martes, 15 de marzo de 2016

En la puerta de al lado

Siempre recordaré aquel día de finales de mayo. Unos nubarrones amenazaban tormenta desde el amanecer. Ni me atreví a salir de casa.

Me acomodé en la mesa de la salita, cerca de la balconada. Revisaba la prensa cuando un ruido, como un lamento, me interrumpió. Presté atención y fui hasta la puerta. Abrí y no vi nada. Solo oscuridad. Escuché un gemido en la escalera. Toqué el interruptor de la luz. Había una muchacha en el descansillo con las piernas encogidas y la cabeza sobre sus rodillas.
─¡Madre mía, qué desastre! ─exclamé entre maldiciones por el escalón roto─. ¿Estás bien? ─La chica ni se movió. Sollozaba como una niña pequeña. Toqué su hombro─. Levántate con cuidado ─sugerí mientras tiraba de ella.
Alzó la mirada. Paró de llorar sin apartar los ojos. Aquello me incomodó. Enseguida giró la cabeza. Y de un salto, se puso en pie. Me sorprendió tanto su movimiento que di un paso atrás. Miró su reloj. Se giró y, cojeando, comenzó a bajar la escalera. Su actitud me extrañó pero entré en casa y me olvidé.
Apenas llevaba media hora sentada, oí el timbre de al lado. De nuevo, me levanté y pegué el ojo a la mirilla. El rellano parecía desierto. Una sombra cubrió la abertura. Tapé mi boca para no chillar. Llamaron a la puerta. Abrí con la cadena de seguridad.
─Disculpe, busco a la chica de al lado, ¿sabe dónde está? ─preguntó un joven con el pelo revuelto y barba de varios días.
─No sé qué decir… Creía que no vivía nadie.
─Entiendo ─respondió con ironía. Introdujo la mano en el bolsillo interior de la cazadora sin bajar la cremallera del todo, como si escondiera algo debajo. Sacó una fotografía─. Esta es la chica que busco ─señaló a una muchacha de gesto serio.
─¿Puedo ver la foto?
Una pareja de unos veinte años posaba frente a la cámara. Él, con el brazo por encima de la muchacha intentando acercarse a ella. En segundo plano aparecía un edificio que me resultó familiar. Los fantasmas del pasado regresaron a mi memoria. Aquel accidente que me hizo caer en una depresión que me consumía por dentro. Estuve semanas sin salir. Apenas comía y la cama se convirtió en mi compañera de rutina. Pero una mañana, al levantarme y verme en el espejo, no me reconocí. Mi única salida fue huir. Metí cuatro cosas en una bolsa de viaje y subí al coche. Sin mirar atrás. Solo pendiente de la carretera. Conduje durante horas hasta que llegué a un pueblo junto al océano. Me costó adaptarme pero lo conseguí. Visitaba con frecuencia un bar. Recuerdo una niña flacucha y pizpireta, de unos once años, que recorría las mesas conversando con los clientes. Era la hija de los propietarios. Una tarde, después de comer, se sentó en mi mesa. Me sorprendió su descaro pero me reí. Y aquello se convirtió en costumbre, como una cita entre las dos. Allí, fui limando mis temores hasta superarlos.
Devolví la foto a su dueño.
─Es importante que la encuentre ─su voz sonó a urgencia. Mientras llamaba al ascensor, se giró hacia mí─. Si la ve, dígale que el billete ha llegado.
Conseguí centrarme en la lectura durante un buen rato. El timbre de la puerta me sobresaltó. Este trajín comenzaba a ser molesto. Abrí de mala gana.
─Siento haberme ido sin darle las gracias ─soltó de carrerilla la chica de la escalera casi en un susurro.
Hice un gesto con la mano como quitando importancia al asunto. El mensaje para ella acudió a mi mente.
─Por cierto, me han preguntado por ti ─eché un vistazo al reloj de la salita─. Hace una hora vino un hombre y me dijo que “el billete había llegado”.
Observé como cerraba sus manos. Miró a su alrededor con nerviosismo. Entró sin pedir permiso.
─¿Tienes teléfono?
Ese cambio me dejó sin palabras. Habló unos segundos. Se dirigió hacia la puerta y, antes de cerrarla,  se volvió.
─Quédate aquí y no salgas ─ordenó de forma tajante.
Intenté calmarme pero las piernas me temblaban. Llegué hasta la mesa como pude. Miraba la puerta como si fuera a entrar un desalmado de un momento a otro. Me faltaba el aire. Sentí una presión en el pecho a punto del desmayo. No entendía nada.
Después de unos minutos de tensión y, más calmada, escuché voces en el rellano. Poco a poco fueron adquiriendo un tono de discusión con gritos e insultos. Me aproximé en silencio y lentamente giré la manilla. Conseguí el espacio suficiente para observar. Un hombre sujetaba con su brazo el cuello de la chica de la escalera. Tiré con energía y salí.
Hubo un instante de confusión pero él no cedió en su empeño. La chica hizo un gesto con la mano y me detuve. Con un grito de furia, clavó su codo en las costillas de él. El hombre cayó al suelo. Era el joven que aparecía en la fotografía.
─¡Maldita zorra! ─exclamó levantándose de nuevo─. Tenía que haber acabado contigo aquel día en el bar de tu padre.
─Pues faltó poco.
El tipo volvió a la carga. Dio unos pasos hacia ella. La chica no se movió. Metió su mano derecha debajo de la chaqueta y sacó un arma. Le apuntó a la cabeza.
─Si das un paso más, te mato ─amenazó.
─¡Uy! Qué miedo ─se burló, riéndose con malicia─. No eres capaz de disparar…
El ascensor se puso en marcha. El hombre se impacientó. Miraba a un lado y otro, sin saber qué hacer.
─Esto no acaba aquí ─chilló con odio─, ya te pillaré.
Se volvió en dirección a la escalera con pasos apresurados. Bramaba maldiciones e insultos contra la muchacha. Oí un golpe y luego, silencio. El ascensor se abrió. El hombre de la cazadora salió con prisa.
─¿Estás bien? ─preguntó mirando a su compañera.
─Mejor que él ─le indicó con la cabeza la escalera.
Desapareció durante unos segundos y al regresar su gesto lo decía todo. La joven sonrió. Me aproximé a ella.
─¿Supongo qué tu presencia aquí será casualidad?
─Me alegro verte, Margot.

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