La
ciudad está en silencio. Las calles sin tráfico ni transeúntes por las aceras.
En las escuelas, no se oyen gritos ni risas infantiles. No hay juegos en los
parques. El trajín frenético de las oficinas y centros comerciales ha cesado. Apenas
existen edificios en pie. Solo un montón de escombros aparece en su lugar. Las
alcantarillas expulsan bocanadas de vapor que se condensan en gotas de agua en
contacto con el aire externo. El ambiente se ha oscurecido. Unas nubes grises
cubren la ciudad.
Desde hace meses, se ha impuesto el toque de queda. No se permiten las salidas al exterior. El castigo es la muerte. Androides de cuarta generación ejercen el control. Su misión: destruir cualquier indicio de vida.
La
resistencia, formada por unas decenas de humanos supervivientes al ataque, se
esconde en los túneles de la estación Este. Reunidos en asamblea buscan
soluciones para salir del conflicto.
─¡No
podemos seguir así! ─exclama un hombre de pelo cano─. ¿Cómo hemos llegado a
esto? ─murmura con gesto de desesperación.
Por
un momento, el grupo permanece en silencio. Parecen reflexionar a la pregunta
lanzada por el hombre.
─En
casa tuvimos uno ─se sincera una chica vestida de negro─. Era un genio en la
cocina. Hasta nuestro perro dormía a su lado ─sonríe─. Y mis trabajos de
ciencias, de lo mejor de clase. Pero un día se desconectó sin más.
─¡No
me creo que lo eches de menos! ─replica con burla un joven con un tatuaje en el
cuello sentado a su lado.
─Al
instituto nos enviaron tres unidades ─reconoce una mujer ignorando el
comentario del joven─. El último avance tecnológico, nos dijeron. Antes de su
llegada, alumnos y profesores formábamos un equipo. Recuerdo las tardes de
coloquio.
─En
la agencia de publicidad en la que trabajaba ocurrió algo parecido ─añade más
calmado el hombre de pelo cano─, el equipo creativo fue sustituido por unidades
de tercera generación. La empresa desapareció en pocos meses.
─Vamos
a tomar decisiones y dejemos el pasado. Voto por conseguir armas y luchar. ─dice
con entusiasmo el joven del tatuaje levantando la mano.
Varias
voces aclaman con aplausos y silbidos.
─¿Armas?
─increpa la mujer─. Necesitamos provisiones antes que armas. Llevamos días solo
con agua y no aguantamos más.
Los
vítores se transforman en miradas de angustia hacia los compañeros que
permanecen en el suelo. Sus caras lo dicen todo.
Los
comentarios suben de volumen. Todos hablan a la vez.
─¡Escuchad!
─Un muchacho pelirrojo se abre camino. De la mano, lleva a una niña de corta
edad. El chico da unos pasos por delante de los reunidos y se gira─. Tal vez haya
una solución ─deja caer con sorpresa─. Me llamo Liam. Llegué unos días antes
del toque de queda. Conseguí refugio en un edificio al norte. Allí conocí un
anciano, que poco antes de morir, hizo un comentario que ahora cobra sentido
para mí ─los integrantes del grupo escuchan con expectación─. “Confía en ella,
muchacho. Es la salvación”.
─¿Quién
es ella, la niña que está contigo? ─pregunta el joven del tatuaje con ironía. Liam
mira al suelo y calla. Siente una presión en su mano.
─¿Alguna
idea mejor? ─reprocha la mujer harta del joven.
Liam
hace un gesto pidiendo calma. Mira las caras de sus compañeros. Algunos mueven
la cabeza de un lado a otro.
─Yo
estoy con ella ─asegura Liam─. Iré dónde me lleve.
La
mayoría apoya su determinación. Decide partir antes del amanecer. Los controles
no son tan rigurosos. En los últimos minutos de oscuridad, se escabullen entre
los edificios cercanos. La niña avanza con agilidad por los escombros. Liam
sigue sus pasos de cerca. Tras una hora de sobresaltos y paradas de vigilancia,
la pequeña se detiene. Ante él, aparece un edificio de piedra sin desperfectos
en su fachada.
