miércoles, 20 de abril de 2016

Piel de chocolate

Quise contarte muchas veces cómo transcurrieron aquellos días. Qué fue lo que me llevó hasta ti. Pero nunca encontré el momento adecuado. Pensaba que ya tenías suficiente con tu vida como para hablarte de la mía. Ahora han pasado los años y eso ha cambiado.
Una experiencia con sabor agridulce fue el detonante. Aquella pérdida que partió mi vida en dos y una de ellas, desapareció para siempre.
Los días transcurrían a cámara lenta. Me envolví en un mundo de silencio donde imaginaba lo que pudo ser pero no fue. El duelo tenía su tiempo.
Después de semanas y con el ánimo en calma, me abrí a otras posibilidades. Pero las idas y venidas me dejaban sin fuerzas, ¿y para qué? Cansancio y sollozos fue lo que conseguí.
Solo quedaba algo por hacer. Una vuelta de tuerca más. La última a mi alcance. Y los trámites comenzaron.
Pero pasaron días, meses y hasta algunos años. Entré en una rutina de olvido sin darme apenas cuenta. Continuaba por costumbre más que nada. Y cuando me rendí sin ganas para continuar, aquel viernes de agosto y por teléfono, me hablaron de ti. Un viaje repleto de incertidumbre para encontrarme contigo. Una cita a ciegas donde la vida nos daba otra oportunidad.





Siempre recordaré aquella mañana cuando te vi por primera vez. Un crío delgaducho con una camiseta y un pantalón hasta la rodilla que dejaba al descubierto heridas de alguna batalla infantil. Con el pelo recién cortado y negro como un tizón. Como tus ojos. Que lanzaban mil preguntas con solo una mirada. Pero lo que me cautivó fue tu sonrisa, tan sincera que desarmó mis miedos en un segundo.





Dejaste claro desde el principio la intención de pasar página y el primer paso partió de ti. Paseábamos por un parque y sentí tu mano en la mía. Me sonreíste como si quisieras hacerme cómplice de tu anhelo. Cerca, unos niños jugaban. Te paraste.
─Mamá, ¿puedo ir con ellos?
Una palabra fue la clave. Por fin, el vacío del pasado se llenó de ti.

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