sábado, 11 de abril de 2015

La vida cambia en un instante

Aquel veinte de mayo, Rubén cayó en un estado de silencio y vacío. Dos años de mirada ausente por el dolor y la confusión.
A pesar de la inseguridad que llenó nuestra vida siempre confié en su recuperación. Que algún día esta pesadilla formaría parte del pasado.
Tenía un encanto singular. Llamaba la atención allí donde estuviera.  

Recuerdo los paseos por el parque cerca de casa. Lanzaba grititos, a modo de saludo, a cada perro que se acercaba a olisquear. Aceptaban sus caricias como uno más del grupo. Era una relación perfecta.
Con tres años, casi cuatro, visitamos el zoológico. Creí que le agradaría ver a tantos animales. Durante el recorrido, permaneció callado. Sin una sonrisa. Solo miraba.
─Mamá, ¿por qué están tristes los animales?
Enmudecí sin saber qué contestar. Le abracé y nos fuimos. Nunca hablamos de ello. Su opinión quedó clara aquel día.
En el colegio aprendía con rapidez. Devoraba los cuentos que caían entre sus manos. Pasaba horas dibujando animales como los dos gatos callejeros que venían a diario.

Un fin de semana visitamos a unos amigos en su casa de campo. En un corralón descansaban una yegua con su potro. Rubén se metió entre las tablas. La yegua, seguida por la cría, cruzó el cercado. Bajó su testuz y él se acercó a su oreja. Ella retrocedió unos metros y esperó.
─Mamá, Estrella quiere pasear conmigo, ¿puedo ir?
─Pero no te alejes demasiado ─le advertí.
Miré de reojo al anfitrión. Su gesto lo decía todo. Los ojos abiertos, sin pestañear. En su boca, una sonrisa de asombro e incredulidad. Ver a un niño escoltado por una yegua y su potro causaba expectación. En el viaje de regreso pregunté a Rubén cómo supo el nombre de la yegua.
─Ella me lo dijo ─contestó mientras miraba por la ventanilla.
Una tarde, poco antes de su cumpleaños, llamaron a la puerta. Era el vecino de enfrente. Su perra había tenido cachorros y pensó que a Rubén, le gustaría quedarse con el más pequeño.
─¿Conoces a mi hijo? Nunca me ha dicho nada…
─Quien le conoce es Dama, mi perra. Son buenos amigos.
─¡Este crío me sorprende!
Durante la cena hablé con Rubén. Chico estará bien aquí, dijo con una sonrisa. Fue suficiente para mí. Por supuesto, no pregunté por la elección del nombre.
La mañana de su cumpleaños sonó el timbre. Rubén corrió hacia la puerta. Era Miguel, el dueño del cachorro.
─Te presento al hijo de Dama. Ella también quería venir y no he podido negarme.
Rubén miró al cachorro y le acarició. Bajó el escalón y se acercó a la madre.
─Tranquila, cuidaré de él.
Desde ese momento, Rubén y Chico, se convirtieron en dos amigos inseparables. 


Pero todo cambió aquel veinte de mayo. La tragedia se apoderó de nuestra familia y me arrebató a mi hijo. Se sumió en un mundo vacío de palabras. Y él perdió a su mejor amigo. Su vida cambió en un instante. Pasó de ser un niño con ilusiones a un estado lleno de soledad. La ausencia de mirada, el dolor en su gesto, la contracción de las manos, la lentitud de movimientos, la pausa en su caminar…le definían.
Estuvo semanas en su cuarto, sin salir. Era su refugio, su protección frente al exterior.
Después de un año regresó al colegio. Reanudó sus visitas a Dama. Volvió a sus juegos infantiles con sus compañeros felinos. Todo en silencio. Al inicio del segundo año las ausencias comenzaron a espaciarse. Poco a poco, su conducta se normalizó. El parque de perros se había convertido en una cita obligada en sus paseos con Dama y Miguel.
Una tarde apareció un perro solitario con aspecto desaliñado. La conexión con Rubén fue inmediata. El animal olisqueó un rato e intentó unirse al grupo canino. Entonces sucedió lo inesperado. Un desconocido intentó coger con violencia al callejero. Sus aullidos alertaron a mi hijo. De pronto, Rubén, de un salto, corrió hacia el centro del recinto.
─¡Deja en paz al perro!
─¡Cállate niñato!  Largo de aquí.
Con el jaleo, Miguel levantó la mirada pero no llegó a tiempo. Rubén, lleno de furia, se abalanzó sobre aquel tipo, que desprevenido por la reacción, cayó al suelo.
─¡A este no le vas a matar!
El caos estalló con rapidez. Las personas intentaban sujetar a los perros que habían rodeado al individuo tumbado en el suelo.
─Tranquilo, hijo ─intentó calmarle, Miguel.
─¡Él mató a mi amigo…mató a Chico!
Una llamada en el móvil me alertó de lo ocurrido. Por fin, Rubén había roto su silencio.


Unas horas más tarde volvimos a casa. En la puerta, alguien esperaba.
─Mamá, este es Lanas, ¿puede quedarse con nosotros?
─Claro, hijo. ¿Lanas? Mejor no pregunto…






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