¿Conoceis a Jim Hawkins? ─pregunta a los críos por encima de sus cabezas. Estos dan un respingo sin apartar los ojos de lo que les muestra Liam─. Jim tiene vuestra edad. Un día encuentra el mapa de un tesoro…
─¿Un tesoro? ─le pregunta el dueño del artilugio que lo deja a un lado.
─Jim lo roba del cofre de un pirata ─aclara con voz de misterio─ y decide ir en su busca.
─¡Ostras! ─exclaman los críos rodeando a Liam─. ¿Y lo encuentra? ─se interesa el dueño del artilugio.
─Vamos a ver ─Liam comienza a leer─. “El squire Trelawney, el doctor Liversay y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro…”.
Su misión ha comenzado. Y sonríe al pensarlo.

martes, 22 de marzo de 2016

Paseos felinos



¿¡Qué quieres que te diga!? Sí, ya lo sé. Nunca hablamos de visitas al veterinario y menos de pinchazos por sorpresa. Pero no me has dejado otra opción. Tu afán de aventura por jardines ajenos es lo que tiene. Y conste, que no me niego a que entres y salgas a tu antojo. Pero dentro de un orden. Que cuando yo te llame, vuelvas lo antes posible. Que hasta los perros del vecindario me contestan antes que tú. Sin contar con el graciosillo de turno que imita mi voz con retintín.
Ya sabes, mi pequeña felina. Al oír mi llamada al grito de ¡Greasyyy…Chicaaa! deja lo que estés investigando y a casa. Y no tardes. Que me da una alegría verte aparecer por la valla con carita de…¿me llamabas?
No puedes imaginar lo feliz que me hace que compartas tu vida conmigo.

¡A escena!



Sabéis esos momentos en que tu estómago parece que se rompe por la mitad como si alguien imaginario tirara de los extremos de una cuerda atada a su alrededor. Que te sientas en la misma silla cien veces al día para levantarte otras tantas porque no paras de moverte. Que vas a la cocina a por un café y abres y cierras la nevera en cuatro ocasiones y en la quinta, por fin coges la leche. Buscas la cafetera como si te fuera la vida en ello. Abres armarios, cajones y nada. Y cuando la encuentras hasta te sorprendes y te dan ganas de abrazarla.
Te llevas la taza hasta la mesa del comedor. Y allí, te encuentras de nuevo con esa hoja escrita en letras grandes y la miras de reojo. Y te sientas con la intención de leer el texto por última vez. Y te ríes por creer que es la última. Llevas una semana diciendo lo mismo pero no importa. Y lees. Primero para ti, luego en voz baja y, al fin, te lanzas y lo haces en voz alta. Lees sola, a las gatas, a tu marido que aparece en ese instante y al vecino de al lado si hace falta. Pero lees.
Y es que los nervios es lo que tienen. Piensas que no puedes con ello. Quizá te equivoques, te quedes en silencio y entres en pánico. Que tu boca se seque, te de tos y quieras salir corriendo. Todo puede pasar.
Aunque estoy convencida que, cuando la motivación es superior al nudo de nervios que quiere controlarte, nada puede contigo. Porque una experiencia así, no se vive todos los días.

Momentos de invierno



Una tarde de lluvia y frío. De encuentros esperados, saludos y charla. De relatos en escena y lecturas ensayadas. De emociones, risas y nervios. De gracias por venir y a ti, por escribir. De aplausos y firmas dedicadas. De despedidas. Hasta pronto. Nos vemos.
Tarde para un libro y su escritor.

El reloj no espera



Si al menos me dieras una tregua. Si pudieras adaptarte a mí y no al contrario. Si quisieras caminar conmigo y no cinco pasos por delante. Si fueras mi aliado y no un enemigo incansable...Pero tú marcas el ritmo, el tuyo. ¡Maldito tiempo!
Y es que cuando hay tanto que contar y mis dedos se mantienen en un estado de letargo continúo, me desespero. Supongo que lo único que me queda es insistir.

En clave de "mí"




Insistir, esa es la clave. Porque cuando pones empeño, no tienes prisa y ocupas tu tiempo en algo que merece la pena, has ganado. Luego vendrán los comentarios, la rectificación y el acabado pero de nuevo, has vencido. Y te sientes fortalecida. Con ganas de más, de mucho más. Y te olvidas del resto porque en realidad no te importa. 

