Elia
apaga el despertador de un manotazo. Busca con impaciencia las zapatillas
lanzadas, la noche anterior, a cualquier rincón del cuarto. Arruga la nariz y
baja las cejas. Su trabajo le parece una pesadez. La compañera dice que es solo
un trabajo. Pero ella quiere emoción. Que la vida tenga una pizca de aventura
con sorpresas y misterio. Y no limpiar y colocar libros en una estantería. Historias
apiladas, cubiertas de polvo. Niega con la cabeza al pensar en ello.
Llega
temprano. Abre con cuidado la puerta de la sala trece. Quizá haya algún cambio
desde ayer, dice en voz baja. Los libros siguen en la vieja mesa de castaño en
modo de espera. Comienza la tarea. Sitúa la escalerilla en el lugar adecuado y
coge un grupo de tres. Los desempolva con esmero y sujeta, con una mano, avanza
por los peldaños. Tras colocarlos en su sitio le parece escuchar algo. Parece
una llamada. Se para y observa la mesa con atención. Se lleva las manos a la cabeza con un ademán
de asombro.
Sube
la escalera de nuevo. Oye un crujido. El peldaño de apoyo se rompe. Los libros
vuelan como las mazas de una gimnasta rítmica. Uno cae en la mesa abierto por
la página cincuenta y nueve. Se sienta y empieza a leer “…la mujer consigue
rescatar los archivos a tiempo. Sabe que la persiguen pero está preparada”.
Pasa con prisa la hoja. En el medio de la página, solo aparece una línea
escrita, ¿Elia, estás preparada? Un susurro de palabras la envuelve como si de
un hechizo se tratara. Lee de nuevo. Al fin contesta, sí.
Elia
espera paciente al sicario. Al verle, acelera su vehículo y le lanza contra la
acera. No mira atrás. Sonríe con picardía. La aventura comienza.
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