Sabéis
esos momentos en que tu estómago parece que se rompe por la mitad como si
alguien imaginario tirara de los extremos de una cuerda atada a su alrededor.
Que te sientas en la misma silla cien veces al día para levantarte otras tantas
porque no paras de moverte. Que vas a la cocina a por un café y abres y cierras
la nevera en cuatro ocasiones y en la quinta, por fin coges la leche. Buscas la
cafetera como si te fuera la vida en ello. Abres armarios, cajones y nada. Y
cuando la encuentras hasta te sorprendes y te dan ganas de abrazarla.
Te
llevas la taza hasta la mesa del comedor. Y allí, te encuentras de nuevo con
esa hoja escrita en letras grandes y la miras de reojo. Y te sientas con la
intención de leer el texto por última vez. Y te ríes por creer que es la
última. Llevas una semana diciendo lo mismo pero no importa. Y lees. Primero
para ti, luego en voz baja y, al fin, te lanzas y lo haces en voz alta. Lees
sola, a las gatas, a tu marido que aparece en ese instante y al vecino de al
lado si hace falta. Pero lees.
Y es
que los nervios es lo que tienen. Piensas que no puedes con ello. Quizá te
equivoques, te quedes en silencio y entres en pánico. Que tu boca se seque, te
de tos y quieras salir corriendo. Todo puede pasar.
Aunque
estoy convencida que, cuando la motivación es superior al nudo de nervios que
quiere controlarte, nada puede contigo. Porque una experiencia así, no se vive
todos los días.
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