Al
entrar, Liam intenta avanzar pero sus piernas no responden. La niña le toma de
la mano, el muchacho se estremece y continúa su marcha. La sala que se muestra
ante sus ojos le impresiona. En un lateral, dos ventanales permiten la claridad
en toda la estancia. Al lado, unas mesas con signos del paso del tiempo, ocupan
la mitad del espacio. En frente y cubriendo el otro lateral, aparecen estanterías
repletas de libros.
─¿Dónde
estamos? ─pregunta Liam.
─En
el Centro del Saber.
─¿Qué
es esto? ─el muchacho dirige su mirada a las estanterías. Una energía oculta lo
atrae hacia ellas.
─Conocimientos
─la respuesta de la niña es contundente.
─Supongo
que es lo que necesitamos para vencer.
─Creo
que lo vas entendiendo, Liam ─manifiesta con una sonrisa─. Antes de comenzar, debo
contarte algo ─la niña se aproxima al muchacho. Él espera que inicie su relato─.
No es la primera vez que me acompaña uno de tu especie.
─¿Mi
especie? ─interrumpe con brusquedad el chico─. ¿Quién eres tú?
─No
soy quién, soy qué. Estoy aquí dentro ─toca la cabeza de Liam─. Tú me ves como
alguien pero no tengo forma. Y ahora, ¿puedo continuar? ─mira al muchacho que
mueve la cabeza de arriba abajo─. Si consiguen el exterminio ya no habrá
posibilidad de acudir a este lugar, Liam ─la niña hace una pausa─. ¿Estás
dispuesto a evitarlo? Tú decides.
El chico
calla durante unos instantes. Sus movimientos torpes reflejan inseguridad.
Camina unos pasos hacia los libros. De pronto se vuelve hacia ella.
─¡Está
bien, lo haré! ─exclama convencido.
─Durante
el proceso debes mantener tu mente abierta y dejar fluir los sonidos ─toma sus
manos─. Me ha gustado verte, Liam ─añade a modo de despedida.
La
niña, situada frente a los estantes y de espalda al muchacho, extiende los
brazos. Una luz intensa la envuelve hasta convertirse en millones de partículas
que penetran por cada ejemplar colocado sobre las maderas. El proceso dura
segundos. Un sonido como de arrullo comienza a fluir por la sala. Es un susurro
de palabras que se solapan unas con otras hasta confluir en el chico. Después,
solo silencio.
Liam
coge un ejemplar de la estantería más cercana. Tal vez ha llamado su atención.
Al
salir, protege sus ojos con las manos a modo de visera improvisada. Hace un sol
radiante. Observa un autobús que recoge pasajeros, peatones que esperan el semáforo
en verde o caminan por las aceras con prisa. Escucha el claxon de aviso a un
conductor despistado, gritos y risas de niños en un parque cercano.
Se aleja del edificio con decisión. Ve un grupo de chiquillos atentos a lo que tiene uno de ellos entre las manos. Se acerca y tuerce el gesto.
─¿Conoceis
a Jim Hawkins? ─pregunta a los críos por encima de sus cabezas. Estos dan un
respingo sin apartar los ojos de lo que les muestra Liam─. Jim tiene vuestra
edad. Un día encuentra el mapa de un tesoro…
─¿Un
tesoro? ─le pregunta el dueño del artilugio que lo deja a un lado.
─Jim
lo roba del cofre de un pirata ─aclara con voz de misterio─ y decide ir en su
busca.
─¡Ostras!
─exclaman los críos rodeando a Liam─. ¿Y lo encuentra? ─se interesa el dueño
del artilugio.
─Vamos
a ver ─Liam comienza a leer─. “El squire Trelawney, el doctor Liversay y
algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo
referente a la Isla del Tesoro…”.
Su
misión ha comenzado. Y sonríe al pensarlo.