sábado, 2 de mayo de 2015

Viajera

Aquella mañana al entrar en el café, Javier se fijó en la mujer sentada al fondo. Sola y sin nada en la mesa. El camarero no pudo darle referencias. Era la primera vez que la veía. Su aspecto parecía de una dama, con ademanes de evidente sutileza. Su traje oscuro, casi negro, realzaba la albura de su piel. Su mirada rozaba la perfección. Quizá fuera quien sosegara sus desvelos, pensó él.
Durante unos instantes, que le parecieron horas, dudó en acercarse y hablar con ella.
¿Y si espera a alguien? Tal vez me ignore. ¿Y si se marcha?, se preguntaba en un susurro delante de su taza ya vacía.


Sus pasos de titubeo, como si de una danza exótica se tratara, le llevaron hasta la mesa de la desconocida. Ella no se sorprendió. Mostró una sonrisa que cautivó de inmediato el corazón de Javier.
La conversación sin prisa de la forastera contrastaba con el torbellino de palabras sin control de él. Después de la agitación inicial le propuso cenar juntos. Ella aceptó con una condición: la velada transcurriría en su casa. Sería la anfitriona. A Javier, no le importó. Se despidieron él, con un “hasta las nueve”,  ella, con un gesto de asentimiento.
A la hora convenida llamó a la puerta. Tras ella apareció su dama con vestido negro hasta los tobillos salpicado de madreperla. Parecía un cielo nocturno durante el estío. Con su sonrisa de hechizo le indicó que pasara.
Mientras cenaban, el pecho de Javier era un polvorín a punto de explotar. Con el postre, corazón de chocolate con crema de frambuesa, comenzó a sentirse relajado. La última cucharada le dejó tranquilo, casi adormecido.
─Vine a buscarte ─le dijo ella.
─Lo sé ─respondió él.
Aquella noche, le encontraron sentado en el sillón con una leve sonrisa.

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