Aquella
mañana al entrar en el café, Javier se fijó en la mujer sentada al fondo. Sola
y sin nada en la mesa. El camarero no pudo darle referencias. Era la primera
vez que la veía. Su aspecto parecía de una dama, con ademanes de evidente
sutileza. Su traje oscuro, casi negro, realzaba la albura de su piel. Su mirada
rozaba la perfección. Quizá fuera quien sosegara sus desvelos, pensó él.
Durante
unos instantes, que le parecieron horas, dudó en acercarse y hablar con ella.
¿Y
si espera a alguien? Tal vez me ignore. ¿Y si se marcha?, se preguntaba en un
susurro delante de su taza ya vacía.
Sus
pasos de titubeo, como si de una danza exótica se tratara, le llevaron hasta la
mesa de la desconocida. Ella no se sorprendió. Mostró una sonrisa que cautivó
de inmediato el corazón de Javier.
La
conversación sin prisa de la forastera contrastaba con el torbellino de
palabras sin control de él. Después de la agitación inicial le propuso cenar
juntos. Ella aceptó con una condición: la velada transcurriría en su casa. Sería
la anfitriona. A Javier, no le importó. Se despidieron él, con un “hasta las
nueve”, ella, con un gesto de
asentimiento.
A la
hora convenida llamó a la puerta. Tras ella apareció su dama con vestido negro
hasta los tobillos salpicado de madreperla. Parecía un cielo nocturno durante
el estío. Con su sonrisa de hechizo le indicó que pasara.
Mientras
cenaban, el pecho de Javier era un polvorín a punto de explotar. Con el postre,
corazón de chocolate con crema de frambuesa, comenzó a sentirse relajado. La
última cucharada le dejó tranquilo, casi adormecido.
─Vine
a buscarte ─le dijo ella.
─Lo
sé ─respondió él.
Aquella noche, le encontraron sentado en el sillón con una leve sonrisa.
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