Recuerdo
aquel fin de semana de otoño. Mi madre decidió visitar a la abuela. Intentó
convencerme para que me quedara en casa, con mi padre. Y dije que no. ¿Con mi
padre? Pero si en un mes le había visto dos veces y, una de ellas, él entraba
por la puerta y yo subía a dormir. Ahora eso sí, dejar mensajes, lo bordaba
¿Con mi padre? Ni hablar del tema.
─Luego
te quejas porque no pasa tiempo contigo. No te entiendo, Alicia.
─Pues
deberías hacerlo, mamá. Desde hace un año, apenas nos vemos. ¿Qué ha cambiado
desde entonces?
Aquello
la molestó. Desvió la mirada y noté un brillo raro en sus ojos. Pero no pregunté.
─Como
quieras, tú ganas ─dijo con la voz entrecortada─. Prepara algo de ropa. Salimos
en media hora.
Tenía
la mochila lista pero me callé. Unas camisetas, un par de pantalones, ropa interior, el cepillo de dientes y
las zapatillas de correr. Era suficiente.
Llegamos
antes del ocaso. La visión del caserón sobrecogía. La piedra ceniza, las vigas
de castaño, el bosque que la rodeaba…parecía una casa encantada de cuento de
hadas.
Me
acosté casi sin cenar. Ellas se quedaron en la cocina conversando hasta bien
entrada la madrugada. Desde mi cuarto, oía un susurro lejano como un
arrullo infantil para dormir.
Desperté
con el sol. Dejé una nota encima de la mesa pero al salir, mi madre, me llamó.
─Alicia,
espera.
Se
acercó y me abrazó. Sentí un cuerpo frágil como si fuera a romperse de un
momento a otro. No me había dado cuenta hasta ese momento. No sé por qué no
dije nada. Tan solo me limité a sonreír.
─¡Ten
cuidado! Y ven antes del anochecer.
─Claro
que sí, mamá.
Cerré
la puerta sin ruido e inicié la carrera.
Al
principio, comencé por el sendero pero giré a la derecha y me metí en la
arboleda. Sentí los pies hundirse en la hojarasca hasta el tobillo, el crujir
de las ramas caídas con cada paso. Evité oquedades escondidas del terreno y troncos
tumbados por el viento o alguna tormenta perdida. Escuché el canto de una
avecilla reclamando su territorio. Respiré
la esencia del rocío y la madera. Y durante unos instantes fui parte del
bosque.
Al
avistar el mirador aceleré el paso. El panorama que se extendía ante mí me
cautivó. No era la primera vez que subía pero siempre descubría algo nuevo.
Allí, los sentidos se apoderaban de ti. La cabeza despejada, los brazos
relajados y las piernas ligeras.
Me acordé de la primera vez. Subí con mi padre. ¡Cómo me gustaban aquellas excursiones! Me sentía protegida con él. Pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Aumentó las horas de trabajo y dejamos de hacer cosas juntos. Se alejó de mí o tal vez fui yo quien se distanció de él, como siempre decía mi madre.
Con
todo ese remolino de emociones se echó la hora encima. El sol rozaba la linde
del monte.
Regresaré por la vereda para acortar, pensé. Pero a pocos metros de la marcha, me detuve. Al verle, comencé a temblar. El miedo se apoderó de mí. Los pies clavados en el suelo como una estatua de piedra sin movilidad, ni vida.
Al
llegar a casa de la abuela, no pronuncié palabra. Solo me senté. Mi mente estaba lejos, volaba aturdida, a mil
metros del suelo
─Alicia,
¿nos cuentas qué has visto?
Miré
a la abuela. ¿Cómo sabía qué había visto algo?
─¿Era
un animal con un aspecto…especial?
Moví
la cabeza de arriba a bajo. Las palabras surgieron sin querer.
─He estado
en el mirador del Águila. De vuelta, un animal me ha cortado el camino. Era un
ciervo joven, una cría, blanco. Su mirada transmitía sosiego pero no podía
moverme. El animal se acercó. El
tiempo se había parado. Extendí la mano. Él apoyó el morro en ella y después
desapareció.
La
abuela se sentó a mi lado y, sonriéndome, empezó a relatarme una historia. Una
leyenda que hablaba de mujeres sabias que poseían dones. La visión era uno de ellos. Rendían
culto a la Madre Tierra y usaban símbolos como parte de sus ritos.
─¿Dones? ¿Símbolos? Pero ¿de qué me estás
hablando? Ese animal, ¿qué tiene que ver
conmigo? No lo entiendo.
─¡Para,
para Alicia! Lo que has visto es el maoisich geal, la cierva blanca. Se
dice que quien la ve sufrirá una transformación, precedida de la
decisión de vida. Es un mensaje. No hay nada que temer.
Tenía
la sensación de que aquella visión no formaba parte de una leyenda sino de algo
real. No pude dormir. Daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Surgían
preguntas pero desconocía las respuestas.
Al
día siguiente evitamos hablar del tema. Al despedirnos, mi madre se acercó a la
abuela. No hubo palabras entre ellas. Pero sus miradas lo decían todo.
Comenzamos
el regreso en silencio. Pensaba en la historia de la tarde anterior. Mi madre
se mantuvo al margen y eso me inquietaba. Me removí en el asiento, ¿me ocultaba
algo?
El estallido
del neumático fue inesperado. El descontrol se adueñó del coche. Tras el
impacto, se detuvo. La oscuridad irrumpió con violencia.
Mis pasos eran suaves, sin dejar huella, sin ruido ni prisa. Flotaba como un globo lleno de gas que busca el camino. Llegué a un espacio en penumbra dónde seis sombras de luz me rodearon. Y del centro, surgió la séptima.
─Te
esperábamos, Alicia.
─¿Quienes
sois?
Una
de las sombras se acercó. Vi su rostro.
─¿Eres
mi madre?
─Lo
fui en el pasado.
Me
sentía confusa. Empecé a notar mis pies.
─Tenemos
que irnos. Debes decidir. Busca en tu interior. La respuesta está ahí.
Mis
pies conectaron con las piernas, las manos con los brazos y la cabeza con el
cuello. Después encajaron a la perfección en el tronco. Un movimiento de
retorno me alejó de allí.
Noto mi mano sujeta con una delicadeza familiar. Mis ojos no se atreven a despertar. Por una rendija, entre los párpados, veo a mi padre adormilado junto a mi cama. Muevo levemente el brazo. Él, con gesto de sorpresa, me sonríe.
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