Todos los días son San Valentín



¿Enamorada? Por supuesto que sí.
De mi compañero de viaje al que algunos llaman vida. Porque son más de treinta años caminando de la mano con él. Porque compartimos proyectos, ilusiones y sueños juntos. Porque las dificultades son menores cuando te sientes querida. Porque respeta mis silencios, las miradas perdidas en mundos imaginarios y las prisas por anotar eso que me ronda en la cabeza desde hace días. Porque me consuela al verme con los ojos enrojecidos, el gesto contrariado o una mueca de dolor. Aunque sea por una tontería. Porque se presenta con un detalle que ha visto en una tienda y le ha recordado a mí. En cualquier fecha. Porque amar, se ama todos los días. En verano o en noviembre, un martes o un domingo.

¿Enamorada? Claro que sí.
De mi familia, los que están y los que se fueron. De “mis chicas” a las que adoro con locura. De las personas que te animan y te dan oportunidades que se convierten en momentos de ensueño, las que te llaman para preguntarte qué tal estás y cuándo nos vemos, las que siguen ahí a pesar del tiempo y la lejanía, las que te dan las gracias por lo que sea que te las den.

¿Enamorada? Y tanto que sí.
De los atardeceres en cualquier lugar, incluidos los que veo desde la ventana de mi habitación. Del olor a tierra mojada después de una tormenta de verano. Del aroma a romero, tomillo y lavanda que se desprende en un paseo por el campo. De los “bichos” voladores, acuáticos o terrestres. De los pueblos y sus gentes. De las noches estrelladas de verano y de luna llena. De los paisajes con arboledas o sin ellas. De los ríos y mares. De la música, la pintura y la escultura. De los libros, los acomodados en un sitio en la estantería y los que mantengo cerca de mí porque sin ellos... me pierdo. De las historias que escribo con tanto placer y que ya forman parte de mí.

¿Enamorada? Siempre.

martes, 15 de marzo de 2016

En la puerta de al lado

Siempre recordaré aquel día de finales de mayo. Unos nubarrones amenazaban tormenta desde el amanecer. Ni me atreví a salir de casa.

