El
camión avanza con prisa por el asfalto. Uno de los prisioneros intenta
revolverse en la jaula. Apenas puede levantar la cabeza. Lleva horas sin beber
ni tomar una brizna de alimento. Un olor desagradable impregna la trasera del
vehículo. Se acerca a un resquicio y aspira por la nariz. Abre la boca y lo
intenta de nuevo. Mueve su cuerpo unos centímetros y golpea con fuerza contra
el suelo. Se oye un quejido y en segundos, estalla el caos. Los barrotes se
clavan en su costillar. Lanza berridos de dolor. Tal vez sea un presagio de su
destino marcado desde el nacimiento.
Algunas
horas antes, una mujer pasada la cincuentena esperaba en el lateral de un
camino de tierra. Con un dedo subió la visera de la gorra y miró el reloj. Las
doce y media. Alargó el brazo hasta el asiento del acompañante. La quinta vez en pocos minutos que realizaba el mismo gesto. Dos luces se aproximaron en
dirección contraria. Era su cita de medianoche. Caló la gorra hasta los ojos y
salió del vehículo. Un conductor joven, con aspecto desaliñado, se acercaba con
calma mirando de reojo a los lados. En su mano derecha sostenía una linterna.
─Tú,
siempre tarde.
─¡No
te pases que casi me pillan! ─exclamó con voz entrecortada─. He tenido que dar
una vuelta del copón ─giró la cabeza hacia atrás─. Bueno, ¿lo has traído?
─Aquí
tienes ─una caja de metal del tamaño de una cajetilla de tabaco apareció en la
palma de su mano─. No la abras hasta que estés preparado e inyéctalo
rápidamente ─informó al joven─. Cuando acabes, no debe quedar ningún rastro.
─Descuida
─levantó el pulgar. Deslizó la cremallera de la cazadora hacia abajo y guardó
el objeto en el bolsillo interior─. ¿Crees que funcionará?
─Supongo
que habrás leído en la prensa “el accidente” en la montería…─remarcó cada
palabra. Dio unos pasos hacia atrás hasta tocar con la espalda en el coche. Un
soplido salió de su boca y de improviso, comenzó a reír─. El de la escopeta
tenía la cara desencajada. Yo apunté al animal, balbuceaba como un bebé. ¡Qué
patético!
─¿Estabas
allí? ─se asombró el joven.
─Claro,
debía asegurarme ─se quitó la gorra. Su corta melena le cubrió el cuello─Tuve
que asistir a otras dos. No sabíamos cuando sucedería, hacía meses que lo
inoculamos ─hizo una pausa─. La verdad es que tuve mis dudas cuando me hablaron
de esta tecnología. Si cuantificar el sufrimiento ya es complicado, la
transformación final parecía…imposible. Pero todo salió perfecto.
─¡Un
zas en la boca!─sonrió el joven.
─Ahora,
mentir ante miles de testigos será complicado, ¿no crees? ─preguntó con ironía.
Los
dos callaron un instante. Todo permanecía en silencio. La luna llena asomó por
encima de la arboleda.
─Tengo
que dejarte ─el joven miró su muñeca─. Por cierto, ¿quién se encargará de la
muestra?
─Tranquilo
─dio una palmada en el hombro al joven─, en la mesa de mi sala, mando yo.
Se
abrazaron a modo de despedida. Subieron a los vehículos y antes de partir,
bajaron las ventanillas.
─¡Por
ellos! ─exclamó el joven con entusiasmo.
─Ten
cuidado ─replicó la mujer. Su vehículo se perdió en dirección a la carretera.
A
pesar de los nubarrones que avanzan desde poniente, la capital recibe a los
presos con la calidez típica de mayo. El ambiente parece más relajado. Hoy es
el patrón de la ciudad. Por las aceras, la gente se agolpa en los aledaños de
la plaza. En los bares, algunos rezagados apuran su consumición antes del
espectáculo. El trajín del tráfico mitiga las campanadas del reloj en una
iglesia cercana. La fiesta ha comenzado.
Los
presos se suceden en su suerte entre clarines y tambores. Ya solo queda el
zaino en el corral. El sexto de la tarde. Al parecer, y según reza el cartel de
la entrada principal, lleva por nombre Embrujado. En su piel, resaltan
las cicatrices de humillación marcadas con hierro candente. Se aproxima a la
pared del chiquero. La testuz casi en tierra, sin mover un músculo.
Ante
el clamor y aplausos del gentío, alza la cabeza. Ha llegado su hora. Un
individuo le azuza con una vara desde lo alto. Muge. Arrastra sus patas hasta
un corredor estrecho y en penumbra. Un trompetín da la señal.
La
puerta se abre. Arranca a la carrera y golpea las maderas con la cornamenta.
Desde el otro extremo, un grito llama su atención. Se vuelve. Una figura, con
traje ajustado azul y plata, agita un capote entre sus manos. Sus bufidos
aumentan en cada pase. Se detiene. Choca la pezuña contra el suelo. Un jinete
aparece por el lateral. Vuelve a tomar impulso y arremete contra la
cabalgadura. Como respuesta, un objeto punzante se hunde en su cuello. Tres
picadas seguidas que disminuyen sus movimientos. Por la herida abierta, la
sangre emerge a borbotones y tiñe de rojo la arena. El clarín vuelve a sonar.
Seis arpones desgarran su piel. La agonía es evidente. Saca la lengua en un
intento de respirar. Se tambalea. El ambiente se ha oscurecido. La tormenta
amenaza el festejo. Anuncian el último tercio. En pocos minutos, su pecho se
parte en dos. Separa los belfos pero el aire no llega. Dobla las rodillas, el
morro roza el suelo y se desploma. La ovación del público es unánime. Las
gradas se llenan de pañuelos blancos. Esperan con expectación el permiso de la
autoridad para premiar al matador.
─¡Buena
faena, maestro! ─exclama el subalterno mientras se agacha con un arma cortante
junto al zaino.
Un
sonido atronador recorre la plaza. El tiempo parece detenerse. De pronto, una
serie de convulsiones extrañas se suceden en el cuerpo del animal. Y en pocos
minutos, el desconcierto inunda el ruedo. Unos corren con desesperación, otros
se llevan las manos a la frente e incluso algunos se desmayan. También se
escuchan llantos de angustia. Los artífices de ajusticiar al sexto de la tarde
permanecen quietos, como clavados al suelo. En el lugar del zaino, yace un
muchacho cerca de la veintena. Su cuerpo sin vestiduras deja a la vista seis
arpones clavados en la espalda. El rostro con magulladuras recientes. Los
labios entreabiertos. Las muñecas y tobillos con fracturas imposibles de
imaginar. Y sobre la nuca, asoma un acero que se pierde hacia el interior.
La
plaza queda desierta. Comienza a llover.
No hay comentarios:
Publicar un comentario