Sara
mira el reloj, un minuto para las nueve. El altavoz anuncia el último aviso
para la salida. Corre por el andén de la estación norte, salva los escalones de
entrada al vagón y se para un instante para tomar aliento. Avanza por el
pasillo, en busca del compartimento que aparece en su billete. Espero estar
sola, murmura al abrir la puerta. No hay nadie. Sonríe. Sube la maleta al
estante para el equipaje y se acomoda en el asiento, junto a la ventanilla. El
tren inicia el viaje dejando atrás los edificios, la gente, los atascos y el
ruido. Junta los párpados y se sumerge en un duermevela con el ritmo del tren.
Siente
una presencia cerca de ella. Abre los ojos y encoge las piernas en un
sobresalto. Mira de reojo la puerta, el pasador sigue echado. Con una mueca de
asombro, observa a una mujer entrada en la cincuentena, que intenta subir una
bolsa al estante. En su cabeza luce un pañuelo oscuro anudado en la nuca que resalta la palidez de su rostro.
─Deje
que la ayude ─apenas levanta el bulto del suelo─, pero ¿qué lleva aquí?
─Los
recuerdos de toda mi vida ─responde mientras se instala frente a la joven.
La
muchacha enarca las cejas. Tras varios intentos, deja la bolsa bajo el asiento.
Las dos mujeres se mantienen en silencio. El ambiente se ha vuelto gélido de
improviso. Sara se estremece. Alarga la
mano hasta su chaqueta y se cubre los hombros.
─Estoy
helada, ¿no tiene frío?
─Tal
vez deberías ponértela ─aconseja a la joven─, claro que depende dónde te
bajes...
─Voy
a un pueblo cerca del mar ─se gira hacia el cristal─. No me gusta vivir en
medio de la nada.
─Te
entiendo ─asiente la mujer─. Yo también viví en una ciudad, en pleno centro.
Siempre había gente, incluso de noche ─su voz es casi un susurro─. Pero al
faltar mis padres, me mudé a la casa familiar, a las afueras de un pueblo. Al
principio cuesta pero después de un tiempo, te acostumbras.
─No sé,
no creo que me adapte…
─Entonces,
¿por qué vas? ─interrumpe la mujer.
La
joven se pone la chaqueta, abrocha los botones y sube el cuello. Se acurruca en
el asiento y cruza los brazos. Se toma un respiro.
─Trabajé
en un centro ─comienza a relatar─, con niños en situación de abandono. Era
complicado ganarme su confianza pero cuando lo lograba, sus sonrisas lo decían
todo ─hace una pausa─. Había un niño, Samy, que no mostraba ninguna reacción, ni
afectiva ni sensorial. Recuerdo aquellos ojos…
─Como
ausentes ─añade la mujer.
─Sí,
eso es ─contesta con sorpresa─, ligeramente desviados hacia arriba. Parecía
vivir en su mundo, lejos de la realidad. Sin pronunciar una palabra. Cuando se
excitaba, movía las manos con un aleteo continuo y, si algo le enfadaba, los gritos
se oían por todo el centro ─la desconocida escucha con interés─. Aquel
comportamiento no encajaba con su situación y quise averiguar el porqué.
─Y
lo conseguiste ─apremia a la joven como con prisa. Esta, la mira con una mueca
de fastidio.
─Consulté
con varios colegas de profesión, sin resultado ─la joven no se da por aludida─.
Pero di con el hilo del que tirar, como una inspiración que acudió a mi mente
de pronto. Y tuve una idea para confirmarlo. Al día siguiente, me presenté con dos
puzzles. Lo acompañé a la sala de reuniones, los dejé sobre la mesa y esperé. Se
sentó y cogió el de mayor dificultad. Movió
la cabeza hacia la tapa un instante y con todas las piezas extendidas, comenzó
a encajarlas. Había conseguido llamar su atención. Fue nuestro primer contacto
─Sara hace un alto─. Después de aquello, comprendí que su dificultad residía en
las relaciones con su entorno pero en creatividad estaba muy por encima de su
edad. Era como tener un genio de siete años al lado.
─¿Qué
era lo que más le gustaba?
─Dibujar.Todo
lo que llamaba su atención, ya fueran personas o escenas del día a día ─
levanta la vista, se muerde el labio inferior y se toca la frente con las manos─
¡Era increíble, como si enviara un mensaje con cada dibujo! ─Sara respira
profundamente, parece agotada. Se pasa la lengua por los labios, una y otra
vez. Se levanta y da unos pasos hacia la puerta─. Tengo sed, ¿quiere algo? ─pero
no hay respuesta.
Cuando
la joven regresa con un botellín de agua en las manos, se sorprende. Asoma la
cabeza al pasillo y echa un vistazo.
─¿Buscas
a alguien? ─la voz a su espalda sobresalta a la muchacha que se desploma de
golpe en el asiento. La mujer reanuda la conversación─. No me has contestado a
la pregunta.
