viernes, 11 de septiembre de 2015

Reflejo

La mañana del lunes, salí a pasear con Honey, la yegua color miel que me regaló mi padre cuando cumplí dieciséis. Y sí, pasear, digo bien. No monto sobre ella, camino a su lado. Siempre el mismo recorrido de casa a la pradera. Allí trota y galopa. Se revuelca y patalea como un bebé recién bañado. Y mientras, la miro y disfruto.

De regreso a casa, echamos una carrera. Fue un error por mi parte, ahora lo entiendo. Tropecé con la raíz de un árbol y caí al suelo. ¿Cuánto tiempo pasó? Sólo sé que, al abrir los ojos, reconocí mi habitación a pesar de la oscuridad. Eso me extrañó. Nunca corría las cortinas y me sentí confusa. Había una fragancia sutil, un olor familiar, a flores y mar. Similar al perfume de mi padre. Duró unos instantes pero suficiente para recordarlo. Era un fuera de serie, de los que te volvías a mirar cuando te cruzabas con él. Un hombre que huía de la rutina y al que improvisar no le asustaba. Cuando los planes se van al traste comienza la diversión, decía siempre con una sonrisa en los labios. No es por nada pero era su preferida. Quería a mi hermana, claro está, pero con ella no había complicidad. Él y yo nos entendíamos a la perfección. ¡Cuánto lo echaba de menos! Hace un año que falta y nunca he sabido que pasó. Nadie me dio explicaciones.
Ese recuerdo me llevó a otro. La foto de la mesilla. Mi padre y yo, con mi vestido color lavanda ¡Le encantaba! Emma ponte el vestido, me susurraba al oído. Sin pensarlo me acerqué al armario y al abrir la puerta, me quedé sin habla. Un vaquero y una camiseta vieja colgaban de una percha. Nada más. Miré los cajones de la cómoda, bajo el espejo, y de la mesilla. Todo vacío. No podía creer que mi hermana hubiera llegado tan lejos. Ella, dos años mayor, parecía de otro mundo. Presumía hasta para hablar. Se movía con una rectitud que rayaba en lo ridículo ¿Y vistiendo? Eso era un fastidio continuo. Tenía dos armarios llenos de ropa pero no le bastaba. Cogía la mía o la escondía. Y si me enfadaba con ella, la culpable era yo. No, esto no era cosa de mi hermana.
Me senté en la cama, con calma, pensando qué ocurría allí. Al fin, decidí preguntar a mi madre.
Al bajar la escalera, la encontré sentada en el saloncito, en su sillón preferido. Me sorprendió su rostro, sin color en las mejillas, y su mirada ausente.
─Mamá, ¿te encuentras bien?
Ella, con la vista fija en la pared, ni me miró. Cogí sus manos con suavidad pero las retiró enseguida. Se envolvió, con su chal de lanilla los hombros, como si un frío invisible cruzara la estancia. De pronto, un grito de terror recorrió la casa. Las dos miramos hacia la puerta. Corrí al recibidor y la escena que presencié me dejó con la boca abierta. Mi hermana salía de mi habitación con una velocidad frenética. Los ojos fuera de las órbitas, el rostro de una palidez que asustaba, igual que un fantasma, y el pelo un palmo por encima de la cabeza. Pasó por mi lado como un suspiro. Se abrazó a mi madre, con gemido de lástima, parecía una niña que despierta de una pesadilla. Esto estaba yendo demasiado lejos. Y subí hacia mi cuarto.
Al entrar, no observé nada raro. Permanecía tal cual lo había dejado, con cierto desorden. Las puertas del armario hasta la pared, los cajones a medio cerrar, las cortinas recogidas en los laterales de la ventana y la cama con la sábana hacia atrás. Lo normal. Salía de nuevo, cuando algo me llamó la atención. Volví sobre mis pasos y al pasar cerca de la cómoda, me quedé perpleja. Estuve unos minutos haciendo movimientos con manos y pies e incluso con la cabeza. Nada. Qué hubiera hecho mi padre en mi situación, me pregunté. Seguro que reír. Y lo hice con ganas hasta que me dolió el estómago y sentí agujetas en él.




Ahora hago lo que quiero sin dar explicaciones. No me preocupa mi hermana ni sus tonterías. Ya no hay culpas ni responsabilidades. No tengo horarios que cumplir ni pido permiso a nadie. Y el tiempo…es mi aliado.  

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