Siempre
recordaré la primera vez que nos vimos. Fue un tres de abril de hace ya casi
dos años. Buscaba las llaves para entrar en casa. La sesión de aquella mañana me
había dejado sin fuerzas y apenas mantenía los pies pegados al suelo. Solo
quería descansar, sin ruidos ni luz. Y dormir. De pronto, noté un movimiento y
al bajar la cabeza, vi una bola de pelo negra con dos manchas verdes que me hablaban con la mirada. Empujé la puerta y te colaste dentro con descaro. Por
fin, al llegar hasta el sofá, me desplomé. Cerré unos minutos los ojos y sin
pedir permiso, te enroscaste en mi regazo. Fue como enviar un mensaje sin palabras ni voz. Tan solo un gesto. Y desde ese momento, mi vida giró en torno a
ti.
Cada
día que paso contigo es un regalo de tiempo. Y sonrío cuando me despiertas con tirones suaves del pelo o me besas con tu
lengua rasposilla en el oído. Y esa naricilla húmeda que busca aromas de
identidad en mi cuello, como si tratases de confirmar que yo, soy yo. Y me
adormeces con tu ronroneo al verme encogida y con desgana por esta maldita
enfermedad.
Ya
no tengo miedo ni pienso en mañana. Porque la suerte, buena o mala, no depende
de un color, sino de la actitud con la que afrontas la vida. Y tú, te has convertido en pieza clave para superar la mía.
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