Las
dos mujeres sentadas en el fondo de la sala más amplia de la casa familiar
permanecen en silencio. La menor, vestida de negro y con el pelo recogido en un
moño, mantiene su mirada clavada en la parte central de la estancia. Allí, y
sobre una tarima, descansa una caja de madera oscura y de tacto suave. En su
interior reposa una joven próxima a la veintena. La mujer intenta contener las
lágrimas con un pañuelo de papel que aprieta con fuerza dentro de su mano. Cada
respiración, entrecortada por los sollozos, se convierte en una bocanada de
vaho que se dispersa lentamente por la sala ahora vacía de miradas vecinales.
Mientras,
la otra mujer, con las piernas cruzadas, observa las uñas de sus manos y se
entretiene en sacudir las motas de polvo en su blusa azul marino comprada la
tarde anterior. Al fin, decide romper el silencio.
─¿Te
has fijado en la mujer del alcalde? ─pregunta con burla─. No tiene gusto ni para…
─Mira,
Paquita, no me encuentro con ánimo para tus chismes de pueblo ─contesta en voz
baja y sin apartar la vista del centro de la sala─. Por lo menos se ha vestido
con más discreción y no como tú, que parece que vas de fiesta ─le reprocha─.
Hasta los pendientes de mamá te has puesto.
─Ella…me
los dejó a mí ─echa un vistazo a la caja dibujando una curva hacia arriba en su boca─. Por cierto, mañana
tenemos que ir a la ciudad, uno de ellos está flojo ─añade mientras se retoca
el peinado con los dedos. Su hermana enmudece─. Voy a preparar café ─se levanta
y con paso firme se dirige hacia la puerta─, tanto silencio me aburre ─murmura
al salir.
La
madre de la joven ni se mueve. Mira al suelo y se estremece. Tras unos
segundos, apoya las manos en los brazos del sillón, se levanta y arrastra los
pies hasta el centro de la sala. Coloca los dedos en el borde de la caja. Su
cuerpo se balancea levemente.
─Mi
preciosa hija, ¡voy a echarte tanto de menos! ─sus ojos se humedecen de nuevo.
Introduce sus manos en los bolsillos de la chaqueta pero no encuentra el
pañuelo. Con las yemas de los dedos recorre las mejillas. Cierra los ojos un
instante como si necesitara tomar aliento para continuar─. Si hubiera estado
ayer aquí tal vez…pero ya sabes cómo es tu tía. Tu padre me lo dijo muchas
veces y no quise escuchar ─su moño se mueve de un lado a otro─. Pensaba que la nueva
medicación surtía efecto, que las convulsiones eran parte del pasado. Me
equivoqué ─se calla─. Tenía una sorpresa preparada para tu cumpleaños ─sonríe
al mirarla─. Un viaje, las dos solas, sin la tía. Al mar. Aunque ahora…
Escucha
unos pasos acercarse a la sala. Agacha la cabeza y besa en la frente a la
joven. Pero al subirla, se lleva la mano a los labios y sus ojos se abren con
asombro.
─Tienes
una llamada ─informa la hermana.
─¿Qué?
─pregunta distraída la madre de la joven con los dedos todavía en sus labios.
─Que
te llaman por teléfono ─contesta con voz de enfado─. Nunca te enteras de nada.
Si no fuera por mí ─recrimina a su hermana─. Anda ves, ya me quedo con tu hija.
Paquita
espera a que salga de la sala. Se acerca a la caja y da una vuelta a su
alrededor. Su gesto se relaja. Las comisuras de la boca se elevan poco a poco.
Se para y observa el rostro de la joven.
─¿Estás
cómoda, sobrina? No he reparado en gastos ─se burla─. Y aquí estás, con tu cara
de niña buena igual que tu padre. Pero le duró poco ─ríe mientras levanta las
manos hacia los pendientes─. Ahora, todo será diferente. Tu madre y yo juntas.
¡Es perfecto! ─Su cabeza tiembla con una carcajada que resuena en la sala.
Se
aleja de su sobrina. De pronto, se para. Vuelve y contempla el rostro de la joven.
Extiende una mano hasta las mejillas. Después, examina con atención los dedos
humedecidos. Se vuelve hacia la salida. De nuevo hacia la caja. Intenta dar
unos pasos. Separa sus brazos del cuerpo para mantener el equilibrio. La puerta
se abre.
─Ya
vienen a por ella ─mira al centro de la sala. Detiene sus ojos en la hermana─.
¿Qué ocurre, Paquita?
─Nada…no
ocurre nada ─su voz suena entrecortada─. Es mejor que esperemos fuera ─camina
hacia la puerta con prisa.
─Has
perdido un pendiente.
─¿Cómo
dices?
─A
tu oreja izquierda le falta el pendiente.
Paquita
levanta la mano hasta su lóbulo izquierdo. Baja su mirada hasta llegar a la
caja.
─Está
bien ─masculla con rabia.
Se aproxima
al centro de la estancia. Sin mirar en su interior, introduce una mano que
desplaza por el acolchado de la caja. De improviso, siente que algo sujeta su
brazo con fuerza. Lanza un grito y se desploma.
─¿Mamá?
─una voz débil se oye dentro de la caja.
─¿Ángela?
─La madre no despega los pies del suelo.
─Mamá…─el
tono es más firme.
Una
mano aparece por el borde de la caja. Su madre corre hacia el centro y pasa por
encima de la hermana que sigue tumbada en el suelo.
─Mi
niña, mi niña ─repite cubriendo de besos a su hija─ ¡Esto es un milagro!
─Mamá,
¿iremos al mar?
─Claro
que sí, hija ─contesta con una sonrisa sin poder contener las lágrimas.
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