Me acomodé en la mesa de la salita, cerca de la balconada. Revisaba la prensa cuando un ruido, como un lamento, me interrumpió. Presté atención y fui hasta la puerta. Abrí y no vi nada. Solo oscuridad. Escuché un gemido en la escalera. Toqué el interruptor de la luz. Había una muchacha en el descansillo con las piernas encogidas y la cabeza sobre sus rodillas.
─¡Madre mía, qué desastre! ─exclamé entre maldiciones por el escalón roto─. ¿Estás bien? ─La chica ni se movió. Sollozaba como una niña pequeña. Toqué su hombro─. Levántate con cuidado ─sugerí mientras tiraba de ella.
Alzó la mirada. Paró de llorar sin apartar los ojos. Aquello me incomodó. Enseguida giró la cabeza. Y de un salto, se puso en pie. Me sorprendió tanto su movimiento que di un paso atrás. Miró su reloj. Se giró y, cojeando, comenzó a bajar la escalera. Su actitud me extrañó pero entré en casa y me olvidé.
Apenas llevaba media hora sentada, oí el timbre de al lado. De nuevo, me levanté y pegué el ojo a la mirilla. El rellano parecía desierto. Una sombra cubrió la abertura. Tapé mi boca para no chillar. Llamaron a la puerta. Abrí con la cadena de seguridad.
─Disculpe, busco a la chica de al lado, ¿sabe dónde está? ─preguntó un joven con el pelo revuelto y barba de varios días.
─No sé qué decir… Creía que no vivía nadie.
─Entiendo ─respondió con ironía. Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora sin bajar la cremallera del todo, como si escondiera algo debajo. Sacó una fotografía─. Esta es la chica que busco ─señaló a una muchacha de gesto serio.
─¿Puedo ver la foto?
Una pareja de unos veinte años posaba frente a la cámara. Él, con el brazo por encima de la muchacha intentando acercarse a ella. En segundo plano aparecía un edificio que me resultó familiar. Los fantasmas del pasado regresaron a mi memoria. Aquel accidente que me hizo caer en una depresión que me consumía por dentro. Estuve semanas sin salir. Apenas comía y la cama se convirtió en mi compañera de rutina. Pero una mañana, al levantarme y verme en el espejo, no me reconocí. Mi única salida fue huir. Metí cuatro cosas en una bolsa de viaje y subí al coche. Sin mirar atrás. Solo pendiente de la carretera. Conduje durante horas hasta que llegué a un pueblo junto al océano. Me costó adaptarme pero lo conseguí. Visitaba con frecuencia un bar. Recuerdo una niña flacucha y pizpireta, de unos once años, que recorría las mesas conversando con los clientes. Era la hija de los propietarios. Una tarde, después de comer, se sentó en mi mesa. Me sorprendió su descaro pero me reí. Y aquello se convirtió en costumbre, como una cita entre las dos. Allí, fui limando mis temores hasta superarlos.
Devolví la foto a su dueño.
─Es importante que la encuentre ─su voz sonó a urgencia. Mientras llamaba al ascensor, se giró hacia mí─. Si la ve, dígale que el billete ha llegado.
Conseguí centrarme en la lectura durante un buen rato. El timbre de la puerta me sobresaltó. Este trajín comenzaba a ser molesto. Abrí de mala gana.
─Siento haberme ido sin darle las gracias ─soltó de carrerilla la chica de la escalera casi en un susurro.
Hice un gesto con la mano como quitando importancia al asunto. El mensaje para ella acudió a mi mente.
─Por cierto, me han preguntado por ti ─eché un vistazo al reloj de la salita─. Hace una hora vino un hombre y me dijo que “el billete había llegado”.
Observé como cerraba sus manos. Miró a su alrededor con nerviosismo. Entró sin pedir permiso.
─¿Tienes teléfono?
Ese cambio me dejó sin palabras. Habló unos segundos. Se dirigió hacia la puerta y, antes de cerrarla,  se volvió.
─Quédate aquí y no salgas ─ordenó de forma tajante.
Intenté calmarme pero las piernas me temblaban. Llegué hasta la mesa como pude. Miraba la puerta como si fuera a entrar un desalmado de un momento a otro. Me faltaba el aire. Sentí una presión en el pecho a punto del desmayo. No entendía nada.
Después de unos minutos de tensión y, más calmada, escuché voces en el rellano. Poco a poco fueron adquiriendo un tono de discusión con gritos e insultos. Me aproximé en silencio y lentamente giré la manilla. Conseguí el espacio suficiente para observar. Un hombre sujetaba con su brazo el cuello de la chica de la escalera. Tiré con energía y salí.
Hubo un instante de confusión pero él no cedió en su empeño. La chica hizo un gesto con la mano y me detuve. Con un grito de furia, clavó su codo en las costillas de él. El hombre cayó al suelo. Era el joven que aparecía en la fotografía.
─¡Maldita zorra! ─exclamó levantándose de nuevo─. Tenía que haber acabado contigo aquel día en el bar de tu padre.
─Pues faltó poco.
El tipo volvió a la carga. Dio unos pasos hacia ella. La chica no se movió. Metió su mano derecha debajo de la chaqueta y sacó un arma. Le apuntó a la cabeza.
─Si das un paso más, te mato ─amenazó.
─¡Uy! Qué miedo ─se burló, riéndose con malicia─. No eres capaz de disparar…
El ascensor se puso en marcha. El hombre se impacientó. Miraba a un lado y otro, sin saber qué hacer.
─Esto no acaba aquí ─chilló con odio─, ya te pillaré.
Se volvió en dirección a la escalera con pasos apresurados. Bramaba maldiciones e insultos contra la muchacha. Oí un golpe y luego, silencio. El ascensor se abrió. El hombre de la cazadora salió con prisa.
─¿Estás bien? ─preguntó mirando a su compañera.
─Mejor que él ─le indicó con la cabeza la escalera.
Desapareció durante unos segundos y al regresar su gesto lo decía todo. La joven sonrió. Me aproximé a ella.
─¿Supongo qué tu presencia aquí será casualidad?
─Me alegro verte, Margot.