Aquel
veinte de mayo, Rubén cayó en un estado de silencio y vacío. Dos años de mirada
ausente por el dolor y la confusión.
A
pesar de la inseguridad que llenó nuestra vida siempre confié en su
recuperación. Que algún día esta pesadilla formaría parte del pasado.
Tenía un encanto singular. Llamaba la atención allí donde estuviera.
Recuerdo
los paseos por el parque cerca de casa. Lanzaba grititos, a modo de saludo, a
cada perro que se acercaba a olisquear. Aceptaban sus caricias como uno más del
grupo. Era una relación perfecta.
Con tres
años, casi cuatro, visitamos el zoológico. Creí que le agradaría ver a tantos
animales. Durante el recorrido, permaneció callado. Sin una sonrisa. Solo
miraba.
─Mamá,
¿por qué están tristes los animales?
Enmudecí
sin saber qué contestar. Le abracé y nos fuimos. Nunca hablamos de ello. Su
opinión quedó clara aquel día.
En
el colegio aprendía con rapidez. Devoraba los cuentos que caían entre sus manos. Pasaba horas dibujando animales como los dos
gatos callejeros que venían a diario.
Un
fin de semana visitamos a unos amigos en su casa de campo. En un corralón descansaban una yegua con su potro. Rubén se metió entre las tablas. La yegua, seguida por la
cría, cruzó el cercado. Bajó su testuz y él se acercó a su oreja. Ella
retrocedió unos metros y esperó.
─Mamá, Estrella quiere pasear conmigo, ¿puedo ir?
─Pero
no te alejes demasiado ─le advertí.
Miré
de reojo al anfitrión. Su gesto lo decía todo. Los ojos abiertos, sin
pestañear. En su boca, una sonrisa de asombro e incredulidad. Ver a un niño
escoltado por una yegua y su potro causaba expectación. En el viaje de regreso
pregunté a Rubén cómo supo el nombre de la yegua.
─Ella
me lo dijo ─contestó mientras miraba por la ventanilla.
Una
tarde, poco antes de su cumpleaños, llamaron a la puerta. Era el vecino de
enfrente. Su perra había tenido cachorros y pensó que a Rubén, le gustaría
quedarse con el más pequeño.
─¿Conoces
a mi hijo? Nunca me ha dicho nada…
─Quien
le conoce es Dama, mi perra. Son buenos amigos.
─¡Este
crío me sorprende!
Durante
la cena hablé con Rubén. Chico estará bien aquí, dijo con una sonrisa. Fue
suficiente para mí. Por supuesto, no pregunté por la elección del nombre.
La
mañana de su cumpleaños sonó el timbre. Rubén corrió hacia la puerta. Era
Miguel, el dueño del cachorro.
─Te
presento al hijo de Dama. Ella también quería venir y no he podido negarme.
Rubén
miró al cachorro y le acarició. Bajó el escalón y se acercó a la madre.
─Tranquila,
cuidaré de él.
Desde
ese momento, Rubén y Chico, se convirtieron en dos amigos inseparables.
Pero
todo cambió aquel veinte de mayo. La tragedia se apoderó de nuestra familia y
me arrebató a mi hijo. Se sumió en un mundo vacío de palabras. Y él perdió a su
mejor amigo. Su vida cambió en un instante. Pasó de ser un niño con ilusiones a
un estado lleno de soledad. La ausencia de mirada, el dolor en su gesto, la
contracción de las manos, la lentitud de movimientos, la pausa en su caminar…le
definían.
Estuvo
semanas en su cuarto, sin salir. Era su refugio, su protección frente al
exterior.
Después
de un año regresó al colegio. Reanudó sus visitas a Dama. Volvió a sus juegos
infantiles con sus compañeros felinos. Todo en silencio. Al inicio del segundo
año las ausencias comenzaron a espaciarse. Poco a poco, su conducta se
normalizó. El parque de perros se había convertido en una cita obligada en sus
paseos con Dama y Miguel.
Una
tarde apareció un perro solitario con aspecto desaliñado. La conexión con Rubén
fue inmediata. El animal olisqueó un rato e intentó unirse al grupo canino. Entonces
sucedió lo inesperado. Un desconocido intentó coger con violencia al callejero.
Sus aullidos alertaron a mi hijo. De pronto, Rubén, de un salto, corrió hacia
el centro del recinto.
─¡Deja
en paz al perro!
─¡Cállate
niñato! Largo de aquí.
Con
el jaleo, Miguel levantó la mirada pero no llegó a tiempo. Rubén, lleno de
furia, se abalanzó sobre aquel tipo, que desprevenido por la reacción, cayó al
suelo.
─¡A
este no le vas a matar!
El
caos estalló con rapidez. Las personas intentaban sujetar a los perros que habían
rodeado al individuo tumbado en el suelo.
─Tranquilo,
hijo ─intentó calmarle, Miguel.
─¡Él
mató a mi amigo…mató a Chico!
Una
llamada en el móvil me alertó de lo ocurrido. Por fin, Rubén había roto su silencio.
Unas horas más tarde volvimos a casa. En la puerta, alguien esperaba.
─Mamá,
este es Lanas, ¿puede quedarse con nosotros?
─Claro,
hijo. ¿Lanas? Mejor no pregunto…
.
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