La
mañana del lunes, salí a pasear con Honey, la yegua color miel que me regaló mi
padre cuando cumplí dieciséis. Y sí, pasear, digo bien. No monto sobre ella,
camino a su lado. Siempre el mismo recorrido de casa a la pradera. Allí trota y
galopa. Se revuelca y patalea como un bebé recién bañado. Y mientras, la miro y
disfruto.
De
regreso a casa, echamos una carrera. Fue un error por mi parte, ahora lo
entiendo. Tropecé con la raíz de un árbol y caí al suelo. ¿Cuánto tiempo pasó? Sólo
sé que, al abrir los ojos, reconocí mi habitación a pesar de la oscuridad. Eso
me extrañó. Nunca corría las cortinas y me sentí confusa. Había una fragancia
sutil, un olor familiar, a flores y mar. Similar al perfume de mi padre. Duró
unos instantes pero suficiente para recordarlo. Era un fuera de serie, de los
que te volvías a mirar cuando te cruzabas con él. Un hombre que huía de la
rutina y al que improvisar no le asustaba. Cuando los planes se van al traste comienza
la diversión, decía siempre con una sonrisa en los labios. No es por nada pero
era su preferida. Quería a mi hermana, claro está, pero con ella no había
complicidad. Él y yo nos entendíamos a la perfección. ¡Cuánto lo echaba de menos!
Hace un año que falta y nunca he sabido que pasó. Nadie me dio explicaciones.
Ese
recuerdo me llevó a otro. La foto de la mesilla. Mi padre y yo, con mi vestido
color lavanda ¡Le encantaba! Emma ponte el vestido, me susurraba al oído. Sin
pensarlo me acerqué al armario y al abrir la puerta, me quedé sin habla. Un
vaquero y una camiseta vieja colgaban de una percha. Nada más. Miré los cajones
de la cómoda, bajo el espejo, y de la mesilla. Todo vacío. No podía creer que
mi hermana hubiera llegado tan lejos. Ella, dos años mayor, parecía de otro
mundo. Presumía hasta para hablar. Se movía con una rectitud que rayaba en lo
ridículo ¿Y vistiendo? Eso era un fastidio continuo. Tenía dos armarios llenos
de ropa pero no le bastaba. Cogía la mía o la escondía. Y si me enfadaba con
ella, la culpable era yo. No, esto no era cosa de mi hermana.
Me
senté en la cama, con calma, pensando qué ocurría allí. Al fin, decidí
preguntar a mi madre.
Al
bajar la escalera, la encontré sentada en el saloncito, en su sillón preferido.
Me sorprendió su rostro, sin color en las mejillas, y su mirada ausente.
─Mamá,
¿te encuentras bien?
Ella,
con la vista fija en la pared, ni me miró. Cogí sus manos con suavidad pero las
retiró enseguida. Se envolvió, con su chal de lanilla los hombros, como si un frío
invisible cruzara la estancia. De pronto, un grito de terror recorrió la casa.
Las dos miramos hacia la puerta. Corrí al recibidor y la escena que presencié
me dejó con la boca abierta. Mi hermana salía de mi habitación con una
velocidad frenética. Los ojos fuera de las órbitas, el rostro de una palidez
que asustaba, igual que un fantasma, y el pelo un palmo por encima de la
cabeza. Pasó por mi lado como un suspiro. Se abrazó a mi madre, con gemido de
lástima, parecía una niña que despierta de una pesadilla. Esto estaba yendo
demasiado lejos. Y subí hacia mi cuarto.
Al
entrar, no observé nada raro. Permanecía tal cual lo había dejado, con cierto
desorden. Las puertas del armario hasta la pared, los cajones a medio cerrar,
las cortinas recogidas en los laterales de la ventana y la cama con la sábana hacia
atrás. Lo normal. Salía de nuevo, cuando algo me llamó la atención. Volví sobre
mis pasos y al pasar cerca de la cómoda, me quedé perpleja. Estuve unos minutos
haciendo movimientos con manos y pies e incluso con la cabeza. Nada. Qué hubiera
hecho mi padre en mi situación, me pregunté. Seguro que reír. Y lo hice con
ganas hasta que me dolió el estómago y sentí agujetas en él.
Ahora
hago lo que quiero sin dar explicaciones. No me preocupa mi hermana ni sus
tonterías. Ya no hay culpas ni responsabilidades. No tengo horarios que cumplir
ni pido permiso a nadie. Y el tiempo…es mi aliado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario