Quise
contarte muchas veces cómo transcurrieron aquellos días. Qué fue lo que me
llevó hasta ti. Pero nunca encontré el momento adecuado. Pensaba que ya tenías
suficiente con tu vida como para hablarte de la mía. Ahora han pasado los años
y eso ha cambiado.
Una
experiencia con sabor agridulce fue el detonante. Aquella pérdida que partió mi
vida en dos y una de ellas, desapareció para siempre.
Los
días transcurrían a cámara lenta. Me envolví en un mundo de silencio donde
imaginaba lo que pudo ser pero no fue. El duelo tenía su tiempo.
Después
de semanas y con el ánimo en calma, me abrí a otras posibilidades. Pero las
idas y venidas me dejaban sin fuerzas, ¿y para qué? Cansancio y sollozos fue lo
que conseguí.
Solo
quedaba algo por hacer. Una vuelta de tuerca más. La última a mi alcance. Y los
trámites comenzaron.
Pero
pasaron días, meses y hasta algunos años. Entré en una rutina de olvido sin
darme apenas cuenta. Continuaba por costumbre más que nada. Y cuando me rendí
sin ganas para continuar, aquel viernes de agosto y por teléfono, me hablaron
de ti. Un viaje repleto de incertidumbre para encontrarme contigo. Una cita a
ciegas donde la vida nos daba otra oportunidad.
Siempre
recordaré aquella mañana cuando te vi por primera vez. Un crío delgaducho con
una camiseta y un pantalón hasta la rodilla que dejaba al descubierto heridas
de alguna batalla infantil. Con el pelo recién cortado y negro como un tizón.
Como tus ojos. Que lanzaban mil preguntas con solo una mirada. Pero lo que me
cautivó fue tu sonrisa, tan sincera que desarmó mis miedos en un segundo.
Dejaste
claro desde el principio la intención de pasar página y el primer paso partió
de ti. Paseábamos por un parque y sentí tu mano en la mía. Me sonreíste como si
quisieras hacerme cómplice de tu anhelo. Cerca, unos niños jugaban. Te paraste.
─Mamá,
¿puedo ir con ellos?
Una
palabra fue la clave. Por fin, el vacío del pasado se llenó de ti.
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