─Confío
que este tren, me lleve al cambio que busco en mi vida ─su tono suena sincero.
─¿A
qué te refieres?
─Bueno,
hablar del pasado, aunque sea con una extraña ─levanta las comisuras de los labios─,
me ha hecho reflexionar. Lo que importa son ellos, los niños. A lo demás, ya me
acostumbraré.
─Por
cierto, ¿qué pasó con el niño?
─Lo
adoptaron ─contrae el gesto─. Aquello me afectó. No fui la misma desde
entonces, me vine abajo. Presenté mi dimisión. Quiero comenzar de nuevo, aunque
sea en un pueblo.
─¿
Te planteaste la adopción?
La
pregunta queda en el aire. El altavoz anuncia el destino de Sara. Recoge la
maleta y se prepara para salir.
─¿Usted
no se baja?
─Me
queda mucho camino por recorrer ─la respuesta desconcierta a la joven pero no
se entretiene.
─Espero
que tenga buen viaje, allí dónde vaya.
─Suerte
en tu cambio de vida, Sara.
La
muchacha levanta la mano a modo de despedida y desciende del tren. Con la
chaqueta en el brazo, camina hacia la salida. De pronto, se para. Se da la
vuelta hacia la ventanilla. Pero detrás del cristal no hay nadie.
Un
toque en el hombro la devuelve a la realidad. Un hombre de pelo cano la mira
con cierto descaro. Viste un traje negro con la corbata del mismo color.
─Señorita
Sara, sígame, por favor ─dice cogiendo la maleta─. Tengo el coche ahí mismo.
─¿Nos
hemos visto antes?
─En
persona no, señorita, pero es como si la conociera.
La
joven prefiere el silencio durante el trayecto. Se limita a contemplar el
paisaje. Se desvían de la carretera principal y toman un camino a la derecha
que discurre entre una arboleda. Después de un recodo, el bosque deja al
descubierto una llanura con varias edificaciones. La mayor, un caserón del
siglo pasado y típico de la zona, ocupa el centro de la explanada. En un
lateral, hay una losa de piedra a modo de cartel, con una inscripción: La
Casona. Debajo, grabados en un tono oscuro, las figuras de unos niños
jugando.
El chofer
acompaña a Sara hasta un saloncito. Hay dos sillones orejeros frente a una
chimenea. En la repisa, descansan varias fotografías. La joven echa un vistazo
a las instantáneas. Coge una de un grupo y la mira de cerca.
─Disculpe,
¿quién es ella?
El
hombre busca unas gafas en el bolsillo interior de la chaqueta. Sigue con la
mirada el dedo de Sara.
─Es
la señora con los niños de la casa ─responde con la voz entrecortada─. Siempre
rodeada de críos y ahora…─no acaba la frase. Saca un pañuelo y se limpia por
debajo de las lentes─. Si no me necesita, voy a informar a don Javier que ya ha
llegado. Me alegro que esté aquí, señorita Sara.
La
joven se deja caer en el sillón con la foto en el regazo. Mueve su cabeza de un
lado a otro sin apartar la vista de la mujer. Oye pasos que se acercan.
─Sara,
celebro conocerte en persona ─un hombre de unos cuarenta años, vestido con
vaqueros oscuros y chaqueta de punto, extiende la mano hacia la joven─. Soy
Javier, el administrador ─se fija en el portarretrato─, ya veo que te has
enterado.
─¿Cuándo
ha muerto?
─Esta
mañana ─aclara con gesto serio─. Ya no tenía el mismo ánimo, ni se levantaba de
la cama. Y hoy, cuando he subido poco después de las nueve, me he dado cuenta
enseguida. Todavía estaba caliente ─calla un momento─. Tengo que ausentarme
unas horas pero volveré antes que los niños regresen del colegio. He pensado
que siguieran con su rutina ─aclara─. Aunque habrá que decírselo y espero que
me ayudes.
─Por
supuesto, cuenta con ello.
─La
vamos a echar de menos ─se levanta pero al llegar a la puerta, se vuelve─. Me
olvidaba, hay una sala de juegos en la primera planta. Creo que te gustará. Fue
su última creación ─sonríe antes de salir.
¿Qué
más sorpresas me tienes preparadas? ─pregunta la joven antes de colocar la foto
en su sitio.
Sube
la escalera con calma, sus piernas acumulan el cansancio del viaje. De pronto,
se detiene. Baja un par de escalones y mira la pared. Allí colgado, hay una
decena de dibujos de un rostro detrás de un cristal enmarcado. Es el mismo que
refleja el espejo al mirarse en él. ¡No puede ser! ─siente el corazón a punto
de explotar. Llega hasta el pasillo. Busca la sala de juegos. Y entonces lo ve.
Se acerca a una mesa, en el fondo de la habitación.
─Ya
veo que sigues haciendo puzzles.
El
niño levanta la cabeza, con su mirada de costumbre. Camina hacia Sara pero esta
vez, toca ligeramente su mano.
─Yo
también me alegro de verte, pequeñajo.