domingo, 19 de abril de 2015

A mil metros del suelo

Recuerdo aquel fin de semana de otoño. Mi madre decidió visitar a la abuela. Intentó convencerme para que me quedara en casa, con mi padre. Y dije que no. ¿Con mi padre? Pero si en un mes le había visto dos veces y, una de ellas, él entraba por la puerta y yo subía a dormir. Ahora eso sí, dejar mensajes, lo bordaba ¿Con mi padre? Ni hablar del tema.
─Luego te quejas porque no pasa tiempo contigo. No te entiendo, Alicia.
─Pues deberías hacerlo, mamá. Desde hace un año, apenas nos vemos. ¿Qué ha cambiado desde entonces?
Aquello la molestó. Desvió la mirada y noté un brillo raro en sus ojos. Pero no pregunté.
─Como quieras, tú ganas ─dijo con la voz entrecortada─. Prepara algo de ropa. Salimos en media hora.
Tenía la mochila lista pero me callé. Unas camisetas, un par de pantalones, ropa interior, el cepillo de dientes y las zapatillas de correr. Era suficiente.

Durante el viaje, mi madre impuso un mutismo incómodo. Intenté iniciar alguna conversación pero no hubo forma de que hablara. Parecía tener su mente en otro lugar. Me dediqué a mirar el paisaje. En esa época del año era un espectáculo. La magia de colores y aromas cautivaban.
Llegamos antes del ocaso. La visión del caserón sobrecogía. La piedra ceniza, las vigas de castaño, el bosque que la rodeaba…parecía una casa encantada de cuento de hadas.
Me acosté casi sin cenar. Ellas se quedaron en la cocina conversando hasta bien entrada la madrugada. Desde mi cuarto, oía un susurro lejano como un arrullo infantil para dormir.
Desperté con el sol. Dejé una nota encima de la mesa pero al salir, mi madre, me llamó.
─Alicia, espera.
Se acercó y me abrazó. Sentí un cuerpo frágil como si fuera a romperse de un momento a otro. No me había dado cuenta hasta ese momento. No sé por qué no dije nada. Tan solo me limité a sonreír.
─¡Ten cuidado! Y ven antes del anochecer.
─Claro que sí, mamá.
Cerré la puerta sin ruido e inicié la carrera.
Al principio, comencé por el sendero pero giré a la derecha y me metí en la arboleda. Sentí los pies hundirse en la hojarasca hasta el tobillo, el crujir de las ramas caídas con cada paso. Evité oquedades escondidas del terreno y troncos tumbados por el viento o alguna tormenta perdida. Escuché el canto de una avecilla reclamando su territorio. Respiré la esencia del rocío y la madera. Y durante unos instantes fui parte del bosque.
Al avistar el mirador aceleré el paso. El panorama que se extendía ante mí me cautivó. No era la primera vez que subía pero siempre descubría algo nuevo. Allí, los sentidos se apoderaban de ti. La cabeza despejada, los brazos relajados y las piernas ligeras.

Me acordé de la primera vez. Subí con mi padre. ¡Cómo me gustaban aquellas excursiones! Me sentía protegida con él. Pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Aumentó las horas de trabajo y dejamos de hacer cosas juntos. Se alejó de mí o tal vez fui yo quien se distanció de él, como siempre decía mi madre.
Con todo ese remolino de emociones se echó la hora encima. El sol rozaba la linde del monte.

Regresaré por la vereda para acortar, pensé. Pero a pocos metros de la marcha, me detuve. Al verle, comencé a temblar. El miedo se apoderó de mí. Los pies clavados en el suelo como una estatua de piedra sin movilidad, ni vida.
Al llegar a casa de la abuela, no pronuncié palabra. Solo me senté. Mi mente estaba lejos, volaba aturdida, a mil metros del suelo
─Alicia, ¿nos cuentas qué has visto?
Miré a la abuela. ¿Cómo sabía qué había visto algo? 
─¿Era un animal con un aspecto…especial?
Moví la cabeza de arriba a bajo. Las palabras surgieron sin querer.
─He estado en el mirador del Águila. De vuelta, un animal me ha cortado el camino. Era un ciervo joven, una cría, blanco. Su mirada transmitía sosiego pero no podía moverme. El animal se acercó. El tiempo se había parado. Extendí la mano. Él apoyó el morro en ella y después desapareció.
La abuela se sentó a mi lado y, sonriéndome, empezó a relatarme una historia. Una leyenda que hablaba de mujeres sabias que poseían dones. La visión era uno de ellos. Rendían culto a la Madre Tierra y usaban símbolos como parte de sus ritos.
 ─¿Dones? ¿Símbolos? Pero ¿de qué me estás hablando? Ese animal, ¿qué tiene que ver conmigo? No lo entiendo.  
─¡Para, para Alicia! Lo que has visto es el maoisich geal, la cierva blanca. Se dice que quien la ve sufrirá una transformación, precedida de la decisión de vida. Es un mensaje. No hay nada que temer.
Tenía la sensación de que aquella visión no formaba parte de una leyenda sino de algo real. No pude dormir. Daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Surgían preguntas pero desconocía las respuestas.
Al día siguiente evitamos hablar del tema. Al despedirnos, mi madre se acercó a la abuela. No hubo palabras entre ellas. Pero sus miradas lo decían todo.
Comenzamos el regreso en silencio. Pensaba en la historia de la tarde anterior. Mi madre se mantuvo al margen y eso me inquietaba. Me removí en el asiento, ¿me ocultaba algo?
El estallido del neumático fue inesperado. El descontrol se adueñó del coche. Tras el impacto, se detuvo. La oscuridad irrumpió con violencia.

Mis pasos eran suaves, sin dejar huella, sin ruido ni prisa. Flotaba como un globo lleno de gas que busca el camino. Llegué a un espacio en penumbra dónde seis sombras de luz me rodearon. Y del centro, surgió la séptima.
─Te esperábamos, Alicia.
─¿Quienes sois?
Una de las sombras se acercó. Vi su rostro.
─¿Eres mi madre?
─Lo fui en el pasado.
Me sentía confusa. Empecé a notar mis pies.
─Tenemos que irnos. Debes decidir. Busca en tu interior. La respuesta está ahí.
Mis pies conectaron con las piernas, las manos con los brazos y la cabeza con el cuello. Después encajaron a la perfección en el tronco. Un movimiento de retorno me alejó de allí.

Noto mi mano sujeta con una delicadeza familiar. Mis ojos no se atreven a despertar. Por una rendija, entre los párpados, veo a mi padre adormilado junto a mi cama. Muevo levemente el brazo. Él, con gesto de sorpresa, me sonríe.

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